Hay que ver. Según esa opinión, habrá que incluir en la lista de torturadores de la historia, junto a nombres que están en la mente de todos, al faraón Zoser, de la III Dinastía (Imperio Antiguo), hace unos cinco mil años, en cuyo reinado los egipcios, o al menos algunos, ya cebaban ocas para hipertrofiar sus hígados. O al cónsul romano Scipio Metelo, impulsor de la elaboración del jecur ficatum –y es de ficatum, y no de jecur, de donde procede nuestra palabra hígado– en la antigua Roma. También, claro, al marqués de Contades, aristócrata y mariscal de Francia que, antes de la Revolución, dio a conocer, gracias a la inestimable ayuda de su cocinero, un tal Close, lo que hoy llamamos paté de foie-gras. Seres sin duda abyectos, capaces de someter a torturas indecibles a animalitos tan encantadores e inocentes como las ocas y los patos.
No quiero caer en la demagogia fácil (Guantánamo, pena de muerte en los Estados Unidos...) para calificar semejante disposición. Simplemente diré que siempre había pensado que las autoridades de cualquier ciudad o país tenían cosas más importantes de que ocuparse... pese a los inagotables ejemplos de lo contrario que nos han dado y nos dan tantos gobernantes en todo tiempo y lugar.
Yo entiendo que no debe de ser agradable que, quieras o no, te metan un embudo hasta el esófago un par de veces al día para embutirte una enorme ración de maíz y grasa. Pero, por lo que yo vi en mis visitas a granjas productoras de foie-gras, a los patos no parecía resultarles tan desagradable, a juzgar por cómo se agolpaban, yo diría que impacientes, ante el encargado de proceder al gavage, que es el nombre técnico de la operación, cuando éste llegaba, embudo en ristre, a los corralitos en los que vivían, estrechamente, eso sí, pero no totalmente inmovilizados, los patos.
Patos que, durante los tres meses anteriores al comienzo de ese proceso, que dura tres semanas, viven a cuerpo de rey en un entorno que para un pato debe de parecerse muchísimo a su idea del paraíso: espacios libres, paisajes verdes, muchísima agua, todo el maíz que les apetece... Luego, tres semanas de ceba y, al fin, el sacrificio.
Qué quieren ustedes, a mí me parece mucho más cruel y degradante el trato al que son sometidas las gallinas –y los pollos– en las granjas industriales, donde viven encarceladas, inmovilizadas, sin variaciones día-noche, sin poder buscarse la vida en el campo, condenadas las gallinas a no hacer más que poner huevos y los pollos a engordar lo máximo posible en el menor tiempo posible. Pero en Chicago van a seguir desayunando huevos y comiendo pollo frito, sin que el trato que sufren estas aves de corral parezca importarles un rábano.
En pocos meses se nos ha prohibido el caviar del Caspio, para –nos dicen– salvar de la extinción a los pobres esturiones –y ¿para qué quiero yo esturiones si no puedo obtener de ellos caviar?–, y ahora prohíben el foie-gras en Chicago. Mal camino llevamos en nombre de la ecología. Por otra parte, en Chicago, precisamente allí, ya deberían saber a estas alturas que las prohibiciones sirven de muy poco: recuerden la Ley Seca, a Elliot Ness y sus intocables, a Capone y demás angelitos...
Puede ser divertido asistir a un comercio clandestino de foie-gras, que dejaría de pagar impuestos estatales y federales. A los amantes del cine negro no nos resultará difícil imaginar a, qué sé yo, James Cagney en el papel de traficante de hígados de pato cebado a través del lago Michigan, o a Robert Stack en el de insobornable agente de la ley que, en esta ocasión, no se dedicará a proteger el hígado de los ciudadanos de Chicago, sino el de los patos, porque el ciudadano al que le guste el foie-gras le va a seguir gustando, como al que le gustaba el whisky en los años 20 le siguió gustando pese a la prohibición.
No quiero caer en la demagogia fácil (Guantánamo, pena de muerte en los Estados Unidos...) para calificar semejante disposición. Simplemente diré que siempre había pensado que las autoridades de cualquier ciudad o país tenían cosas más importantes de que ocuparse... pese a los inagotables ejemplos de lo contrario que nos han dado y nos dan tantos gobernantes en todo tiempo y lugar.
Yo entiendo que no debe de ser agradable que, quieras o no, te metan un embudo hasta el esófago un par de veces al día para embutirte una enorme ración de maíz y grasa. Pero, por lo que yo vi en mis visitas a granjas productoras de foie-gras, a los patos no parecía resultarles tan desagradable, a juzgar por cómo se agolpaban, yo diría que impacientes, ante el encargado de proceder al gavage, que es el nombre técnico de la operación, cuando éste llegaba, embudo en ristre, a los corralitos en los que vivían, estrechamente, eso sí, pero no totalmente inmovilizados, los patos.
Patos que, durante los tres meses anteriores al comienzo de ese proceso, que dura tres semanas, viven a cuerpo de rey en un entorno que para un pato debe de parecerse muchísimo a su idea del paraíso: espacios libres, paisajes verdes, muchísima agua, todo el maíz que les apetece... Luego, tres semanas de ceba y, al fin, el sacrificio.
Qué quieren ustedes, a mí me parece mucho más cruel y degradante el trato al que son sometidas las gallinas –y los pollos– en las granjas industriales, donde viven encarceladas, inmovilizadas, sin variaciones día-noche, sin poder buscarse la vida en el campo, condenadas las gallinas a no hacer más que poner huevos y los pollos a engordar lo máximo posible en el menor tiempo posible. Pero en Chicago van a seguir desayunando huevos y comiendo pollo frito, sin que el trato que sufren estas aves de corral parezca importarles un rábano.
En pocos meses se nos ha prohibido el caviar del Caspio, para –nos dicen– salvar de la extinción a los pobres esturiones –y ¿para qué quiero yo esturiones si no puedo obtener de ellos caviar?–, y ahora prohíben el foie-gras en Chicago. Mal camino llevamos en nombre de la ecología. Por otra parte, en Chicago, precisamente allí, ya deberían saber a estas alturas que las prohibiciones sirven de muy poco: recuerden la Ley Seca, a Elliot Ness y sus intocables, a Capone y demás angelitos...
Puede ser divertido asistir a un comercio clandestino de foie-gras, que dejaría de pagar impuestos estatales y federales. A los amantes del cine negro no nos resultará difícil imaginar a, qué sé yo, James Cagney en el papel de traficante de hígados de pato cebado a través del lago Michigan, o a Robert Stack en el de insobornable agente de la ley que, en esta ocasión, no se dedicará a proteger el hígado de los ciudadanos de Chicago, sino el de los patos, porque el ciudadano al que le guste el foie-gras le va a seguir gustando, como al que le gustaba el whisky en los años 20 le siguió gustando pese a la prohibición.
Pero estarán ustedes conmigo en que lo más grave de esta nueva prohibición es... el espantoso ridículo en que han caído las autoridades correspondientes, en este caso las de Chicago. Qué manera de hacer... el ganso. Y un ganso que, además, no sirve para hacer foie-gras: tiene el hígado embebido, en lugar de con maíz, con prejuicios del más beligerante e insoportable puritanismo ecológico.
© EFE