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MEMORIAS ERRÁTICAS

Fin de año en Macondo

A Cartagena de Indias fuimos a hacer turismo. La ciudad lo merecía, pero el turismo tiene sus riesgos. Y el más común es que tomen al forastero por una pieza fácil de desplumar. Recalamos en una pensión que, acorde con el estilo colonial repintado y coqueto de la ciudad, lucía un soberbio patio interior decorado con azulejos.

A Cartagena de Indias fuimos a hacer turismo. La ciudad lo merecía, pero el turismo tiene sus riesgos. Y el más común es que tomen al forastero por una pieza fácil de desplumar. Recalamos en una pensión que, acorde con el estilo colonial repintado y coqueto de la ciudad, lucía un soberbio patio interior decorado con azulejos.
Cartagena de Indias.
Lejos de aquella magnificencia, las habitaciones eran cubículos, separados unos de otros por mamparas, y fuese por las facilidades que eso daba a la intrusión o por directa obra del encargado, del nuestro desaparecieron los utensilios y la artesanía con que el italiano se ganaba el pan.
 
Mamma mia! Francesco montó en cólera y amenazó en su español-italiano al tipo que regentaba el local. Si no aparecían ipso facto las herramientas, los hilos de cobre, las cerámicas, los pendientes y las semipreciosas, iba a arder Troya y a caer la torre de Pisa. Tal fue la actuación de mi amigo que parecía que, en efecto, podía hacer algo violento y definitivo contra el establecimiento aquel. La furia italiana venció y lo sustraído apareció al rato. No hubo explicaciones. Sólo la entrega del botín, de nuevo, a su propietario.
 
La hermosa Cartagena tenía el aire frígido de la ciudad-museo, y aquel aire se volvió más frío tras aquel episodio. Salimos de allí en busca de un lugar tranquilo junto al mar y llegamos a una pequeña población costera, con una playa contra la que batía un Caribe revoltoso. Era un lugar para veraneantes, pero en diciembre no había ninguno. A cambio, estaba el polaco. El polaco y su señora regentaban la pensión, que no era una casa de madera como las otras, sino un remedo de chalet alpino.
 
Resultaba que el polaco tenía gran afición por España y por las corridas de toros. Una afición que había plasmado en decenas de grabados, que iba colgando en las paredes de la casa. El hombre nos tomó cariño, y por ese cariño suyo paseamos durante el resto del periplo colombiano un pesado grabado de aquellos, con su toro, su torero y sus caballos.
 
Después vino Santa Marta, una ciudad con dos hemisferios; el antiguo, de casitas de madera que se deshacían a fuerza de años, humedad y calor, y el moderno, flanqueado por edificios de apartamentos de lujo. Nos alojamos en la parte vieja, y por el día íbamos a la nueva a montar un puesto de venta en la calle. Los desocupados acudían a darle a la lengua. Contaban que la región entera se había hundido desde que ya no se podía "exportar" a Estados Unidos la marihuana, principal materia prima de la comarca. Circulaban variopintas teorías de la conspiración.
 
De noche, al llegar a la pensión, era obligado espantar la conspiración de las cucarachas. En esos trances se veía la utilidad de llevar botas camperas, y era Francesco, que las usaba, el encargado de despejar el terreno. Las cucas eran voladoras, lo cual no sé si mejoraba o empeoraba las cosas. La anciana pareja propietaria pasaba el día dormitando en sus mecedoras, ajena a aquellas batallas campales.
 
Erin Currier: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ AS THE BUDDHA (detalle).Estábamos a un paso de La Guajira, famosa comarca, y también peligrosa. No se encontraba lejos Valledupar, cuna del ballenato y de sus principales cantantes, figuras con aureola de héroes, o de antihéroes, de perdedores que desahogaban sus penas con voces desgarradas. Pero elegimos Aracataca. Era la cuna de García Márquez, el pueblo donde había pasado su infancia, el lugar que había alimentado su imaginación.
 
El pueblo no se veía desde la carretera, pero en los muros de una casucha abandonada habían pintado un mural con los motivos vegetales y animales que el autor consideraría propios del realismo mágico. "Bienvenidos a Macondo", decían unas gruesas letras. Y al lado, una caricatura de Márquez, mefistofélica.
 
Un tropel de niños surgió de la nada con la intención de sacarse unos pesos llevándonos los bultos. Los rechazamos y contemplaron regocijados cómo subíamos la cuesta sudando. Al pasar por delante de un bar, uno de los que en la penumbra le daban a la cerveza asomó la gaita y, al ver el mochilón que llevaba Francesco, gritó: "¿Adónde van ustedes? ¿A la Luna?".
 
En cierto modo, allí íbamos. El pueblo no ofrecía a primera vista mucha más vida que el satélite. La mujer desdentada que llevaba la pensión confesó que había conocido tiempos mejores… cuando fluía hacia el Norte la maría. Ahora, los jóvenes se habían largado a las ciudades, y en Aracataca sólo quedaban los viejos.
 
No era del todo cierto. Había niños que jugaban en los riachuelos de las afueras y en los canales que corrían por algunas callejas del pueblo. En aquel laberinto de canales creímos encontrar algo de Cien años de soledad. Y en las pistas de tenis abandonadas que descubrimos. ¿Habían sido de los encargados de la United Fruit, que otrora había plantado allí sus reales y sus bananos? Nadie sabía darnos respuesta.
 
Muy de mañana, junto al mercado, apartando la vista de los despojos y los regueros de sangre, tomábamos el desayuno en el puesto de comidas de una señora. Pescado frito y menestra, que era como llamaban a las lentejas. Se asombró cuando supo de dónde veníamos. Italia y España, ¡qué lejos! Otra galaxia. Le parecerá, me dijo, que aquí hablamos muy mal el español. Todo lo contrario, le dije yo. Y no por cortesía.
 
En el bar de la esquina, al anochecer, se formaba tertulia. Pero cuando preguntábamos por García Márquez se hacía el silencio. Todos eran viejos, menos uno, que se jactaba de su aspecto juvenil. Miren, miren, decía poniendo el rostro a la luz del farol. Confesó gustoso su secreto: la fiesta y la guitarra. Al fin, una noche nos contaron los agravios del escritor. No había hecho nada por el pueblo. Al contrario que un boxeador, hijo de un pueblo vecino, que había dado plata para que asfaltaran las calles. Tratamos en vano de convencerlos de que Aracataca estaba bien así, con las calles de tierra. Querían que llegara el progreso.
 
La noche de fin de año el pueblo se transformó. Las casas se iluminaron y se poblaron; de todas ellas salía música y bullicio. La gente, al vernos pasar, nos invitaba. Entren, entren. Fuimos de casa en casa, de charla en charla, de baile en baile, y de vaso en vaso de ron. Junto a las vías de la estación de tren vimos el amanecer. Ya no pasaban trenes por allí. La selva se iba comiendo el antiguo edificio, una casita de chocolate abandonada por los niños, las hadas y la bruja. Aracataca, fuente de fantasía, dormía la borrachera.
 
 
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