
En un momento de la caminata pasamos por delante de uno de los establecimientos militares que se levantan en la acera norte del Paseo de María Cristina, cerca ya de la Basílica de Atocha. En el patio, solitario y vacío, unos soldados estaban arriando la bandera nacional. Eran unos cuantos cadetes, firmes, ensimismados en una tarea de la que nosotros dos, desde detrás de la valla, éramos los únicos espectadores. Sonó un cornetín. La ceremonia fue limpia, meticulosa. En su seriedad y sencillez, encarnaba como pocas veces he visto la vigencia de la idea nacional española, el respeto que deberían suscitar sus símbolos y su naturaleza eterna, sagrada. Ni Losantos ni yo nos atrevimos a decir nada, pero como él siempre encuentra la forma de expresar lo que hay que expresar, incluso lo más difícil, cuando le miré se llevó una mano a los párpados fugazmente cerrados, como si quisiera reprimir unas lágrimas que a mí me habían inundado los ojos.
Conocía a Federico Jiménez Losantos desde hacía mucho. No recuerdo en qué momento empecé a oír hablar de él, pero fue a finales de los setenta, hace treinta años. Por entonces cayeron en mis manos los primeros ejemplares de Diwan, me reí a mandíbula batiente –y no fui el único– con la revista La Bañera –aunque esta especie de fanzine con la provocación como bandera fue más un proyecto de Alberto Cardín que de aquél– y quedé deslumbrado con los ensayos de Lo que queda de España.

Había una reivindicación abstracta, general, expresada como proyecto en el famoso epígrafe "Una política de lecturas", que da nombre al cuerpo central de Lo que queda de España. Pero más importante aún que eso era la indagación práctica (la inquisición, como gustaba entonces decir Jiménez Losantos) de lo que en la propia reflexión, incluso en el estilo, era deudor, continuador y recreador de lo español.
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Como es bien sabido, Federico Jiménez Losantos procede de la izquierda antifranquista, más exactamente del Partido Comunista. Esa afiliación comunista, muy temprana, no se justifica sólo por el sarampión juvenil propio de la época. Un estudiante universitario español de los años setenta tenía pocas posibilidades de ejercer la oposición al régimen franquista en otras organizaciones que no fueran las de adscripción comunista. Para entonces el franquismo se solía considerar un régimen totalitario. Luego Juan Linz le rebajó el nivel de maldad hasta clasificarlo como autoritario. Durante mucho tiempo Jiménez Losantos albergó serias dudas de que eso fuera así. De atenerse a algunas taxonomías, y a la simple experiencia personal, la distinción no está ni mucho menos tan clara. Puede que no lo fuera, pero el franquismo se parecía bastante a un proyecto totalitario.
La enmienda debía ser por tanto a la totalidad, sin posibilidad alguna de transigir con ningún aspecto del franquismo ni la menor esperanza de que éste pudiera evolucionar como luego, de hecho, evolucionó. Jiménez Losantos fue saliendo del Partido Comunista –el partido por excelencia, el Partido– a medida que se daba cuenta de que propugnaba una política tan totalitaria, si no más, que aquello contra lo que luchaba. De manera muy propia de la generación sesentayochista, y francófila –por no decir afrancesada–, a la que pertenece, Losantos buscará en el propio campo marxista una alternativa al comunismo soviético, definitivamente desprestigiado. Su viaje a China en 1979, contado en La ciudad que fue, significará su ruptura definitiva con el universo concentracionario socialista.

El haber evitado con tanta naturalidad la tentación socialdemócrata, que parecía y sigue pareciendo más templada e incluso civilizada que el comunismo de observancia soviética o maoísta –aunque fuera un maoísmo a la parisién–, ha dejado en Jiménez Losantos una huella muy profunda. El desengaño radical, absoluto, con el totalitarismo, y probablemente la conciencia de haberlo asumido durante un tiempo, le ha llevado a una desconfianza instintiva, próxima a la paranoia –sólo los paranoicos sobreviven, dijo un empresario norteamericano–, ante la posibilidad totalitaria. Con olfato casi infalible, suele detectar tras la apariencia más amable el menor rastro de mentira, siempre presente en las relaciones entre los hombres, y más cuando entra en juego el poder. Y le ha quedado una pulsión radical: no puede sufrir que los demás no vean lo que para él es verdad clamorosa.
La contrapartida, sorprendente para muchos, es su absoluta ausencia de sectarismo. Jiménez Losantos, como todos sus oyentes saben, es implacable, minucioso en el análisis, incansable en la autopsia y el desvelamiento de lo que se oculta tras la superficie de las cosas y los gestos. Lo es porque comprende y conoce la raíz del totalitarismo, porque se sabe el principio de los mecanismos morales que pone en juego. Pero también se muestra indulgente con quien deja atrás experiencias como las que él padeció. Y, a pesar de la obsesión política, reconoce explícita y permanentemente lo mucho que en la realidad no forma parte de la esfera de lo político. Esta peculiar combinación de radicalidad –como si su izquierdismo de juventud estuviera enraizado en un rasgo básico de carácter y de alguna manera no hubiera sido corregido– y ausencia de sectarismo es para mí uno de sus rasgos más atractivos –más explosivos también, y más imperdonables para sus enemigos.
La desconfianza de Losantos ante el hecho totalitario permite comprender muchas de sus posiciones desde finales de los setenta. El nuevo régimen fundado con la Transición encarnó para él la posibilidad misma del antitotalitarismo. Tal vez haya concebido en algún momento, a solas, escondido de todas las miradas, una democracia liberal feliz, sin necesidad de movilización. Me extrañaría. La democracia (obligadamente liberal, como bien puntualizó Sartori) será siempre para él un régimen de militancia contra la tentación totalitaria. Y la democracia española, tan prometedora en un primer momento porque heredó el espíritu antifranquista y antisocialista propio de lo mejor del pensamiento y la cultura occidental de aquellos años, debió profundizar en esa situación extraordinaria en que el destino había colocado a nuestro país.

Jiménez Losantos se erige así, muy temprano, apenas iniciada la democracia, en centinela insomne de cualquier posible cambio en la naturaleza del régimen. La preocupación por el cambio de sistema, que devendrá obsesión a medida que se confirmen los signos algo más que premonitorios detectados en aquellos años, empieza ya con Lo que queda de España (1979), es decir, antes de la llegada de los socialistas al poder (1982). Frente a la derecha, escribió entonces, "la alternativa no de Gobierno, sino de sistema, tiene el otro polo (…) en el PSOE". Se confirmará con el socialismo, que no alumbrará, efectivamente, una alternativa de Gobierno, sino un primer intento de cambio de régimen, con la instauración del felipismo. Los artículos clásicos de Contra el felipismo (1994), que para mí sigue siendo de sus mejores libros, y el largo ensayo sobre el totalitarismo incluido en La dictadura silenciosa analizarán cómo la promesa primera de la democracia liberal tomó una deriva totalitaria.
Los artículos recogidos en Con Aznar y contra Aznar dan cuenta de cómo los años de gobierno de José María Aznar, que constituyeron en parte una recuperación del ideal primero y juvenil, esa ilusión democrática ajena a los totalitarismos del siglo XX y a la tiranía de lo político, resultaron también en una traición a dicho objetivo, que entonces, cuando Aznar llegó al Gobierno (1996), se volvió a llamar regeneración. Los acontecimientos registrados en la última parte de la segunda legislatura de Aznar (la campaña del Prestige, la movilización contra el apoyo español a la Guerra de Irak, la negociación socialista con los terroristas y, en general, la decisión de optar por el frentismo radical y la destrucción de la Constitución y la democracia españolas, fijada, ante una opinión pública complaciente, en el Pacto del Tinell, nunca revocado) llevan a Jiménez Losantos a la convicción de que lo que se ha ido preparando desde antes del 82 ha fraguado. Los ataques que llevaron al PSOE al poder en 2004 y la forma en que los socialistas lo han ejercido han confirmado de una vez por todas el diagnóstico previo.
En esta deriva totalitaria de la democracia española las responsabilidades andan muy repartidas. Por utilizar la terminología política tradicional (que en bastantes ocasiones no encaja bien con las actitudes de Losantos, a pesar de su reivindicación de una derecha sin complejos), la izquierda se lleva la palma.

Vale la pena volver a hablar en este punto de la falta de sectarismo de Jiménez Losantos. Merecidamente, el PSOE será objeto predilecto de su crítica: bajo una apariencia de moderación, incluso de liberalismo, que tanto engañó a parte de la sociedad en los años ochenta, el PSOE esconde una pulsión liberticida y antiespañola. Ahora bien, Jiménez Losantos siempre ha dejado la puerta abierta a la posibilidad de una izquierda no totalitaria, lo que ha llamado una "izquierda liberal". Se trata, en parte, lo que él mismo empezó a articular en Barcelona cuando puso en marcha el Partido Socialista Aragonés (PSA), destinado a detener la marea nacionalista catalana. El Manifiesto de los 2.300 contra el despotismo lingüístico nacionalista pertenece al mismo orden de cosas. Desde hace varios años, algunas reflexiones de Jiménez Losantos traslucen su desilusión ante otros proyectos de esa índole, como el esfuerzo de Antonio Robles con su libro Extranjeros en su país, publicado clandestinamente en Cataluña bajo pseudónimo, y el intento más reciente de Ciudadanos de Cataluña. Es el resultado de la rendición de la izquierda ante el nuevo régimen postconstitucional. Si no ha reaccionado antes frente a esta patología, ¿qué se le va a pedir a estas alturas? La primera línea de El conocimiento inútil, aquélla en que Revel afirma que la mentira es la primera de las fuerzas que gobiernan el mundo, cobra en España, a principios del siglo XXI, nueva actualidad.
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Otra de las consecuencias de la experiencia barcelonesa de Jiménez Losantos es que le ha proporcionado recursos sobrados para analizar los mecanismos totalitarios del nacionalismo. Nada de irremediable hubo en el triunfo del nacionalismo catalán. Lo demuestra la figura de Tarradellas, por la que Losantos siente un afecto especial. Era una forma de ser catalán y español con la que muchos se podían identificar. No así el nacionalismo, que empezaba a ganar terreno. Ante él Jiménez Losantos reunía tres características que lo abocaban a una especial alergia: su trayectoria antifranquista y antitotalitaria, la capacidad para apreciar en lo que valía el progreso que la sociedad española había hecho durante el régimen de Franco (sus oyentes recordarán su insistencia en la beca que le permitió estudiar) y la alergia –casi de clase– ante el elitismo progresista y nacionalista que despreciaba a los mismos emigrantes cuyo voto quería monopolizar.

A partir de ahí, para Jiménez Losantos queda sellada la identificación –ya explorada en textos anteriores– de dos conceptos que son algo más que entidades abstractas: el de España y el de libertad. Sólo la dimensión nacional, propiamente española, puede garantizar la libertad de los españoles, amenazada y combatida por los nacionalismos coligados con el socialismo.
El atentado le confirmó sin duda en una apreciación que corroboraba su análisis de la acción del nacionalismo. El proyecto nacionalista, esencialmente totalitario por su objetivo y su dimensión, requiere del ejercicio y la legitimación de la violencia política. En estos años de postfranquismo se ha hablado mucho de la naturaleza pacífica y conciliadora del nacionalismo catalán, el célebre y bastante ridículo seny, en contraposición con la violencia abierta propiciada por el vasco. El atentado contra Jiménez Losantos demuestra lo contrario. Como lo demuestran la peculiar tendencia a la violencia que caracterizó a Barcelona, una de las ciudades más brutales y primitivas de Europa, durante buena parte del siglo XX, y la facilidad con que en los años de democracia se ha recurrido a la violencia, tal como se ve en los muy numerosos atentados perpetrados por la banda terrorista nacionalista Terra Lliure, algunos de cuyos miembros han pasado limpiamente, y sin ofrecer el menor signo de arrepentimiento, a ocupar cargos administrativos y políticos en la Generalidad. La lista aparece como apéndice en La ciudad que fue, como un comentario más que elocuente a lo que el propio Jiménez Losantos ha llamado el "terror blanco" de Jordi Pujol.
La frustración de la democracia española y el suicidio de España tienen en la pervivencia del terrorismo nacionalista –el vasco y el catalán, dentro de poco tal vez el gallego– una de sus explicaciones. No hay democracia que resista tantos años de violencia política. Una opinión pública que tolera este cáncer, amparado, cuando no jaleado, por las propias fuerzas políticas que participan legalmente en el sistema representativo, demuestra que no tiene el menor interés en la democracia liberal. Los atentados del 11 de marzo de 2004, la manipulación a que fue sometida la matanza por parte del partido que fue premiado con el poder en las elecciones inmediatamente posteriores y la negociación del Gobierno socialista con la ETA, una posibilidad abierta a día de hoy y que seguirá abierta mientras gobierne el PSOE, representan la puntilla del proceso de voladura controlada de la nación.

Jiménez Losantos ha insistido una y otra vez en la necesidad de distinguir entre la acción del intelectual, del creador de opinión, del periodista, y la del político. No siempre ha aplicado esta distinción con claridad. Aunque suele ser más respetuoso de lo esperable cuando entrevista a los poderosos, no entra en sus costumbres dejar de decir lo que él considera la verdad. Y es que su manera de entender la acción del intelectual, y del periodista, le conduce sin remedio a una propuesta para cambiar la realidad. Por eso llegó a comprometerse activamente en la vida política. Ahí están los años de militancia izquierdista, el experimento con el PSA en Cataluña (1980), sus simpatías por la operación reformista de Miguel Roca en los ochenta y su apoyo a la renovación liberal del Partido Popular emprendida por José María Aznar.
La clave de este compromiso –dejando de lado su temperamento, que le impide limitarse a la reflexión y el análisis– es su seguridad de que el programa de la izquierda, es decir, el programa del PSOE, partido sin tradición ni voluntad democráticas, comporta un cambio de sistema o de régimen, ante lo cual el único valladar posible es una derecha comprometida con la defensa de la libertad y de España. De eso depende la libertad de cada uno de los españoles. Lo que está en juego no es una abstracción ni una ideología: es la vida de cada uno.
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(...) La libertad de los españoles, que requiere la supervivencia de la nación española, exige por eso mismo una derecha al mismo tiempo integradora e incluso ecléctica en lo ideológico y firme en unos cuantos principios básicos. Así se explica, entre otras razones más personales (en particular, el apoyo que le brindó tras el atentado, casi único entre los políticos catalanes; algo parecido a lo que le sucedió a Aznar con los socialistas cuando fue atacado por ETA en 1995), la simpatía de Jiménez Losantos por el experimento reformista de Miguel Roca.

Mayor fue el chasco que se llevó tras las elecciones de marzo de 2008, cuando la derrota del Partido Popular llevó a los representantes políticos de la derecha a un giro estratégico, ya apuntado durante la primera legislatura de Rodríguez Zapatero en las reformas de algunos estatutos de autonomía, en particular en los de Valencia y Andalucía. Probablemente la mayor victoria política del socialismo de Rodríguez Zapatero ha consistido en inducir al PP a coquetear con un reparto de poder de tipo confederal. De continuar por esta pendiente se llegará al triunfo de la confederalización del sistema político español, algo totalmente contrario a la Constitución de 1978.
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En esto Jiménez Losantos coincide plenamente con una de las ideas de fondo de José María Aznar. Para él, la evolución del Partido Popular desde marzo de 2008 puede ser interpretada como una traición, confirmada por los dos pleitos de marras, interpuestos no por adversarios políticos o ideológicos, sino por sus presuntos aliados. La previsión de lo que iba a ocurrir ha quedado expresada en una crónica emotiva, casi sentimental, en la que narra una ceremonia que tuvo lugar en el Palacio de la Moncloa en enero de 2004: la imposición a Revel, por parte de Aznar, de la medalla de Isabel la Católica. Era el final definitivo y enigmático de una etapa inédita; bajo la sugestión aplastante de que los años de regeneración liberal y nacional de la derecha española estaban a punto de desvanecerse en un recuerdo agridulce.
NOTA: Este texto está extractado del artículo que, con el mismo título, ha publicado JOSÉ MARÍA MARCO en el último número de LA ILUSTRACIÓN LIBERAL.