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NUEVO NÚMERO DE 'LA ILUSTRACIÓN LIBERAL'

Fechas para la Historia

Para ordenar el paso de la historia solemos utilizar fechas que tienen un valor simbólico comúnmente aceptado. Así, para la mayor parte de los europeos y los norteamericanos vivos el 9 de noviembre de 1989 (11/9, según la manera anglosajona de ordenar las fechas) y el 11 de septiembre de 2001 (9/11) son las dos referencias fundamentales de la política internacional que les ha tocado vivir.


	Para ordenar el paso de la historia solemos utilizar fechas que tienen un valor simbólico comúnmente aceptado. Así, para la mayor parte de los europeos y los norteamericanos vivos el 9 de noviembre de 1989 (11/9, según la manera anglosajona de ordenar las fechas) y el 11 de septiembre de 2001 (9/11) son las dos referencias fundamentales de la política internacional que les ha tocado vivir.

La primera corresponde al derribo del Muro de Berlín y con él al fin de cuatro décadas de Guerra Fría, de vivir con la incertidumbre de si la semana siguiente se desataría un holocausto nuclear como consecuencia de una crisis internacional o de un error técnico. Tras el Muro cayó por su propio peso la Unión Soviética, un monumento anacrónico a los excesos de la razón y al desprecio por la libertad y la dignidad humanas. La segunda fecha, mucho más presente en la conciencia del hombre actual, es la del atentado que la organización terrorista Al Qaeda realizó contra el Trade World Center de Nueva York y contra el Pentágono. Para los españoles, como para los británicos, hay una tercera, en nuestro caso es el 11 de marzo de 2004, el día en que no sabemos muy bien quién ni para qué cometió un brutal atentado en Madrid, ante el que los españoles, una vez más, agacharon la testuz, cedieron a las supuestas exigencias de sus autores y eligieron el Gobierno que se merecen y que les ha llevado a la situación económica y moral que cabía esperar.

Antes

El 11/9 dio paso a una explosión de alegría y esperanza. Se dejaban atrás años de incertidumbre y miedo y se abría la posibilidad de crear un nuevo orden en el que Rusia pasaría a ser un Estado más con el que poder cooperar en temas de interés común; Europa se orientaba hacia el Este, incorporando a los Estados que habían quedado al otro lado del Telón de Acero; y, por último, el mundo en su conjunto se hacía global, en torno a los valores democráticos y el libre comercio. Aunque la Alianza Atlántica respondía a unas circunstancias que habían quedado superadas, aunque la OTAN era literalmente una organización anacrónica, se la quería preservar como patrimonio común que había demostrado ser de extraordinaria utilidad ¿Era posible mantener una alianza sin enemigo común? Aunque la historia no recogía precedentes, hay que tener en cuenta que el Tratado de Washington de 1949 no hablaba de enemigos sino de valores comunes que defender ante cualquier posible amenaza. Sin embargo, los primeros intentos de adaptar el vínculo atlántico al nuevo entorno estratégico pusieron de manifiesto que no sería fácil.

La Administración Clinton, tan admirada y querida en el Viejo Continente, se encontró con la resistencia europea a admitir que había que gastar más dinero en capacidades, porque de otra manera en un futuro inmediato las distintas fuerzas armadas no podrían actuar conjuntamente. Para entonces ya se había hecho patente la crisis financiera del Estado del Bienestar europeo. Ni democristianos ni socialistas podrían seguir prometiendo más y más servicios públicos a unos ciudadanos convencidos de poseer un infinito número de derechos. En esas condiciones, los Gobiernos europeos querían concentrar sus recursos en dar satisfacción a sus exigentes votantes, en vez de distraer dinero para la defensa en un momento en el que no parecía haber amenaza grave alguna a la vista. Aceptaban los argumentos norteamericanos, pero posponían sine die la aplicación de los acuerdos libremente adoptados.

Europa había sido frente central de la Guerra Fría, pero ya no lo era. El futuro de la Alianza Atlántica dependía del establecimiento, de común acuerdo, de un nuevo marco geográfico. En un primer momento la mayoría de los europeos se negó a aceptar que la Organización actuara fuera de área, pero después hubieron de rectificar y reconocer que los intereses conjuntos estaban en juego a kilómetros de distancia, por lo que cabía considerar, caso por caso, intervenciones fuera de área. Los europeos estaban convencidos de merecer el compromiso norteamericano en su defensa, como durante las décadas de amenaza soviética, pero rechazaban la idea de colaborar con Estados Unidos allí donde los intereses del amigo americano estuvieran en peligro.

La OTAN había trabajado desde su fundación bajo un claro e inequívoco liderazgo norteamericano, porque ése era uno de sus pilares fundacionales, pero sin la Unión Soviética amenazando la prepotencia norteamericana resultaba irritante. El vínculo se resquebrajaba al tiempo que una falla se abría entre los aliados. Sin el pegamento ruso, la cohesión atlántica se desvanecía al tiempo que resurgían históricos comportamientos nacionales. El proceso de convergencia europeo se relanzó con el Tratado de Maastricht, que respondía más al deseo de contener a una Alemania unificada que a un avance sincero hacia la unidad continental con el objetivo de dotarse de una política exterior y de seguridad común. Aunque en un primer momento fue considerado un intento de dotar a Europa de una defensa propia y autónoma de Washington, en realidad era un fuego de artificio que canalizaba un creciente resentimiento contra Estados Unidos y ocultaba un proceso de renacionalización que atentaba tanto contra la cohesión atlántica como contra la europea.

La crisis de los Balcanes pareció dar sentido a la Alianza, pero a costa de mostrar que la capacidad de actuación conjunta había disminuido seriamente por la falta de inversión europea, así como que el liderazgo norteamericano era más necesario que nunca. Sin embargo, esa experiencia no redundó en un fortalecimiento del vínculo, sino todo lo contrario. Estados Unidos empezó a actuar como si la Alianza no existiera, en vista de su limitada utilidad. El resentimiento europeo aumentó con las crisis bosnia y kosovar, en las que Europa participó poco e igualmente careció de información.

Durante

Los atentados del 11 de Septiembre produjeron un enorme impacto en la población mundial, pero sobre todo en la occidental. Era algo nuevo y brutal. Nunca antes un acto terrorista había tenido tamaña magnitud, lo que explica que la palabra guerra surgiera de inmediato. Nunca antes los medios de comunicación habían desempeñado un papel tan relevante en documentar y transmitir una y otra vez imágenes y testimonios de un acontecimiento así. Lo ocurrido no sólo era brutal, indiscriminado y catastrófico, parecía diseñado además para ser transmitido a todo el mundo. La comunicación no era un elemento más, sino un aspecto troncal del atentado. Era la prueba de que sus máximos responsables habían entendido el papel de la comunicación en una sociedad global. El terrorismo es política y, como un ejercicio de política en un mundo globalizado, se había convertido en un espectáculo dirigido a enviar mensajes a distintos sectores de la opinión: los occidentales sufrirían en sus propias carnes por involucrarse en los asuntos internos de los Estados musulmanes y los musulmanes tenían ante sí un proyecto capaz de liberarlos tanto de Gobiernos corruptos como de la perniciosa influencia extranjera.

La gente comprendió que habría un antes y un después de aquellos sucesos, que la política internacional no podría seguir igual que en los años comprendidos entre el derribo del Muro y el de las Torres Gemelas, que el entorno estratégico sucesor de la Guerra Fría comenzaba a perfilarse y que las tan discutidas como criticadas tesis del profesor Huntington tenían mucho que ver con las raíces del conflicto.

Estados Unidos recibió mensajes de solidaridad de todas partes. Los aliados pidieron la activación del artículo 5 del Tratado de Washington. Pero aquella expresión de unidad resultó ser engañosa. Nadie ponía en duda que Estados Unidos tenía derecho a responder de forma contundente ante una agresión tan brutal como injustificada, pero el acuerdo no iba más allá.

Después

El atentado del 11 de Septiembre no era un acto aislado y episódico, sino un hecho medido cuidadosamente para conseguir un gran impacto. Era una provocación para que Estados Unidos y sus aliados se involucraran más en el Mundo Árabe, al objeto de provocar una reacción popular en su contra que nutriera a las organizaciones islamistas de los apoyos necesarios para derribar regímenes e imponer emiratos reaccionarios. Por ello no cabía una respuesta aislada, por contundente que fuera. Había que analizar en profundidad las nuevas realidades políticas y sociales que estaban surgiendo en Oriente Medio como consecuencia de un proceso de globalización que parecía condenar a esos países al rincón de los fracasados.

Estados Unidos revisó en profundidad su estrategia, lo que le llevó a un intenso debate con aliados y otras grandes potencias. Los elementos clave eran la definición de la amenaza y la forma de combatirla. En un primer momento se consideró que el terrorismo era el enemigo, lo que suponía un absurdo porque una forma de usar la fuerza no puede ser al mismo tiempo el sujeto de la acción ¿Quién era el autor? Formalmente Al Qaeda, pero en el Islam las organizaciones no responden al mismo molde que en Occidente, son más etéreas en su estructura. En cada país o región tienen características distintas, y los mandos locales gozan siempre de una gran autonomía. Al Qaeda nació de los Hermanos Musulmanes, y pronto se incorporaron a ella gentes procedentes de otras formaciones, como la Yihad Islámica egipcia. Representa una fase de la historia del radicalismo islámico, la que sucede a la fracasada estrategia de la yihad en un marco nacional. Para los seguidores de Osama ben Laden, el campo de batalla debe ser global, buscan el mayor impacto mediático y social. Pero Al Qaeda, como antes la Yihad Islámica o tantas y tantas otras organizaciones del mismo signo, ha tratado de encontrar la vía más corta y eficaz para acabar con regímenes corruptos que, en su sectaria opinión, han llevado sus países a la decadencia. Al Qaeda siempre fue mucho más que un mero grupo terrorista. De entrada contaba con el apoyo de dos Gobiernos, los de Afganistán y Pakistán, y la simpatía de otros cuantos; y, sobre todo, recibía ayuda económica de personas y organizaciones del Golfo Pérsico. Hubo que invadir Afganistán y forzar a Pakistán para tratar de acabar con su refugio, lo que diez años después todavía no se ha conseguido. Osama ben Laden ha sido ejecutado, pero para ello hubo que asaltar un refugio seguro de los servicios de inteligencia locales en pleno corazón de Pakistán.

Tras las muestras de solidaridad llegaron las tensiones derivadas de las distintas visiones sobre la naturaleza del problema. Para muchos, sobre todo en Europa, era sólo un problema de seguridad interior que debía afrontarse con medios policiales y de inteligencia. Para otros, mayoritarios en Estados Unidos, suponía un reto de mayor calado que incluía el uso de las fuerzas armadas, así como una estrategia en el medio y largo plazo para "trasformar el Gran Oriente Medio". Durante años se trató de llegar a una posición común que, además, permitiera adaptar la Alianza Atlántica a un nuevo entorno estratégico. El resultado es evidente para cualquiera que esté dispuesto a ir más allá del discurso políticamente correcto: la OTAN se ha reconvertido en una agencia de servicios militares carente de una estrategia común. La división ha calado, separando a Estados y fragmentando sociedades.

Al Qaeda no ha triunfado. Lo de menos es que Osama ben Laden haya sido ejecutado; lo importante es que no está consiguiendo sus fines, y que tanto su margen de maniobra como su número de seguidores entre la comunidad musulmana han disminuido. Pero este hecho no nos puede llevar a un optimismo inconsistente, porque nosotros no hemos vencido. Estados Unidos ha optado por la retirada de Afganistán, lo que significa que todo volverá a ser como antes de la ocupación, con la sola diferencia de que en el camino las fuerzas talibán habrán derrotado a la primera potencia del mundo, secundada por sus inoperantes aliados. El islamismo se habrá apuntado otro éxito, que sin duda redundará en su popularidad. Irán está a punto de lograr sus objetivos: acceder al club nuclear e impedir el triunfo de Estados Unidos en Afganistán. Pakistán ya ha dado a su política un giro antioccidental y prochino. Turquía se aleja de la OTAN y entra en la disputa por el nuevo Califato. La primavera árabe ha socavado la estabilidad de los regímenes más pro-occidentales para, a la postre, facilitar a los islamistas la conquista del poder.

Diez años después, Occidente es mucho más débil. Del vínculo atlántico queda poco más que el recuerdo y los discursos de rigor. Nuestra solvencia económica, una de las bases de nuestra influencia, está en duda... y lo peor está todavía por llegar. La demografía continúa siendo nuestro talón de Aquiles y la emigración será, en las próximas décadas, una necesidad para millones de jóvenes musulmanes. Europa se enfrentará en esta década recién inaugurada a tensiones formidables que marcarán su evolución a lo largo del presente siglo, y la cuestión islamista será una de ellas.

 

NOTA: Este artículo forma parte del más reciente número de LA ILUSTRACIÓN LIBERAL, que acaba de ver la luz (sólo para suscriptores). En la web de nuestra revista ya están disponibles todos los textos del número anterior.

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