El jefe de la oposición acababa de hablar de "catecismo" político: expresión, al cabo, muy benévola para dar cuenta de algo tan inaudito en un Estado constitucional y aconfesional como la explícita pretensión de adoctrinar, con fondos públicos y en locales públicos, a los hijos de los contribuyentes en una religión de Estado que configure sus sentimientos y afectos.
– "¡Es inaceptable! ¡Es una mentira intolerable" llamar a eso un catecismo! –el Presidente rozaba peligrosamente la apoplejía–. "¡Esta asignatura no adoctrina, no obliga a asumir ningún tipo de criterio, no impone ninguna ortodoxia!".
Me fui a Internet. Rastreé el decreto ministerial que dicta eso a lo cual, con la más impune cursilería, llama "Currículo de Educación para la ciudadanía". BOE nº 5, viernes, 5 de enero de 2007. Me quedé tieso. O sea que sí existía un corpus doctrinal del zapaterismo, y estaba allí, en aquellos descacharrantes 16 folios.
Pascal ponía toda su maldad en anotar cómo las normas políticas de los filósofos parecen hechas para gobernar un manicomio. Las de Zapatero son un reglamento de guardería. Prusiana, eso sí: su segunda en el mando explicitó, con envidiable sequedad de sargento de húsares, la voluntad de llevar a los tribunales a todo aquel que pretendiese ejercer la objeción de conciencia contra el benéfico designio del Pedagogo. No hay padre, aseveró la ejecutante, al que se le haya perdido mosca alguna en esto de la enseñanza de sus hijos. El Estado y sólo el Estado asume la responsabilidad de decidir acerca de lo que sea bueno o malo para los niños. Y la doctrina oficial se acepta como lo que es: benéfica tutela de los que saben, sobre la amorfa masa colectiva de los ignorantes. Rodríguez Zapatero acabaría por darle su forma más escalofriante ante los obedientes alevines de las Juventudes:
Qué sea lo bueno y lo malo, lo decide el Parlamento.
Dos mil quinientos años desde la Ética Nicomaquea de Aristóteles, para nada. Así son de estupendamente simples, de estupendamente aniquiladoras, las cosas. Así es de arrogante la ignorancia de un político del siglo XXI. Pedagogía. Para bestias.
El Estado no se atendrá ya el seco deber de "instruir" en habilidades, maestrías y conocimientos. No juzgará "lo privado" como aquel "templo sagrado de la libertad", cuyas puertas ordenaba Saint-Just en 1793 no rebasar jamás al poder revolucionario. El artículo 27.3 de la Constitución de 1798, que ordenaba a los "poderes públicos" garantizar "el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones", queda abolido de hecho.
No hay, a partir de la norma del 5 de enero de 2007, más regidor de convicciones que el Estado. El Estado del siglo XXI educa total –¿totalitaria?– mente a los ciudadanos en forja, de cuya formación se apropia. Educa sus sentimientos como sus saberes, sus creencias como sus técnicas manuales, sus afectos o convicciones como sus sintaxis y ortografía. Nada en el sujeto a construir escapará a la paternal tutela pública.
A mediados del siglo XVII, Baruch de Spinoza, recogiendo una tradición que se remonta a Maquiavelo y Guicciardini, titulaba la parte IV de su Ética demostrada según el orden geométrico –que es la parte dedicada a analizar los mecanismos de la dominación–: De servitute humana, seu de affectum viribus, esto es, De la servidumbre humana, o lo que es lo mismo, de la fuerza de los afectos. En estos felices inicios del siglo XXI del Gran Pedagogo, la servidumbre, directamente proporcional a la eficacia constrictiva de los afectos, pasa a trocarse en una ingeniería de la afectividad:
El bloque 2 [de la asignatura de Educación Ético-Cívica de cuarto curso], Identidad y alteridad. Educación afectivo-emocional, se centra en los valores de la identidad personal, la libertad y las responsabilidades, con particular atención a la relación entre inteligencia y emociones.
Es una asignatura obligatoria. Y evaluable.
La ingeniería de las almas constituye el Credo de la nueva Iglesia. Para que la mente misma sea materia moldeable por el Sumo Arquitecto. Y el Estado asuma la compleja producción de esa mercancía de alta resolución que es el alma perfectamente sierva.
Estamos ante la mayor regresión moral y política, desde el lejano tiempo en que alguien en la prodigiosa Atenas del siglo quinto diera en codificar la centralidad constituyente de la ciudadanía, previa a cualquier adoctrinamiento. Eso es preciso dinamitar. Estamos ante el sancta sanctorum del socialismo español contemporáneo, ante el Mysterium Magnum en torno al cual gira todo en el providencial destino del Pedagogo en la historia contemporánea de España: que nada quede de la autonomía del ciudadano frente al Estado. Ni de su resistencia.
No se enseña ciudadanía a un ciudadano. Da vergüenza tener que explicitar una obviedad tan hiriente. Educación para la ciudadanía es sinónimo de aprendizaje de servidumbre. Estatalmente sentimentalizada.
El arquetipo moral de la Atenas clásica –y, con él, el de la filosofía, y, con ella, el ideal del ciudadano libre, sobre el cual funda sus veintiséis siglos de existencia la razón europea– cristaliza en un pasaje de Platón que narra el fulgurante cruce verbal entre Sócrates y Protágoras. "Si he entendido bien lo que propones –interpela el ateniense al de Abdera–, hablas de la política y te ofreces a hacer de los hombres ciudadanos". "Éste es, con exactitud –asiente ese nuevo tipo de maestro de retórica, al cual los griegos llaman sofista–, el programa que yo enseño".
Todo sucede, a partir de ahí, con la reposada elegancia que es de rigor en los diálogos platónicos. Las dos mejores cabezas griegas de su tiempo se admiran mutuamente y se respetan; sopesan bien, por ello, los riesgos de sus respectivas esgrimas conceptuales. Y es, al fin, la constancia de hablar lenguas intraducibles, aun hablando igual griego, la que Sócrates pone a la vista de ese enorme interlocutor, a cuyo virtuosismo, pese a todo, rinde noble homenaje. "¡Qué hermoso objeto científico te has apropiado, Protágoras! Si es que lo tienes de verdad dominado. Porque yo eso, Protágoras, no creía que fuera enseñable". Y el debate se desencadena. Uno de los más bellos y cruciales de la polis clásica, porque se juega en él exactamente aquello que distingue a la polis de todos los despotismos teocráticos que imperan más allá de sus fronteras: aquellos en los que sobre el tirano recae la potestad de dictar comportamientos y creencias a un pueblo sin más atribución verbal que la de repetirlas.
Hay un salto mortal cuando, del gran debate teórico del siglo V antes de nuestra era, pasamos a esta nadería ideológica de ahora. Vivir de ese subgénero popular que, en las sociedades semianalfabetas que son las nuestras, recibe el nombre de "manuales de autoayuda", es tan respetable como vivir de cualquier otra cosa. Dar eso como filosofía (a partir de la aplicación del decreto ministerial, la asignatura de "Historia de la Filosofía" de BUP pasará a convertirse en la peregrina "Filosofía y ciudadanía") es una inelegante estafa. Vender tal cosa como proyecto de Estado es apostar por la forma más descerebrada del paternalismo totalitario.
Que algún manual especialmente lerdo, de los varios ya elaborados al calor del copyright que garantiza el censo escolar, venda la grandiosa idea matriz zapaterista como intento de "realizar el Gran Proyecto Humano que permita a todos los humanos alcanzar cinco bienes: los materiales imprescindibles, la libertad, la igualdad, la seguridad y la paz", poco debería sorprendernos. La necedad humana es infinita. Tanto como la pulsión suicida que conduce, después del siglo de los grandes totalitarismos, a sostener que "sin duda alguna, las familias pueden educar a sus hijos en su religión y en su moral; pero el Estado debe encargarse de facilitar a todos nuestros jóvenes aquella educación que la sociedad considera necesaria para el desarrollo de los proyectos personales, la buena convivencia, la justa resolución de problemas y el progreso económico".
Nadie pregunte qué diablos es lo que el autor entiende al hacer uso de los tópicos "sociedad", "necesario", "desarrollo", "personal", "convivencia", "justa resolución", "problema", "progreso"… Demasiado complicado para un doctrinario. La primacía de interrogación sobre respuesta es privilegio de la disciplina acuñada por Platón. Nada que ver con la doctrina de Estado.
No se culpe al manualista. Ni a sus avispados editores. Los cuales hacen sólo honesto negocio en el mercado de catecismos, abierto por un ministerio para el cual esas cosas tienen "la misma importancia" e idéntica obligatoriedad que "las matemáticas o las humanidades". Y el pobre profesor de filosofía queda, sin que él sepa el porqué de ese misterioso designio disciplinario-administrativo, trocado en sacerdote autorizado de un culto de Estado, caricatura misérrima de las viejas liturgias e investiduras, repetidor de los más escuálidos mandamientos.
Povera e nuda vai, filosofia… La amarga queja de Petrarca es hoy, infinitamente multiplicada, la de aquellos que apostaron su vida a la enseñanza –que no a la educación o a la pedagogía– del hallazgo platónico en las inhóspitas aulas de la enseñanza media española. Se acabó. A partir del curso próximo impartirán lo que Platón llamaba imposible, tanto cuanto ofensivo: "Filosofía y ciudadanía" (la lectura del Gorgias queda prohibida). O revisten el delantal, compás y escuadra de los más polvorientos compañeros en el humanitarismo trascendente –y altamente rentable– de la Fundación Cives, o están muertos. La fraterna oficiante De la Vega les ha enseñado ya por dónde está la puerta de la calle. A ellos, como a cuantos se resistan a los salvadores designios del Pedagogo para el cuidado espiritual de sus criaturas. Se les aplicará la Ley. Que el Pedagogo dicta, para bien del Gran Proyecto Humano. Y los niños serán tal como el Pedagogo los quiere: rebosantes de "amor por el bien, infinitas ansias de paz y de mejora para los humildes", así sea.
[...]
La instrucción republicana
España ha apostado por la escuela más reaccionaria. La que iguala a todos en la ignorancia. Sin esperanza de promoción laboral (social, por tanto). Es, sin duda, lo más grave de cuanto ha sucedido en estos años Zapatero.
En el estruendo de las más mortíferas tormentas de la revolución francesa, las que arrumban cadáveres como hojas secas en las siete semanas que van del decreto del Gran Terror del 22 de Prairial al 9 de Thermidor, una discreta comisión de sabios talla, impávida en el cabecear de un barco que parece irse a pique, el engranaje que, por encima de vaivenes históricos, habrá de cerrar cualquier vía de retorno al Viejo Régimen.
Pocos instantes tan majestuosos, tan conmovedores hay en la edad moderna cuanto las solemnes palabras con las cuales Lakanal, en nombre de los comisionados, da cuenta a la Convención, en diciembre de ese año 1794, de la vocación perenne de eso que han elaborado. Y de la fe en un futuro nuevo que movió su perseverancia.
El universo, la posteridad sabrán que en medio de las tempestades de una revolución sin precedente, en las crisis de una guerra que castigaba con su fuego a veinte naciones; mientras que, en medio del terror, con una mano combatíais el crimen y la inmoralidad y con la otra cicatrizabais las heridas recibidas por la patria a manos de sus hijos fratricidas, vuestro genio infatigable, combatiendo sin reposo la ignorancia y el vandalismo que amenazaban con anegar a la república, alzaba un templo inmenso, un templo eterno y sin modelo previo, a todas las artes, a todas las ciencias, a todas las ramas de la industria humana, y asegurabais a la nación con ello una superioridad más gloriosa sobre los pueblos del universo que cuantas nos hayan sido dadas por el éxito de nuestras armas triunfantes.
Tal vez puedan volver los reyes. Tal vez retornen los vicios más oscuros de los tiempos preconstitucionales. Volverán, sí, unos y otros. Mas no perdurarán. La revolución es, ante todo, una blindada instrucción pública. Mediante cuyo duro curso de esfuerzo y competencia, la aristocracia republicana, meritocracia sin más genealogía que la de la inteligencia propia, asentará el armazón irrevocable de un Estado nuevo. No basta con garantizar una igual enseñanza básica para el común de los ciudadanos.
"Para la gloria de la patria, para el avance del espíritu humano, es necesario que los jóvenes ciudadanos elegidos por la naturaleza entre las clases ordinarias hallen una esfera en la cual sus talentos puedan expandirse; sea cual fuere el estado en que el azar los hizo nacer, sea cual fuere su fortuna, la nación se hace cargo de su genio". Se hace así ley el ideal que Condorcet anhelara: "Que, aun dando a todos la igual instrucción que a todos es posible extender, la república no niegue a ninguna porción de ciudadanos esa elevadísima instrucción que no puede ser compartida por la masa entera de los individuos".
Tal, la grandeza de la escuela republicana. Y el universo de modernidad que funda. Al cual ningún hombre libre puede renunciar sin perder, en su renuncia misma, la condición ciudadana. La enseñanza en la España socialista ha optado por la vía inversa. Destruir cualquier control, cualquier esfuerzo, cualquier competencia, cualquier mérito. Para igualar a todos en el cero. Es el retorno al más arcaico viejo régimen.