Alguna de esas esperanzas se han frustrado por el momento, pese a que la Casa Blanca [esté ocupada] por un presidente republicano [que se proclama] "conservador". Sin embargo, esa situación entonces halagüeña no cegó los ojos del doctor Boaz a la posibilidad de que la marea liberal volviera a retroceder: en todo el libro subyace el pensamiento de que toda victoria de la libertad es siempre provisional y de que es permanente la necesidad de reafirmar y aclarar los principios liberales.
(...) Boaz detalla los principios clave del liberalismo, que el lector debe tener bien presentes.
Individualismo. El liberal toma al individuo como realidad fundamental de la vida en sociedad. Todo en la vida social ha de ser reducible a las acciones y planes de los individuos y a sus consecuencias inesperadas.
Derechos individuales. Consisten en los derechos humanos en sentido estricto, que idealmente se definen como el derecho de propiedad sobre la propia persona y sobre los bienes y recursos con los que ella cuenta. Su ejercicio excluye la violencia, la coacción y el engaño.
Dignidad del trabajo. Las personas se dignifican aplicando su ingenio, su inventiva, su esfuerzo, su ahorro e inversión a mejorar su condición y la de su familia. El Estado no debe favorecer la búsqueda de rentas públicas, discriminar con sus impuestos a los más afortunados ni fomentar la corrupción del Estado de Bienestar.
Orden espontáneo. Las sociedades humanas se armonizan en el marco de la ley, sin que nadie las organice centralmente. Ello ocurre como si las guiara una mano escondida, movida por los acuerdos de intercambio voluntario de bienes y servicios que toman los individuos. Esos acuerdos son en mutuo beneficio precisamente porque los intereses de unos y otros no coinciden.
Soberanía de la ley. No basta con proclamar el "Estado de Derecho", en el que la legislación acordada por mayoría y promulgada formalmente puede imponer lo que quieran quienes detenten el poder político. La soberanía de la ley es algo más. Es la obediencia a una Constitución acordada unánimemente, que protege la vida, la persona y las propiedades de los individuos y permite acuerdos comunales cuando los ciudadanos los consideren en beneficio de todos.
Igualdad ante la ley. La ley no puede hacer distingos por motivos de sexo, religión, raza o jerarquía. No son aceptables la discriminación positiva ni la igualación artificial de oportunidades –que son cosa distinta de la carrera abierta para todos los talentos.
Mercado libre. En un marco de competencia suficiente, el libre mercado no sólo fomenta la riqueza de todos, sino que es un poderoso baluarte de las libertades individuales. El Estado no debe, pues, intervenir precios, intereses ni alquileres; tampoco debe prohibir contratos libremente acordados entre adultos, como serían los laborales o los de comercio de sustancias que sólo afectan a sus consumidores.
Defensa de la paz. Las democracias liberales procuran el mantenimiento de la paz dentro y fuera de sus fronteras y sólo emplean la violencia para defender a sus ciudadanos de la violencia de enemigos interiores o exteriores.
Si al lector le parece esta doctrina dura o extremosa, se le impone aún con más urgencia la lectura del libro hasta el final. Estos principios no son de entrada evidentes. Van contra el común sentir de muchos que se consideran sinceros liberales, por ello exigen una cuidadosa justificación.
En efecto, especialmente en los Estados Unidos pero también en Europa, son muchos los que son "liberales a fuer de socialistas", como parece que dijo en su día el gran líder republicano Indalecio Prieto. (...) "liberal" no significa lo mismo en los Estados Unidos que en España. Es una confusión que consiguió crear Franklin Delano Roosevelt en un famoso discurso de 1941, al definir el contenido del liberalism en términos de cuatro libertades:
en días futuros, que pretendemos sean días seguros, ponemos nuestra esperanza en un mundo de cuatro libertades esenciales. La primera es la libertad de expresión y palabra –en todos los lugares del mundo–. La segunda es la libertad de toda persona de rendir culto a Dios a su manera –en todos los lugares del mundo–. La tercera, estar libres de necesidades. La cuarta, estar libres de miedo.
Aquí sobran y faltan libertades, si queremos atenernos al tipo de liberalismo que, a lo largo de la historia de nuestra civilización, ha contribuido a emancipar al individuo y mejorar su nivel y esperanza de vida. Las libertades de expresión, palabra y religión están muy bien, pero faltan el habeas corpus, la libertad de asociación, la igualdad ante la ley y todas las detalladas en los ocho puntos de más arriba.
El no padecer necesidad o miedo es sin duda muy deseable, pero no forma parte del contenido de la libertad individual. De hecho, las intervenciones públicas para asegurar el bienestar de los individuos "de la cuna a la tumba", como querían Roosevelt y los creadores del Estado de Bienestar británico, (...) han resultado contraproducentes para la libertad, al contribuir a la destrucción de la responsabilidad personal en el ahorro, en la inversión en el propio capital humano, en el mantenimiento de la familia y en la atención personal a las necesidades perentorias del prójimo.
El liberalismo tiene sin duda puntos en común con el conservadurismo y con el liberalismo a la americana o "socialdemocracia", pero no se encuentra en un punto intermedio de los dos (...) El socialista quiere libertades personales sin responsabilidad, y pública intervención en lo económico. El conservador tiende a pedir censura y control en materia de costumbres, y se inclina (al menos en los Estados Unidos) a favor del libre mercado.
La razón por la que (...) el liberalismo clásico está más cerca de los conservadores que de los socialdemócratas es que a los conservadores es posible convencerles de que, librado el individuo del paternalismo de los socialistas, que quieren imponerle, quiéralo o no, lo que conviene a la sociedad, el individuo se hace más responsable, más ahorrador, más innovador e incluso más sinceramente religioso, como lo es en Estados Unidos.
El principal argumento de quienes combaten el capitalismo democrático es que el libre movimiento del mercado crea pobreza y tiende a aumentar la distancia entre pobres y ricos. Muy al contrario, el economista Xavier Sala i Martín lleva algunos años esforzándose por mostrar que la pobreza y la desigualdad del mundo están reduciéndose gracias a la globalización. En uno de sus últimos trabajos llega a la conclusión de que, a partir de 1970, el número absoluto de pobres ha disminuido (...), pese a que la población mundial ha crecido notablemente: dependiendo de la definición de pobreza que se quiera usar, el número absoluto de pobres cayó entre 212 y 248 millones de personas, pese a un aumento demográfico de aproximadamente 2.000 millones de personas entre 1970 y 2000.
No se agota aquí la panoplia de argumentos de los enemigos del capitalismo democrático. Uno de los más efectivos es la afirmación de que el libre mercado, la competencia comercial y la búsqueda del beneficio empresarial desembocan en un catastrófico recalentamiento de la atmósfera y, así, destruyen el clima. Nadie recuerda que el comunismo de antes de la destrucción del Muro de Berlín (por ejemplo, Chernobyl) y el capitalismo de Estado en las naciones no democráticas de Asia (las catástrofes ecológicas de la presa de las Tres Gargantas) se han revelado como muchísimo menos respetuosos del medio ambiente que las economías de mercado a la occidental.
(...) En el avance tecnológico se cifra la esperanza de la humanidad de conseguir altas tasas de crecimiento económico compatibles con el respeto del medio ambiente; y el avance científico y tecnológico sólo se da en naciones democráticas y capitalistas. Los maltusianos de todas las épocas han predicho catastróficas expansiones demográficas y el inevitable agotamiento de los recursos naturales, lo que llevaría al hombre al estancamiento o la desaparición. Los últimos cuatro siglos han contado una historia muy distinta.
Otra crítica de los socialistas sin doctrina dirigida contra el capitalismo democrático se centra en el ejercicio del poder. Según algunos, la globalización permite que las grandes corporaciones se estén adueñando del mundo, consigan imponer una cultura uniforme a todas las naciones y vacíen de soberanía a los Estados.
Primeramente, no es tan fácil mantenerse en un puesto destacado en un mercado competitivo: así, según la clasificación de Fortune Magazine, de las veinte mayores empresas del mundo clasificadas por ventas en abril de 1992, sólo un tercio se mantenía en la misma lista en abril de 2002; clasificadas por beneficios, igualmente un tercio; y clasificadas por capitalización bursátil, sólo la mitad. La eficacia, el buen hacer y la respuesta a las demandas de los consumidores no están al alcance de las organizaciones sin un esfuerzo continuo e inteligente.
En segundo lugar, la cultura, el deporte, los idiomas evolucionan a instancias de los individuos que los crean, los usan o los demandan: de hecho, la demanda de productos culturales diferenciados aumenta precisamente cuando los individuos gozan de una prosperidad que les libera de la esclavitud del hambre y el trabajo agotador.
En tercer lugar, la mundialización es cierto que contiene el poder que los Estados habían ido acumulando gracias al refinamiento de la tecnología burocrática a lo largo del siglo XX: ahora los individuos están adquiriendo capacidad de zafarse del brazo del Ogro filantrópico, que es como Octavio Paz llamaba a esa Administración que se cree con poderes para decidir qué fuman, comen, beben o a quién compran sexo las personas adultas, o cuál es el contenido de sus contratos laborales, o qué es lo que tienen que aprender en la escuela; en cambio, la globalización no hace sino ayudar a la realización de las funciones necesarias del Estado, merced a acuerdos más fácilmente realizables gracias a la mayor facilidad de contactos políticos internacionales.
Otro argumento contra la economía libre y la libertad individual es de orden moral. Muchos intelectuales a la violeta consideran que el capitalismo es inmoral porque, dicen, se basa en el egoísmo individual. Naturalmente, los políticos que pretenden gobernar nuestras vidas hasta el más mínimo detalle son profundamente altruistas y no buscan perpetuarse en el cargo con toda clase de triquiñuelas electorales. Es de todo el mundo sabido que en las religiones o en las ONG o en las instituciones sin ánimo de lucro no hay en absoluto luchas por el poder. Sólo la competencia y la claridad informativa disciplinan el natural interés propio de los individuos. Sólo en el capitalismo reinan la información y la competencia como en ninguna otra parte.
Por fin resta el argumento de la paz. Los países democráticos y capitalistas hace un siglo que no desatan una guerra de agresión, más precisamente desde el ataque de los Estados Unidos contra España por Cuba y el de los británicos contra los bóers. La opinión de izquierdas olvida que fue Al Qaeda quien atacó a los Estados Unidos, tanto durante la presidencia de Carter como durante la de Clinton, en el Líbano, el Cuerno de África o los puertos de Arabia. La presente lucha contra los fundamentalistas árabes se recrudeció con el ataque a las Torres Gemelas de Manhattan. Debemos poder defendernos con la dureza necesaria.
Todos estos aspectos de la siempre inacabada lucha en defensa de la civilización occidental exigirían otro libro. Boaz quizá se haya mostrado en exceso optimista sobre el futuro del liberalismo. En todo caso, espero que este prólogo haya escandalizado, desconcertado o interesado al curioso lector lo bastante para lanzarse a leer un texto que sin duda le aclarará muchas dudas y le permitirá al menos contestar al cuestionario final: "¿Es usted liberal?".