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MEMORIAS ERRÁTICAS

Entrada en Siberia

Los turistas serios y concienzudos se sumergen en trances como éste de subir al Transiberiano con los deberes hechos. Saben que recorrerán 9.288,2 kilómetros de vía férrea, que ésta fue construida entre 1891 y 1916, que pasa por diez zonas horarias y casi noventa ciudades y villas, que atraviesa dieciséis ríos, y otros datos de este cariz. Pero los turistas como yo simplemente se embarcan. Lo único que sabía, aparte de lo elemental, era que de Moscú hasta mi siguiente parada y fonda, que era Irkutsk, había tres días de viaje.

Los turistas serios y concienzudos se sumergen en trances como éste de subir al Transiberiano con los deberes hechos. Saben que recorrerán 9.288,2 kilómetros de vía férrea, que ésta fue construida entre 1891 y 1916, que pasa por diez zonas horarias y casi noventa ciudades y villas, que atraviesa dieciséis ríos, y otros datos de este cariz. Pero los turistas como yo simplemente se embarcan. Lo único que sabía, aparte de lo elemental, era que de Moscú hasta mi siguiente parada y fonda, que era Irkutsk, había tres días de viaje.
Cristina Losada, en el centro, con dos trabajadores del Transiberiano.
El Transi, en la estación moscovita, de mañana, tenía menos glamour que una actriz con la cara lavada y los rulos puestos. Era un tren corriente, más recio y sólido que los que entonces circulaban por España bajo la irónica denominación de Expresos, pero de la misma familia. Si aquí el tren era verde botella, allí era granate. El interior de la segunda clase no presentaba lujos, ni siquiera los desvaídos y deteriorados de las viejas glorias. Era un tren de batalla. Cada vagón llevaba su jefe, que a nosotros nos tocó jefa: Svetlana, una muchacha rubia como Marilyn pero más gordita. Ella se encargaba de mantener la calefacción, indispensable en aquel final de noviembre, y el orden.
 
Nuestro vagón iba lleno. Allí ya no se separaba a los viajeros por sexo, y hombres y mujeres compartían el día y la noche en los asientos y literas, que eran cuatro por compartimento. Muchos hombres, nada más llegar, se ponían en chándal y zapatillas de andar por casa, salvo los militares, de los que había no pocos; ellos permanecían de uniforme, y los veteranos lucían su panoplia de medallas.
 
Un paraje de Siberia. Foto: Cristina Losada.La primera proeza que debía hacer el tren era atravesar los Urales, y pasaron largas horas hasta que, al fin, fueron visibles. Al ser la cordillera que separa Europa de Asia, la había imaginado yo más majestuosa de lo que resultó vista desde el tren. Pasados los montes y Sverdlosk entramos por fin en Siberia, y la llanura se desplegó inmensa, blanca y prístina al otro lado de las ventanillas.
 
Entre ciudad y ciudad apenas había huellas de la presencia humana. Sólo de vez en cuando, casi invisible por la nieve que cubría los tejados, aparecía un pequeño núcleo de casas. Y quien, como yo, tuviera alguna tendencia ermitaña podía envidiar por un momento a los habitantes de aquellas cabañas, aislados y alejados del mundanal ruido. ¡Un invierno en Siberia, sin otra compañía que unos libros! Pero uno se acordaba también de los siniestros misterios que encerraban aquellas latitudes. Y del frío.
 
La vida en el Transiberiano no exigía más que unas pocas condiciones: no podía ser uno en exceso escrupuloso con la higiene personal ni melindroso con la comida, y debía tener, si quería hacer vida social, un hígado solvente, equilibrio para recorrer el tren en estados poco sobrios y ganas de enredarse en el tipo de conversaciones surrealistas que se mantienen cuando se hablan idiomas muy distintos.
 
En la primera fase del viaje no tuvimos que hacer frente a todas aquellas exigencias. Svetlana, que era nuestra jefa de vagón, intimó con nosotros enseguida. Sabía algo de inglés y Augusto y yo éramos los únicos extranjeros del tren, así que nos concedía el privilegio de recibirnos en su pequeño cuarto, donde también trabamos conocimiento con otro jefe de vagón, que llevaba tatuada en la mano la cruz ortodoxa, asunto sobre el que se mostró reacio a explicarse.
 
En el compartimento y en el pasillo conversábamos por señas o anotando palabras en algún papel, que se descifraban tras complicadas consultas con el diccionario que llevábamos. De ese modo, aun para hablar del tiempo, se entretenía uno sobremanera. Los malentendidos daban para reír, y la comprensión desataba el júbilo. Era una regla tácita que no se hablara de política. En una ocasión en que Augusto hacía fotos desde la ventanilla, un señor se lo impidió cortésmente.
 
Procurábamos pasar, como buenos españoles, el mayor tiempo posible en el bar. El restaurante estaba lleno de hombres, dedicados, sobre todo, a la bebida, y a la conversación en voz baja. De noche, a la parca luz de unas lamparitas, sumidos en la penumbra los rostros, sólo visibles los bultos de los cuerpos, nimbados por el humo de los cigarrillos, aquello adquiría el aspecto dostoievskiano de una taberna de los bajos fondos moscovitas.
 
Svetlana.Reinaba allí una camarera del género desabrido. Los primeros días tomábamos, para desayunar, huevos fritos con tocino y, para la cena, bortsch y algún plato que la señora tuviera a bien traernos, pues aunque había una carta ella hacía lo que le parecía. Seguramente, a tenor de lo que la cocina tuviera disponible. La cocina empezó a fallar al segundo día. Se debía de haber acabado todo menos los huevos con tocino, que se convirtieron en plato único. Pero cualquiera protestaba. Además, era inútil.
 
Un hombretón de los que llevaban horas bebiendo hizo una noche un amago de protesta contra la camarera, y tras una ruidosa discusión fue arrastrado fuera del vagón por Svetlana y otro uniformado de refuerzo. Imaginamos que lo iban a tirar en marcha del tren. No fue así: lo echaron en la siguiente parada. No había contemplaciones con los borrachos que no se comportaran. Nos indignamos, pero nada podíamos hacer.
 
El Transiberiano renovaba constantemente su población viajera. En Omsk, Novosibirsk y Krasnoyarsk, ciudades importantes, bajaban decenas de personas y subían otras, con gran trasiego de bultos. Todo ello enervaba a Svetlana, que si bien era simpática y dulce con nosotros, trataba a sus compatriotas con acritud y sin miramientos, como buena representante de una autoridad despiadada e inflexible.
 
En una de aquellas estaciones pudimos bajar un rato y, hambrienta por la dieta monocorde del tren, me puse a la cola de un puesto en el que una matrona vendía blinis. Pero el tren pitó y no pude catarlos.
 
Detalle de una iglesia de Irkutsk. Foto: Cristina Losada.La mayoría de los viajeros llevaba sus propias provisiones. Uno de nuestros amigos, un militar veterano, cuajado de medallas, con el que yo había hablado en alemán, calculando que había estado en aquel frente en la Segunda Guerra, nos invitó una mañana al vodka que llevaba consigo. Era su cumpleaños. Había que bebérselo de un trago y el hombre se rió mucho con nuestras muecas. No éramos de la generación que se desayunaba con cazalla.
 
Tres días no son gran cosa, pero en un tren el tiempo corre de otra manera y se entablan, a veces, sólo en horas, relaciones intensas. Nos habíamos encariñado con Svetlana, y ella con nosotros. Cuando el tren se acercaba a Irkutsk nos regaló una foto y nos hicimos otras. El encuentro de dos mundos. Intourist nos sorprendió de nuevo con su eficiencia; allí estaba una guía, esperándonos.
 
En aquella ciudad, junto al Baikal, vimos cómo pescaban los hombres haciendo agujeros en el hielo. Las temperaturas andaban por los veinte bajo cero, y unos meridionales como nosotros apenas resistíamos a la intemperie. Sin embargo, en una calle, frente a una de las iglesias que visitamos, pues a pesar del ateísmo oficial ésos seguían siendo los monumentos que se mostraban al visitante, encontramos un puesto de helados y compramos uno cada uno. Probábamos la improvisada teoría de que conviene aclimatar el interior al exterior. Luego probaríamos otras cosas.
 
 
– Capítulo 1: La escapada.
– Capítulo 2: De París a Moscú.
– Capítulo 3: Una noche en el Metropole.
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