Las acusaciones son muy graves, casi incomprensibles. Al parecer, abusaba de su hija Elizabeth desde que ésta tenía once años, y en 1984 la encerró en un zulo que había construido en el sótano de la casa familiar. Una historia de dolor y pavor que sólo puede ocurrir donde los vecinos están más pendientes de la altura del césped que de la vida.
Así y todo, no nos han contado la horrible verdad. La versión del monstruo es sesgada, incoherente, aunque lo que se entiende es suficiente para meterlo de por vida en la cárcel. Ha abusado de su hija, la ha violado repetidas veces, durante décadas, y ha tenido seis hijos con ella (que asimismo habría sufrido algún aborto). Elizabeth ha vivido lejos del aire y de la luz del sol, en una mazmorra del siglo XXI con las necesidades básicas de cualquier núcleo familiar: un cuarto de baño, cuatro habitaciones y una sala de estar con radio y televisión. Elizabeth y sus críos estaban enterrados vivos.
Josef Fritzl llevaba una vida de aparente normalidad y buena ciudadanía, pero era un completo desconocido. Como cualquiera de nosotros. Un buen día decidió convertir el subterráneo de su vivienda en una cárcel, y lo hizo sin que nadie reparara en ello. Resulta tan incomprensible, que sólo si aceptamos que falta la parte más importante de la verdad podemos hacernos a la idea.
En la urbanización donde ha pasado todo esto tenían la casa de los Fritzl por un lugar apacible y tranquilo. Josef tiene cara de anciano venerable; de lo que era: un electricista jubilado que cuidaba de sus nietos. Si cualquiera hubiera rascado, enseguida habría sospechado de los tres chicos que aparecieron en la puerta de la casa con una nota en la que la madre cedía el cuidado y la tutoría a los abuelos.
En la urbanización donde ha pasado todo esto tenían la casa de los Fritzl por un lugar apacible y tranquilo. Josef tiene cara de anciano venerable; de lo que era: un electricista jubilado que cuidaba de sus nietos. Si cualquiera hubiera rascado, enseguida habría sospechado de los tres chicos que aparecieron en la puerta de la casa con una nota en la que la madre cedía el cuidado y la tutoría a los abuelos.
Pero es que además Josef tuvo siete hijos con su esposa, Rosemarie, con la que vivía. Y ninguno de ellos sospechó nada. Ni siquiera los huéspedes a los que a veces alquilaba una habitación. Lo único extraño era que no dejaba a nadie, por razones ahora obvias, bajar al sótano. Nadie escuchó jamás nada. Y si alguien sospechó, quizá hizo lo que cuentan que hicieron en determinadas zonas de la Alemania nazi: afirmar que no sabían que los judíos estaban siendo exterminados.
En Austria, y van dos, se secuestra a la gente y se la mete en cárceles domésticas, a salvo de inspecciones y de la curiosidad de los vecinos, que si miran es para quejarse porque tienes abandonado el jardín. El primer caso fue el de Natascha Kampusch, raptada cuando sólo tenía diez años, un día que iba al colegio. Ocho años después, Natascha huyó; entonces su secuestrador, Wolfgang Priklopil, que había establecido un vínculo emocional con ella, se fue hacia las vías del tren y se quitó la vida, dejando una cadena de preguntas sin respuesta.
En el caso Fritzl, todo el mundo, empezando por la policía, dio por buena la versión del monstruo sobre la desaparición de Elizabeth, según la cual la muchacha se había ido a una secta y de vez en cuando le dejaba un nieto en la puerta. No sabemos por qué de los seis hijos-nietos de Josef nacidos vivos, tres siguieron abajo, sufriendo el ahogo del encierro y la falta de luz, y los otros tres subieron a la parte noble de la casa, con la abuela Rosemarie, que aparentemente no se enteraba de nada.
Los ciudadanos de Austria no salen de su asombro. ¿Cómo es posible que, en menos de una década, dos secuestradores hayan erigido centros de detención en sus propias casas? También da para preguntarse si habrá más.
Fritzl tenía unos innegables motivos sexuales para atacar a su hija, tal vez como Priklopil, del que nunca más se supo. Es un individuo que jugaba al engaño a varias bandas: con la policía, con su familia, con sus vecinos. Construyó una casa debajo de la casa, como si fuera un asentamiento romano, y nadie se extrañó. Compró ropa y comida para ciento y la madre, y nadie se extrañó. Le llovieron hijos de su hija, cada dos por tres, que crió junto a los de su mujer en la casona familiar, y nadie se extrañó.
Cada vecino es un desconocido, tan difícil de entender como un universo lejano.
Josef Fritzl es una mala publicidad para Austria, donde las jóvenes pueden desaparecer abducidas por sectas destructivas... incluso cuando es mentira. Por otro lado, lo cierto es que muchos deben haber visto cantidad de cosas extrañas, de sucesos inexplicables, de entradas y salidas, de excursiones fantasma como la que hizo que el caso saltara a la prensa: fue al hospital, y tomaron parte de ella la hija-madre, envejecida, seca y apagada por el largo cautiverio, el padre-abuelo violador y la nieta-hija mayor fueron, gravemente enferma.
Josef Fritzl es una mala publicidad para Austria, donde las jóvenes pueden desaparecer abducidas por sectas destructivas... incluso cuando es mentira. Por otro lado, lo cierto es que muchos deben haber visto cantidad de cosas extrañas, de sucesos inexplicables, de entradas y salidas, de excursiones fantasma como la que hizo que el caso saltara a la prensa: fue al hospital, y tomaron parte de ella la hija-madre, envejecida, seca y apagada por el largo cautiverio, el padre-abuelo violador y la nieta-hija mayor fueron, gravemente enferma.
El incesto le ha jugado al viejo una mala pasada. La chica sufre una enfermedad genética propia de la endogamia. Ante la gravedad de su estado, el autoritario, maltratador y déspota padre-abuelo se bate en retirada. Es posible que sus 73 años hayan hecho el resto, aunque parecía en forma: siete hijos con la esposa legítima, siete con la hija y una incesante actividad.
Uno de los pequeños de Elizabeth murió al poco de nacer, y el Monstruo lo entregó al fuego de la caldera. Los vecinos, eso sí, se quejaban del humo negro y malos olores.
Uno de los pequeños de Elizabeth murió al poco de nacer, y el Monstruo lo entregó al fuego de la caldera. Los vecinos, eso sí, se quejaban del humo negro y malos olores.
Todavía hay como una aureola de respeto en la familia hacia el presunto patriarca vicioso. Sin duda, el servilismo está dictado por el miedo, o incluso por el retraso mental y la locura. Convencidos de que las autoridades, avergonzadas, nunca nos dirán toda la verdad, y que pronto ha de caer un manto de silencio sobre el asunto, como ya ocurrió con el caso Kampusch, acumulemos las incógnitas importantes: la abuela, ¿no reaccionó por perturbación o por enfermedad mental?; los secuestrados, ¿jamás salieron de su prisión?; y lo más importante, ¿cómo pudo el agresor conciliar sus dos vidas sin llamar la atención?
FRANCISCO PÉREZ ABELLÁN, presentador del programa de LIBERTAD DIGITAL TV CASO ABIERTO.