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CRÓNICA NEGRA

En Omaha, el arma era él

Robert Hawkins, de 19 años, se sentía un trozo de mierda y reclamaba un puesto en la organización social, aunque fuera en una esquina sin ventilación. Hace unos días, fracasado en su intento de ser alguien, de ser reconocido o respetado, cogió un fusil ruso AK-47, se dirigió al principal centro comercial de la ciudad (Omaha) y comenzó a disparar mientras recorría a grandes zancadas las plantas segunda y tercera. Dio muerte a ocho personas, entre empleados y clientes, y después se quitó la vida.

Su nombre ha dado la vuelta al mundo. Ha sido famoso durante quince minutos, como sentenciaba Andy Warhol, y luego ha vuelto a ser un trozo de mierda. Uno de esos locos desatados a los que todo el mundo oculta porque resultan la vergüenza de lo políticamente correcto.
 
En la arena pública se vuelve a hablar de la facilidad con que los norteamericanos acceden a los fusiles, que es la misma con la que los europeos se compran un coche o una moto, armas todas ellas con las que se puede matar uno mismo y herir o matar a los demás. Lo que no se suele decir es que, en casos como el de Robert, lo de menos son los rifles: el arma era él.
 
Robert se quedó sin padres a los tres años: se divorciaron y prácticamente se olvidaron de él. La organización perfecta, ignorante de su incapacidad para sustituir a los padres, le envió a la asistencia social, y Robert fue rodando por casas de acogida en las que le daban leche de tetrabrik y besos de plástico.
 
Harto de llorar por falta de cariño, fue acumulando rencor y ganándose fama de díscolo, asocial, rebelde. En el último hogar tutelado tuvo un problema grave y lo abandonó, o quizá le expulsaron. Tenía 18 años, mayor de edad incluso en España. No tenía estudios –aunque había pasado por varios colegios– ni principios –aunque trataron de inculcárselos–; sí, mucho odio acumulado.
 
En los últimos tiempos, ya un modelo para armar, que diría Julio Cortázar, el tirador de Nebraska vivía de eterno invitado en casa de unos amigos. Los padres le habían acogido por hacer una buena obra; pero, sin pretenderlo, eran incapaces de darle la esa clase de amor que necesitan los hijos verdaderos.
 
Robert había conseguido un trabajo, en un McDonald's, se había echado una novia de compromiso, algo fea y tal vez tonta, tenía abandonados los estudios y fingía no esperar nada más de un futuro duro y aborrecido. No carecía de atractivo, pero tampoco era un Harrison Ford. Era un chico vulgar, que sin embargo podría haber fundado Microsoft si le hubieran dado la oportunidad. Llevaba escrita la rebeldía en su melena negra como ala de cuervo y en sus gafas de pasta. Como señal de alarma, los labios carnosos dibujaban una mueca displicente.
 
Algunos testigos afirman que se estropeó la melena antes del tiroteo, quizá porque era de lo único que estaba orgulloso. Tal vez le dio un par de tijeretazos, pero no se la rapó, porque en los fotogramas de las cámaras de seguridad del centro comercial se le ve con el suficiente pelo como para llenar un casco.
 
Había roto con la novia, por fea o por tonta, le habían despedido del MacDonald's porque se mostraba incapaz de integrarse; y ni hablar, por tanto, de fundar Microsoft con el Windows Vista. En el país de los millonarios del Google, agarró el AK-47, un arma del subdesarrollo, de Che Guevara irredento, tan incombustible como el escarabajo de Ted Bundy, y se empleó a fondo contra "la pesadilla refrigerada" de Henry Miller. Disparos que revientan escaparates como bolas de cristal y cráneos como sandías. Heridas que supuran en los pechos de silicona, agujeros en las arrugas cubiertas de bótox. Sangre en el supermercado. Un cráter en el vientre de la hamburguesería.
 
Robert veía caer a la gente, arremetía contra un estilo de vida que le había dejado en la cuneta. Lo que carece de importancia es la machacona insistencia de los analistas del mundo feliz: el arma, de la que se han fabricado millones en todo el mundo. Un fusil de guerra. Lo definitivo es que le habían convertido en el dedo del gatillo. Antes de abrir fuego, él mismo había recibido un disparo por robar un puñado de dólares en un tugurio de comida barata.
 
La madrastra caritativa, junto a sus hijos, de la misma edad que el tutelado, afirma que parecía "un perrito callejero al que nadie quería". Su generosa protección parecía estarle cambiando. De puertas para fuera era casi un crío gentil, aseado y cortés, siempre con un punto de amargura; pero en casa seguía dándose la diferencia entre los hijos auténticos y los prestados, entre la obra de caridad y el cariño debido.
 
Robert Hawkins se cansó de su novia de pega, de su trabajo temporal, de sus estudios. Sus últimos pasos, con el rifle ruso, "que parecía una antigualla", según sus amigos, quedaron grabados por la cámaras de vigilancia y han sido retransmitidos en todo el mundo.
 
En USA hay más de 190 millones de armas de fuego en manos de los ciudadanos, y unos 65 millones de pistolas en los hogares. Lo que nadie ha cuantificado es cuántos Robert Hawkins, abandonados a su suerte, deambulan por los centros comerciales, ajenos a la mercancía que no pueden comprar, que nunca será suya. Eternamente reclamados sin fortuna por el éxito, el triunfo y el reconocimiento que nadie les dedicará. Solos y comidos por la enfermedad, como perros callejeros. Abandonados y avergonzados por no disponer de una familia o tener, todo lo más, una postiza, fría y salobre, como el marisco congelado.
 
Esos chicos ya están paseando por las calles de Europa, por las ciudades de la España que duda, opulenta ante la recesión, todavía estulta y confiada, mientras los políticos miran al granero de votos. Para estos chicos no hay ley que valga, excepto las leyes humanas que versan sobre la salud y la familia. Lejos de eso, se convierten en jóvenes problemáticos, que lamentan ser una carga, amantes de las armas y el dolor. De crear dolor.
 
 
FRANCISCO PÉREZ ABELLÁN, presentador del programa de LIBERTAD DIGITAL TV CASO ABIERTO.
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