La entrada en Tobolsk, pequeña ciudad, fué fatigante, pero la instalación en la casa del Gobierno provincial no les impresionó desagradablemente. Tenían anchura, relativa comodidad, y los guardianes eran menos duros que los de Zarskoie-Sielo.
La costumbre de la regularidad en la existencia cotidiana, pues no vivieron ociosos nunca ni los emperadores ni sus hijos, reglamentó las ocupaciones de cada cual, y el estudio de los niños, con los preceptores Gillard y Gibson, que los acompañaban; el paseo, la costura de las princesas, el rezo antes y después de las comidas y al separarse, terminada la velada, daban apariencia de plácida existencia a la angustiosa de los egregios desterrados.
De ese período datan las cartas a una dama de la corte, que yo leí en San Petersburgo, en las cuales la zarina escribía que el emperador daba lecciones de historia al zarevitz y que las princesas habían recitado unos monólogos graciosos, en francés, para distraer a sus padres.
La vida íntima de la familia traslucíase a través de las líneas epistolares, sin que expresaran con frases el dolor del destierro, ignorantes de cuanto ocurría en Rusia. Una de aquellas cartas terminaba diciendo la zarina que las penalidades de tal situación afirmarían en las princesas el carácter y sus buenas inclinaciones de caridad y de altruísmo.
Fué en Tobolsk donde por segunda vez recibió Tatiana un di-minuto sobre, dentro del cual la letra y las iniciales gratas y conocidas de ella decían estas frases: "Velamos siempre; pronto seréis libres".
Y a poco sabían los zares que proyectaban sus dispersos adictos un golpe para sacarlos de Tobolsk. Pero, o el plan de los conspiradores era inconcreto, o porque se resistieron a aceptarlo los cautivos, en Tobolsk continuaron hasta que la revolución bolchevique, venciendo en San Petersburgo a Kerensky y a los socialistas demócratas, inició la época de los crímenes terroristas, la furia de la persecución y de la matanza horrenda.
Desde aquel punto se empeoró la situación de la familia imperial. Los comisarios rojos montaron guardias en las habitaciones de los zares, sustituyeron a los indolentes y bonachones centinelas por desaforados guardias rojos y hasta se les privó el consuelo de que el pope oficiara en una de las habitaciones, como ocurría antes.
Veían los comisarios que la población de Tobolsk, al pasar ante la prisión de los monarcas, se persignaba y lloraba de rodillas cual ante tabernáculos de su fe. El instinto popular conservaba el culto ancestral a los semidivinos zares, sufría sin comprender el drama de su estancia en el rincón siberiano y presentía obscura-mente desventuras irreparables.
Prohibieron los rojos toda manifestación de respeto al pasar junto a la casa, y asumió la vigilancia de ella y de los prisioneros el implacable Nicolsky, alma feroz en cuerpo de bestia humana.
Se obligó al zar a que se quitara las charreteras que hasta entonces llevaba en su uniforme; se le separó de la zarina, a quien sólo en horas determinadas podía ver, y, de humillación en humillación, de angustia en angustia, oyeron una noche la orden definitiva de salir el zar de madrugada sin que se supiera a dónde. Los comisarios ejecutores añadían que si alguien de la familia quería acompañarlo, podía hacerlo.
La entereza admirable de Nicolás y su mujer pasan por una de las pruebas más cruentas: el zarevitz hállase enfermo con un nuevo ataque de hemofilia, y su madre agoniza a la idea de abandonarlo; sin embargo, su amor, su deber hacia Nicolás, la impulsan a no se-pararse de él, a seguirlo en la desconocida fase de su calvario. Excitada, vacilante, pasa de habitación en habitación la zarina; su lucha íntima sobrepasa a las anteriores.
–¿Qué hacer, Dios mío?... –demandaba, implorante, a sus iconos y a una diminuta imagen de la Dolorosa, pendiente de su cuello–. Alexi... Nicolás..., guíame, Señor, inspírame...
Se venció a sí misma, cual en tantas otras ocasiones, la desgraciada, y fué en busca del zar, a comunicarle su decisión de seguirle con una de sus hijas.
El zar acogió sin protesta aquella resolución y, reunidos con las princesas, que lloraban amargamente, las acariciaban, las calmaban, encargándoles que cuidasen al hermano enfermo, que no llorasen ante él, a fin de evitarle las emociones que tanto daño le hacían.
A las cuatro de una madrugada nubosa y fría del Trasural, despidiéronse los zares de los palatinos, sus compañeros de destierro, y de la servidumbre, montando en los incómodos carros del país. En uno de ellos se acomodó la zarina sobre paja y un colchón, que puso, solícita, su camarera.
Emprendieron la marcha por el mismo camino de su venida, penosísimo ahora, pues en los ríos que atravesaban los hielos, reblandecidos en algunos parajes, hacían casi imposible y peligrosa la travesía.
Los supervivientes testigos de la tragedia aseguran que nunca cual aquella noche de la separación resplandecieron con tal grandeza moral las almas de los soberanos de Rusia, y que la irradiación sublime de su fe se comunicaba a cuantos quedaban junto al zarevitz enfermo y seguían con el pensamiento en las sombras de lo ignorado a los esposos con su hija María.
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El lugar adonde condujeron a los zares sus verdugos era la ciudad Ekaterinburg, en los Urales, famosa por sus canteras de mármoles, malaquitas y pórfidos; sus minas de oro y yacimientos de piedras preciosas, tales como topacios, amatistas, crisolitas y rubíes, muy propagadas en Rusia para la ornamentación de iconos.
En esta ciudad, a la que acuden aventureros de todas las razas en busca del negocio que les proporcione rápidamente la fortuna; en esta ciudad rica e inquietante, situada a las puertas de Asia, en cuya población entremézclanse calmuecos, japoneses, americanos cazadores de osos, europeos de toda condición y criminales cumpliendo condena, se internó a los zares en casona aislada, denominada de Ipatieff.
No pudieron los prisioneros hacerse ilusiones sobre el trato que les esperaba allí; guardias bolcheviques vigilaban en cada habitación y rodeaban el edificio tropas armadas hasta de ametralladoras. En Tobolsk, los últimos tiempos se había privado a la familia imperial de café y manteca, como alimentos de lujo, y en Ekaterinburg se les obligó a que comieran el rancho de la soldadesca.
Cuando dos semanas después de la entrada de los zares y su hija María en Ekaterinburg llegaron el zarevitz y las otras hermanas, acompañadas del príncipe Dolgoruky, de Tatiszczef y del doctor Botkin, quien, cual éstos, tan hondo cariño y abnegación testimonió a los soberanos, la alegría del encuentro, la de hallarse todos reunidos, hacía exclamar a la zarina y a sus hijas la frase amo-rosa, repetida tantas veces:
–"Unidos, ¡qué felicidad, unidos siempre!".
El largo camino de la amargura, que recorrían más de un año, desde su arresto en Zarskoie-Sielo y la abdicación de Nicolás II, iba a terminar.
Redoblaba la furia terrorista de los bolcheviques y no hubo espina que no clavaran en la frente inocente de las princesas y del zarevitz, ni perversidades refinadas que dejaran de sufrir los zares por orden de los comisarios.
Vocerío inesperado, un anochecer, y disparos de los centinelas estremecieron a los prisioneros, que no pudieron indagar lo que había ocurrido puertas adentro de la casona. La vigilancia que los cercaba hacía imposible casi saber algo de cuanto sucedía en torno, ni cuál era la suerte del resto de la familia imperial.
Sin embargo, la indiscreción de algún bolchevique borracho, o la caridad de un hombre menos malo entre la horda de los guardianes, dió conocimiento a los zares de que se había sorprendido a un joven cerca de la habitación que Nicolás ocupaba. Al descubrirlo, dispararon sobre él los guardianes del interior, y cuando, hiriéndolo gravemente, le interrogaron, sólo dijo: "He de ver al zar. ¡Saldréis de aquí, canallas! ¡Viva el zar!".
Arrastráronlo fuera los rojos y no se volvió a saber nada de él...
Sólo que lo habían reconocido algunos de aquellos servidores del Soviet como a oficial de la Guardia imperial.
Cundió la voz que era capitán muy adicto a los zares, venido a comunicarles las instrucciones para su salvación, y también se dijo que era el coronel Stepokt, el sorprendido con cartas para Nicolás II. El corazón de la gran duquesa Tatiana adivinaba la realidad del misterio, y, rezando y llorando, sabía que era el capitán quien hasta allí iba a cumplir su promesa de fidelidad perpetua.
Dos meses duró el cautiverio en el caserón Ipatief. Vagamen-te llegaban a conocimiento de los presos que el general Kolczak, en Siberia, había organizado un ejército de rusos, polacos y tchecos, y emprendido campaña antibolchevique. Engrosaban el ejército de Kolczak los contingentes de prisioneros de guerra, que, huídos de los campamentos y en odisea extraordinaria, acudían al cuartel general del caudillo zaresco.
¿Qué esperanzas, qué emociones causaban a los desterrados las imprecisas noticias de aquel movimiento salvador?...
Su martirio llegaba al colmo y al fin.
Una noche, la del 16 al 17 de julio de 1918, el comisario Yurowsky, con un grupo de sus forajidos, ordena a los zares y a sus hijos que bajen al sótano de la casa. Obedecen éstos y, cogidas de las manos las princesas, entre los padres el zarevitz, descienden a lóbrego sótano, seguidos de Yurowsky con cinco delegados revolucionarios, diez soldados letones y el guardia del sótano Miedwiedief. Apiñándose los prisioneros con supremo movimiento de indecisión, hácenles retroceder hasta el muro, y Yurowsky les lee unas líneas en papel borroso. Es la sentencia de muerte de los zares y sus hijos.
–Estoy pronto –oyóse decir al zar.
Y entre los sollozos de las princesas y del niño, percíbese la voz de la zarina, que dice, estoica, levantando los ojos al cielo:
–¡Cristo, Cristo, unidos todos!
Al primer disparo de revólver, dado por el mismo Yurowsky, cae el zar; la zarina, abrazada a su hijo, en seguida, y, simultáneamente acribillados a balazos, los hijos de los mártires.
Se ensañaron los feroces letones con los cadáveres, y entonces, un grito desgarrador lanza el vigilante Miedwidief y sale enloquecido, huyendo del sótano. Al día siguiente murió, traspasado su corazón por el horror de lo que había visto.
NOTA: Este texto es una versión editada de los capítulos 29 y 30 de EN LA CORTE DE LOS ZARES, que acaba de publicar la editorial Akrón.