De momento, lo que se sabe es que los chicos podrían ser autores de unos 600 hurtos, cometidos en los dos últimos años. Aunque hay que felicitarse por que la policía autonómica decidiera actuar poniendo a disposición del juez a los padres, una vez investigados y con la sospecha de que los llevaban al centro de Barcelona, donde presuntamente los empujaban a hacerse con toda clase de objetos de valor, recaudar fondos para una falsa asociación de disminuidos o, sencillamente, utilizar un diario gratuito como "muleta" para despistar teléfonos celulares en terrazas y restaurantes.
La investigación policial trata de probar que los padres, en esta ocasión de ascendencia rumana, como los chicos, no tienen otros ingresos que los que proceden de la actividad ilícita de los jóvenes. De lograrlo, se tendrían datos fidedignos de una actividad que viene ejerciéndose desde hace años, y con profusión desde que entró en vigor la fracasada Ley del Menor. Es decir, que aunque es de una claridad meridiana que los menores no se arrojan a la delincuencia, sino que son empujados por mayores o siguen el ejemplo de adultos –tal y como demuestro en mi libro, de reciente aparición, Pequeños monstruos–, ya era hora de que esto pudiera probarse por el ejercicio policial y judicial.
Si los menores se convierten en irresponsables por una ley que no les favorece, aunque parezca lo contrario, alguien tendrá que asumir la responsabilidad de lo que hacen, y esos podrían ser quienes por acción u omisión les convierten en delincuentes.
Puede ser que a primera vista parezca algo obvio, pero no lo es, porque los menores en España son objeto de una sobreprotección legal, a costa de una sociedad que ni siquiera tiene clara cuál es la frontera entre niño y adulto. Con la actual ley habría sido correcto incluso un titular de este tenor: "Niño de 18 años menos un segundo atraca un banco", porque los periódicos hablaban de niños de 16 a 18 años cuando la nueva norma entró en vigor.
Los niños aprenden a delinquir, como aprenden a leer, y necesitan de un largo entrenamiento. Hacerse pasar por mendigos, actuar de descuideros de bolsos, despistar con una "muleta" (dícese del engaño que se utiliza para distraer mientras se roba o para tapar el lugar del robo), todas estas tareas precisan de una esforzada dirección, un largo aprendizaje. Durante al menos dos años, los comerciantes, turistas y transeúntes de Barcelona han tenido que soportar los continuos robos de jóvenes fácilmente identificables, perfectamente sospechosos, pero impunes, que sin embargo pueden ser controlados si se demuestra que son el instrumento de una red de adultos que los utiliza.
Como no podía ser de otra forma, una vez iniciada la indagación policial hay indicios suficientes para llevar ante el juez a los presuntos culpables: los adultos, al calabozo; los menores, a la tutela de la Administración. Los policías sospechan que los progenitores conocen los términos de la legislación y les preparan para el caso de ser descubiertos, algo que sucede con cierta frecuencia no sólo en Cataluña, sino en el resto de España, donde todavía no se ha iniciado una acción de las características de ésta, bautizada "Operación Bucarest".
Los menores delincuentes menudean en todo el territorio nacional, que además registra un alto grado de movilidad de los adultos responsables: una de las parejas imputadas ha sido sorprendida en Madrid, hasta donde había viajado para eludir la presión policial que les tenía localizados en Badalona.
El juez ha ordenado el ingreso en prisión de cinco de los seis detenidos, y les ha retirado la tutela de los menores implicados. El plato fuerte es demostrar, más allá de toda duda, que los padres no sólo sabían a lo que se dedicaban los pequeños, sino que planificaban sus acciones.
Su alimentación era deficiente, no iban a la escuela y quedaban abandonados casi doce horas cada día en el casco antiguo de la capital. Con la actual legislación, y hasta que se abra un conveniente debate sobre si lo que hay que hacer es seguir como hasta ahora, concediendo a los pequeños un retraso por sobreprotección sobre el desarrollo real o entregarles la responsabilidad que su madurez reclama, no es mala cosa trasladar la responsabilidad a quien no vela por el recto proceder de los chicos a su cargo. Con esta forma de ver las cosas es muy probable que desaparezcan en un santiamén las bandadas de ladronzuelos de la Plaza Mayor de Madrid y de otros lugares donde ahora se enseñorean, poseídos de la seguridad de que, aunque los detengan, quedarán pronto libres.
Las investigaciones de la Operación Bucarest han descubierto que los niños empiezan a robar a los siete u ocho años, y que dejan de hacerlo cuando les alcanza la responsabilidad penal atenuada, a los catorce. Los delincuentes que los manejan conocen la ley mejor que los abogados. A pesar de eso, a los adultos ahora descubiertos se les acusa de asociación ilícita para delinquir, delitos contra el patrimonio y atentado contra los derechos y deberes de la familia. Si se corre la voz, se notará un notable descenso de la delincuencia.