El verano pasado, mientras me pateaba las calles de La Habana en compañía del singular Antonio José Chinchetru (lo cuenta todo en su estupendo libro-reportaje Bajo el signo de Fidel: no se lo pierdan), observé que en la capital cubana la moda juvenil consiste en lucir cualquier cosa que lleve impreso un mensaje en inglés. "Miami Beach", "FBI", "CIA" y "NYPD" proliferan en camisetas, gorras y demás prendas, exteriores e interiores. Como ven, este tipo de cosas no es patrimonio exclusivo de musculocas pidiendo guerra. En algunos sitios, la macarrada yanqui no es sinónimo de mal gusto o de ganas de pillar cacho, sino de libertad.
Hace unos diez años descubrí en varios bares y discotecas de Bombay, la ciudad más moderna y al mismo tiempo más fundamentalista de la India (gobernaban en coalición los nacionalistas del BJP y del Shiv Sena, una especie de versión batasuna del hinduismo radical), que muchas jovencitas iban enfundadas en incómodas faldas de tubo y medias. Los chicos vestían de negro riguroso. Pregunté a mis amigos (algunos de ellos también iban de luto) y me contaron que la falda y las medias eran una especie de reivindicación de la mujer libre e independiente que veían en las series americanas. A ellos eso les gustaba mucho, porque significaba que esas mujeres no estaban dispuestas a pasar por el matrimonio de conveniencia. Por su parte, las chicas sentían una especial atracción por los hombres de negro, que desafiaban a propósito las normas de su comunidad. Entre los hindúes, este color es tabú, ya que lo suelen llevan los musulmanes.
Los que viajan a Egipto sabrán que allí algunas mujeres combinan el velo con el vaquero hiperceñido, mascan chicle y llevan gafas de sol de espejo. El conjunto resulta francamente horripilante, aunque a ellas les encanta, lo mismo que fumar, escuchar hip-hop y hablar inglés con acento barriobajero. Sus novios se rapan el pelo y la barba para demostrar que no son como los barbudos, sino como los occidentales. Otro día les hablaré de lo que un amigo antropólogo denomina sexilio, esto es, la inmigración a Europa y EEUU de hombres y mujeres que prefieren trabajar en un McDonalds o pasar el aspirador en hogares ajenos antes que aguantar la violencia y la discriminación de que son objeto por motivos de sexo u orientación sexual en sus países de origen.
¿Y qué me dicen de Arabia Saudita? Allí la marcha está no sólo en los famosos compounds, las urbanizaciones donde viven los extranjeros, sino en las discotecas clandestinas que ciertos paisanos se construyen en los sótanos de sus casas. Whisky a gogó (Arabia es uno de los mayores importadores de licor del mundo, a pesar de esa Ley Seca que tanto les gusta a los musulmanes y a algunos miembros de la derecha religiosa norteamericana), luces de neón, minifaldas, maquillaje multicolor, camisas chillonas de las que sólo se ven en la Pasarela Gaudí y, de nuevo, mucho rap, hip-hop, Ricky Martin, Gipsy Kings y similares.
En Arabia Saudí, la chica moderna y liberada es lo que muchas feministas y puritanas de acá denominan mujer objeto. Lo que por desgracia son incapaces de ver nuestras defensoras de la mujer es que, en muchos países, imágenes como las que ellas denuncian aquí transmiten mucho más de lo que parece. La forma de vestir, de hablar, incluso de mirar, lleva asociada una miríada de normas y valores de los que nosotros no nos percatamos de forma consciente, pues hemos sido socializados en ellos. Por cierto, en Cuba una de las cosas que más aprecian los televidentes de canales extranjeros prohibidos también en algunos países musulmanes es la publicidad.
En un artículo titulado como éste, Charles Paul Freund, mi cronista cultural favorito, fumador empedernido, cuenta que en enero de 2001 un grupo de barberos de Kabul fue víctima de una redada perpetrada por agentes del Ministerio de la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio (ahí es nada) porque habían estado cortando el pelo a los hombres al estilo Titanic. Parece ser que en aquellos tiempos la media melenita acebollada de Leonardo DiCaprio era un "billete a la cárcel". Freund también nos recuerda lo que le dijo aquel parisino al periodista americano que le dio un Lucky Strike: "Es el sabor de la libertad". Supongo que tanto Bernat Soria como su antecesora, la sílfide Elena Salgado, tendrían mucho que decir al respecto.
"No se atreverán –responderán los biempensantes–. Ellos saben que no todo es comparable". Pues, por desgracia, algunos sí lo han hecho.
No hay nada peor que un progre poco viajado. Freund nos proporciona un terrible ejemplo de la arrogancia que pueden deplegar algunos idiotas. Poco después de la invasión de Afganistán por parte de la coalición internacional, una tal Anna Quindlen, de la revista norteamericana Newsweek, se lamentaba de que los afganos celebraran el fin de la dictadura talibán con objetos electrónicos. Que todo lo que la gente quisiera hacer fuera irse de compras le parecía de lo más vulgar. Supongo que para ella –y para muchos otros– lo que los afganos –y los africanos, y los...– deben hacer es conformarse con la limosnilla que les ofrecen gobiernos como el nuestro y conservar sus pueblos y ciudades tal y como están, para que sirvan de parque temático a turistas del ideal y del exotismo barato.
Lo que estas almas solidarias y absolutamente frívolas no son capaces de entender es que esos panoramas tan pintorescos ocultan unas estructuras tremendamente opresivas, y que en muchas ocasiones acabar con ellas conlleva deshacerse también del escenario, les guste o no a las Quindlen, Pajines y Marivogues que en el mundo son. Si quieren disfrutar de un paisaje estrafalario, que se vayan a Las Vegas, que para eso está.
El exotismo suele terminar en derramamientos de sangre de lo más desagradable, incluso para los aficionados al turismo cultural de riesgo y aventura. Que se lo digan a los artistas argelinos perseguidos, primero por el Gobierno y después por los fundamentalistas religiosos. La Guerra del Rai, una cruzada religiosa contra las discotecas, el consumo de alcohol y sobre todo el rai, una especie de rumbita moruna especialmente apta para el mestizaje (una vez más, el rap y el hip-hop como símbolos de libertad, aunque también la salsa, el rock sinfónico y la música culta clásica, tanto árabe como occidental) y cuyas letras reivindican, entre otras, cosas la libertad de las mujeres, es un buen ejemplo de ello. Desencadenada por los islamistas en 1990, aún no ha concluido.
Así que, si por algún casual van a Argelia y acaban en algún antro de rai, no me jodan con miradas de desaprobación y escándalo ante la ordinariez ni lamenten la ruin occidentalización de un pueblo tan puro y ancestral. Únanse a la fiesta. Y por favor, cuéntenlo cuando regresen a casa.
Descubrí el rai hace cinco años gracias a un amigo que terminó en un seminario franciscano –la vocación se manifiesta cuando uno menos lo espera–. Me regaló un disco de Khaled, un cantante maravilloso cuyas letras siempre apelan a la paz, el amor y el entendimiento. Khaled no produce verborrea hipócrito-izquierdista (que sea de izquierdas o no es lo de menos; lo importante es que no habla de oídas), sino genuinos llamamientos a la concordia. Les recomiendo uno de sus temas más vulgares –el videoclip desafía cualquier criterio de buen gusto formulado en los últimos 5.000 años–: "El Harba Wine", interpretado a dúo con la diosa de Bollywood Amar. El tema, que habla de huir y salir corriendo (del país, por ejemplo), fue rescatado por Kahled cuando se desató la guerra civil en su país.
Como pueden imaginar, la ocurrencia no le salió barata al cantante. Años después incluyó la canción en un nuevo álbum, aunque esta vez decidió darle un giro y reinterpretarla como el grito de libertad de dos jóvenes cuyo amor se enfrenta a la tradición del matrimonio arreglado, una costumbre común a hindúes y musulmanes. No teman: pinchen y disfruten. La historia tiene un final feliz.
En fin, que, si viajan demasiado lejos, intenten no confundirse demasiado con el paisaje. Dentro de un orden y sin armar escándalos innecesarios, hagan alguna pequeña aportación a esa vulgaridad liberalizante y mineralizante que tan poco cuesta y que tanto significa para muchos, y no prejuzguen. Nunca el mal gusto dio tan buen resultado.
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