Uno tiende a pensar que el uso del tercer ojo con fines lujuriosos es cosa de homosexuales, y hay mucha rechifla literaria al respecto. Ahora recuerdo unos versos recogidos en los Coñones del reino de España de Alfonso Ussía, que hacen alusión a un aristócrata propenso al vicio:
Dejó este mundo de abrojos
por fin el señor marqués.
El marqués cerró los ojos.
Los tres...
Pero los homosexuales no siempre son partidarios de la penetración por vía de alcance; en cambio, algunos heterosexuales sí. El tercer ojo, llamado antiguamente vaso prepóstero por los confesores, es ese orificio cacoso que unos asocian con el papel higiénico y otros, en cambio, con la sodomía. La sodomía toma su nombre de la ciudad bíblica de Sodoma, que era un lugar de mucho vicio y precisamente por eso fue destruida por Dios. Pero como los sodomitas, en cuestión de sexo, no le hacían ascos a nada, el concepto de sodomía era bastante errático y, dependiendo de la imaginación que le echaran los autores –que era bastante–, podía englobar casi cualquier cochinada que se hiciera con animales, vegetales, minerales o humanos, a condición de que desafiara la reproducción, o sea, de que fuera contra natura. Un concúbito con persona del mismo sexo o del sexo contrario utilizando el vaso prepóstero era, desde luego, un acto de sodomía.
Esta práctica no estaba, pues, necesariamente, considerada un acto homosexual, ni todo acto homosexual era sodomía. Para cometer el pecado podían colaborar dos hombres, un hombre y una mujer e incluso dos mujeres, ya que el clítoris era, para los expertos –inexpertos–, como un pene malogrado que, en su modestia, podía muy bien trabajar para el diablo. Pero la sodomía perfecta sólo podía tener lugar entre dos varones, y era un pecado tan gordo que había que ir al arzobispo o al papa a recibir la absolución. Un hombre y una mujer, en cambio, sólo eran capaces de cometer una sodomía imperfecta, que cualquier cura podía perdonar.
El señor Olimpio el Gaucho, que era un indiano que estuvo en Argentina, se lo montó un triste día con un semoviente en la soledad de La Pampa, y a su vuelta tuvo que darle la absolución el canónigo penitenciario de la catedral. ¿Que cómo lo sé? El penitenciario y el semoviente fueron discretos, pero el señor Olimpio se lo contó a los mozos que entraban en quintas, y como estaban borrachos hicieron hasta canciones.
Durante el siglo XVIII la sodomía se desacraliza y se convierte, a decir de Maurice Lever, en un "pecado filosófico" contra el estado, contra el orden establecido y contra la naturaleza. Elisabeth Badinter dice en XY. La identidad masculina que si al principio parecía un vicio de nobles y gente refinada, en vísperas de la Revolución se había hecho más frecuente entre el pueblo. Pero ni la Iglesia ni las leyes ni los filósofos concebían la homosexualidad como una identidad definida capaz de excluir de algún modo las actividades heterosexuales, tal como sucede ahora. La sodomía era, simplemente, una aberración puntual, un desprecio a la naturaleza, pero nada más.
El coito anal tiene sus partidarios entre las parejas heterosexuales, cosa inverosímil para un caballero que tiene una vagina a su disposición y para toda dama que haya sufrido en la niñez la desagradable inoculación de supositorios o irrigaciones. Después de la escena de El último tango en París –que mi generación vio en Francia–, la gente perdió su inocencia y nadie pasaba la mantequilla sin una miradita de malicia. Las mujeres que aceptan este tipo de sexo no lo hacen por su placer, que probablemente consiguen sólo con ayuda del masoquismo, sino, según Gérard Zwang, por curiosidad, para no defraudar a un hombre que les ha dicho que le gustaría probar, para –en algunas culturas– preservar el himen intacto o para evitar embarazos.
En la alfarería precolombina aparecen parejas practicando el coito normal, pero, siempre que se representa algún niño durmiendo al lado de los amantes, como indicando que ya tienen familia, la penetración es claramente anal. Todavía en algunos sitios de América Latina, África y Asia donde no se usan condones se mantiene esa costumbre. En países poco desarrollados, donde la sanidad deja mucho que desear, cuando después de muchos partos la vagina está, la pobre, echa polvo, ensanchada, y hay prolapso de útero, se practica el coito anal. Pero muchas mujeres lo padecen, más bien, como castigo, humillación o venganza infligida por un misógino violento.
Según dice Morris en La mujer desnuda, la general aversión a la sangre que demuestra el sexo masculino lleva a muchos varones a practicar la penetración anal durante la menstruación –como si la caca fuera mejor que la sangre–, y también dice que, aunque el 50% de las mujeres occidentales han experimentado alguna vez el coito anal, sólo una de cada diez lo consideró lo bastante gratificante como para practicarlo con regularidad, y a mi me parecen muchas. Sin embargo, en Brasil un 40% de las parejas rurales y un 50% de las urbanas consideran el coito anal como parte normal de la sexualidad. También me parecen muchas.
Mi deber, como filósofa del sexo políticamente incorrecto, es largaros esta advertencia: aunque las autoridades competentes le den el beneplácito, el ano y el recto no son lugares recomendables para la penetración del pene. En términos biológicos, la actividad sexual en esos lugares es, de verdad de la buena, contra natura, y no porque lo diga el Papa, sino porque la naturaleza no los diseñó para eso. El primer inconveniente es un poderoso esfínter que cierra el paso firmemente y que está hecho para evacuar, no para recibir. Este músculo duele mucho cuando se fuerza, y puede ser distendido y roto por la penetración. La rotura es una cosa mala que hay que operar. He oído que en la Seguridad Social se hacen muchas operaciones de este tipo, especialmente a los homosexuales. ¿Se trata de una leyenda urbana? ¿Se pueden conocer cifras y coste?
Por otra parte, el ano no tiene un sistema de glándulas especializadas para lubricarlo, ni tampoco sufre modificaciones, como la vagina, para ayudar a la penetración. La mucosa del intestino carece, además, del revestimiento protector vaginal y es susceptible de padecer una ulceración traumática, que provoca una hemorragia considerable. Pero el problema más evidente es que en el intestino siempre hay caca, y eso, aparte de ser una ordinariez que resta todo encanto –salvo para los coprófilos–, produce infecciones por gérmenes cólicos, colibacilos, enterococos, y también puede transmitir el virus de la hepatitis y el sida. La protección sólo funciona si no se rozan los lugares periféricos honestos, que, encima de haber sido despreciados, no merecen ser castigados con vaginitis y cistitis.