Al principio andaba con comodidad y alegría por los extensos pastos, donde pacían cientos de vacas, pero pronto surgieron obstáculos: bajaban hacia el río algunos regatos fangosos que obligaban a dar rodeos, con el riesgo de hacerme perder la orientación. Para evitarlo me ceñí cuanto pude a la ribera, pero ésta se volvía más inaccesible a cada paso, pues la cubrían árboles inmersos en una maleza por fortuna no espinosa, pero casi inextricable. Al buscar los puntos de menor densidad seguía líneas quebradas, y constantemente tenía que apartar tallos y ramaje a golpes de palo o, a veces, bajando la cabeza y embistiendo con la mochila, de la que sobresalía el saco de dormir, en una penumbra agobiante, acaso como en las marchas de los exploradores españoles en América, o de Stanley en África.
Debí de andar así unas tres horas, y me di cuenta de que sólo había avanzado una fracción de lo calculado. Empezaba a anochecer y decidí echarme a dormir en un espacio arenoso de unos cuatro metros cuadrados junto al agua, envuelto en una maraña de plantas. De la otra orilla venían voces apagadas de niños y un hombre, lo cual me dio contento, pues tenía la impresión de haberme alejado inmensamente de mis congéneres. Me desnudé y entré en el agua, me restregué el cuerpo para quitarme el sudor y di unas cuantas brazadas. Al secarme comprendí mi error: me habían acribillado los mosquitos. Me metí rápidamente en el saco y procuré conciliar el sueño.
Ya era noche cerrada cuando me despabiló un rumor de gotas de lluvia entre las ramas. Hube de resolver: si seguía allí podía salir empapado, o peor todavía, si el río creciera e inundara mi arenoso lecho. Por otra parte, distaba mucho de hacerme feliz desandar lo andado, con toda la fatiga del día a cuestas.
En fin, me incorporé, tomé la mochila y embestí de nuevo la vegetación, esta vez alejándome de la corriente para llegar cuanto antes a los pastos. Por suerte, la jungla aquella era estrecha, y antes diez minutos la dejé atrás. Dejó de llover y podía orientarme bien, por la negra mancha de la maleza ribereña.
De pronto mi cansancio desapareció. Yo mismo me sorprendí de la ligereza de mi marcha, y es que, ciertamente, el miedo da alas. No temía a las vacas, tumbadas o de pie, cuyos bultos distinguía constantemente a un lado y otro. Claro está, si alguna de ellas bajaba la testuz y emprendía un airoso trotecillo en mi dirección, me habría causado bastante embarazo; pero las vacas son pacíficas, salvo si están recién paridas, y sería muy mala suerte ir a topar con una de éstas. Ahora bien, ¿y si había perros al cargo del ganado? Esto sonaba muy posible. El simple ademán de agacharse a coger una piedra solía calmar a los canes hostiles, pero el truco difícilmente funcionaría en la noche. Preferí no pensar y mover las piernas. Sentí verdadero alivio al divisar la línea de tejados de Garray, cosa de una hora después de emprender la vuelta.
La civilización, debe admitirse, tiene sus ventajas: fui a una fonda, tomé una ducha caliente y me abandoné a un sueño sin inquietudes. A la mañana siguiente noté el campo algo húmedo, pero el cielo estaba despejado, con escasas nubecillas. Entonces tomé la ruta de Cidones, Abejar y el pantano de La Cuerda del Pozo. Allí había estado mi compañera, siendo adolescente, en un campamento de verano, y de él guardaba buen recuerdo. Mentalmente le compuse un poemilla evocando su carácter risueño. Terminé la jornada en San Leonardo de Yagüe, habiendo hecho algún tramo a dedo.
Al otro día salí temprano rumbo a Ucero, una caminata deliciosa. Bajé la cuesta Galiana, y allí, al fondo, estaba el pueblecillo de aire intemporal, como de belén navideño, con la esbelta torre de su arruinada fortaleza en lo alto: a ella fui. Acampaban allí unos chavales de la Asociación de Amigos de los Castillos, al mando de dos instructores. Estaban tratando de despejar un obstruido pasadizo subterráneo que descendía hasta el río. Era el mediodía. Dejé el macuto junto a sus tiendas y bajé al pueblo, donde había fiesta. Para la ocasión, tienen costumbre de invitar a los forasteros a pan y a vino, el cual sirven en una antigua copa de plata. El vinillo, ligeramente dulce, me pareció bueno, y repetí abundantemente.
Después, con una mediana cogorza, me dirigí hacia la famosa ermita templaria de San Bartolomé, en la garganta del río Lobos, a unos cuatro kilómetros del pueblo. El pedregoso camino iba paralelo al río, sobre un suelo con matorrales, pequeñas sabinas, algunos pinos… A ambos lados, a cierta distancia, se alzan los murallones del cañón, de color blancuzco, con cientos de manchas oscuras que marcan entradas a cavernas. Planeaban los grandes buitres leonados y los grajos lanzaban sus agrias y breves carcajadas. De una cueva cercana al camino surgieron tres espeleólogos: si en algún sitio habían ocultado los templarios sus tesoros, pensé, debía de ser por aquellos andurriales.
La ermita se hallaba en un estrechamiento de la garganta, en un punto donde se desprendía del paredón izquierdo una especie de lienzo de muralla natural, con una oquedad en el centro. El pequeño edificio, románico-gótico, ofrece una estampa extraordinariamente sugestiva, misteriosa, en un paraje que no lo es menos. Pero ¿qué es lo que sugiere?
El río, en realidad un riachuelo de color verde por su abundante flora acuática, formaba a veces hoyas, y podía cruzarse a pie junto a la ermita, para pasar a la entrada de una cueva de dimensiones casi catedralicias. Llegué al lugar con la cabeza cargada por el vino, me senté a los pies de un gran olmo, pensé en la razón de que algunos sitios o construcciones despierten en nosotros emociones extrañas, como si tocaran puntos de nuestra psique semialetargados. Caí dormido mucho antes de dar con la respuesta.
Al despertarme, cosa de una hora después, vi que había llegado un grupo de turistas. Para espabilarme anduve más hacia el interior del cañón, y en una hoya me bañé; luego, un matrimonio francés me llevó en su coche hasta la carretera, al lado de Ucero. Y al apearme ¡me encuentro con los dos templarios de Numancia! Los saludé casi con júbilo. Sentados, como la primera vez y por la misma causa, no estaban en condiciones de ir a la ermita, pero quedamos en vernos luego en el castillo.
Al atardecer subí a buscarlos. Estaban aún en Ucero y tardaron en llegar.
– ¿Qué os parece una excusión hasta la ermita?
– ¿Ahora? Si es ya de noche…
– ¿Qué más da? Tanto mejor.
"Tanto mejor", porque una espléndida luna llena bañaba el paisaje con una luminosidad de otro mundo. Los convencí y nos pusimos en marcha. Noté que andaban despacio y de vez en cuando soltaban algún quejido.
– Tú llevas calzado grueso, pero nosotros nos hemos venido con estos tenis, tan ligeros… Las piedras es que se te clavan en los pies.
La luz lunar daba a los farallones un apagado brillo céreo y volvía el conjunto un tanto espectral. Croaban las ranas, y de vez en cuando se percibían rumores y movimientos entre las matas próximas.
– Oye, ¿no habrá lobos por aquí?
– ¡Qué va! No creo.
– Si se llama río Lobos será por algo…
– Sí, pero habrá sido en otros tiempos… Seguramente son zorros, o conejos.
Portaban una linterna voluminosa con la que iluminaban a larga distancia. Al acercarnos a la pequeña iglesia los oí cuchichear entre ellos.
– ¿Pasa algo?
Parecieron vacilar. No me gustó, e insistí.
– Bueno, explícaselo tú –dijo uno a su compañero.
– Verás, ¿te fijas en el rosetón ése de la ermita? ¿No le ves algo raro?
– ¿Qué tiene de particular?
– Pues que no forma una estrella normal de cinco puntas, con un pico hacia arriba y dos hacia abajo, sino al revés. La estrella con un pico hacia arriba simboliza el hombre armónico, pero puesta al revés es un símbolo satánico. ¡Imagina que encontrásemos por aquí a tíos locos de esas sectas satánicas, y más en una noche como ésta…!
Enfocaron la linterna en todas las direcciones, pero estábamos completamente solos. Luego entramos en la vasta cueva al otro lado del río y trepamos por su interior hasta donde se estrecha, impidiendo el paso. Tras merodear un poco por el entorno dimos la vuelta algo decepcionados, al menos yo. Todo aquello era muy sugestivo, ya digo, hacía vibrar cuerdas perdidas en nuestro interior, pero, en definitiva, ¿de qué se trataba?, ¿qué podía sacarse en claro?
Volvimos en silencio casi todo el tiempo. Las piedras de la senda agredían aún más a los dos amigos. Llegados al castillo, se metieron en su tienda de campaña, y yo elegí un espacio de hierba más o menos plano para pasar la noche, pero no había tal planicie, y en cualquier postura los huesos terminaban resintiéndose. A las pocas horas oí unos gritos apagados, algo así como cu-cu-cúuu, repetidos tres veces y respondidos por otros iguales, en distinto tono, como si hablasen entre sí. Los lugares de procedencia cambiaban.
"Serán lechuzas u otras aves nocturnas", supuse, y me vino a la memoria un relato de mi madre, de su infancia en un pueblo de León. Una noche un chico llamado Luis había bajado al huerto a hacer sus necesidades, y oyó unas raras voces entre los árboles. Asustado, escuchó atentamente y entendió: "¡Voy por Luis, que está cagando en el hortín! ¡Voy por Luis, que está cagando en el hortín!". Se subió los pantalones de cualquier modo y corrió despavorido a casa. La historia debió de pasar al folklore burlesco de la aldea.
Al amanecer me levanté destemplado. Varios chavales castillófilos estaban ya en pie.
– ¡Qué mala noche he pasado! ¡No he podido dormir nada!
– ¿Cómo que no? Yo tuve que levantarme, y menudos ronquidos pegaba usted…