(...) Los árboles del campus de Georgetown verdeaban en sus yemas y en las cada día más numerosas hojas que iban recubriendo sus hasta hace poco peladas ramas; los almendros y los prunos, más adelantados, se engalanaban con infinidad de flores blancas los unos y levemente teñidas de rosa los otros, muchos de cuyos pétalos formaban una alfombra junto a los troncos, blanqueando su sombra. Todo estaba muy claro, pero hacía frío.
Al otro lado de la cristalera, sentado en un mullido sillón de cuero gastado y agrietado por el uso de muchos años, un hombre fijaba sus ojos en todos esos detalles de la mañana, ajeno a su frío por virtud del buen sistema de calefacción que dejaba salir silenciosamente el aire por las rejillas del techo de la pequeña habitación. A su lado, una cama sin deshacer desde la noche anterior; apenas sí la almohada doblada sobre el cabecero de madera y la huella de que alguien había estado tumbado sin abrir siquiera el embozo; alguien que hubiese buscado un rato de reposo pero que a buen seguro no había conciliado el sueño; para atestiguarlo aún más, un cenicero rebosante de colillas de todos los tamaños, apagadas como con saña algunas y dejadas consumir no pocas, estaba sobre la mesilla, aún con la lámpara encendida, junto con varios libros y numerosas cuartillas a medio escribir o emborronadas, algunas de las cuales se desperdigaban también por el suelo, encima de la alfombrilla o bajo la cama.
Carlos Sonseca, arzobispo de Santiago de Compostela en España, cardenal de la Iglesia Católica, hacía girar entre los dedos de su mano izquierda el enésimo cigarrillo que había encendido en las últimas doce horas, de vez en vez se lo llevaba a los labios y aspiraba una bocanada de humo que de inmediato expelía sin tragar y sin saborear (...) Retiró la vista del paisaje para mirar el reloj de oro que adornaba su muñeca: aún faltaban casi dos horas para el acto (...)
Estrujó el pitillo en el cenicero de alabastro veteado que tenía en el alféizar de la ventana y asió con fuerza la cruz pectoral que colgaba de una cadena de plata desde su cuello. En ese momento era el único signo visible que lo identificaba como miembro de la jerarquía eclesiástica. (...)
(...)
El gesto de coger la cruz entre los dedos y alternativamente apretarla o acariciar con suavidad sus bordes, se había convertido para el cardenal Sonseca en un ademán estereotipado que se acompañaba de un cerrar los párpados en actitud de meditación y que se repetía cada vez con más frecuencia desde su ascensión, cinco años antes, a la dignidad de arzobispo de Santiago de Compostela y, dadas las permanentes circunstancias, Primado de España.
Unas circunstancias que seguramente ya no cambiarían nunca o al menos por muchas generaciones. Las mismas que habían convertido a Nueva York en el nuevo Vaticano, la catedral de San Patricio en el nuevo San Pedro, y aquel recinto de la universidad católica de Georgetown, a las afueras de Washington, en el lugar destinado para la elección de un nuevo Papa tras la muerte del anterior, Su Santidad Pío XIII, fallecido el día 1 de marzo en su residencia de la avenida Madison con la calle 57, a muy corta distancia de la espalda de San Pedro y en pleno centro de Manhattan.
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Pío XIII había gobernado la Iglesia Católica durante casi diez años y era el tercer pontífice del "destierro" neoyoquino. Nacido en Hungría medio siglo antes del comienzo de la Gran Crisis, Attile Tzor había sido arzobispo de Budapest, luego cardenal y sirvió más de una década en la Secretaría de Estado de su predecesor Clemente XV.
Su vida no fue nunca fácil desde el año aciago en que tuvo que abandonar precipitadamente su sede episcopal cuando la marea musulmana llegó al Danubio como lo hiciera seis siglos antes. Se refugió en Viena, luego pasó a Italia, a Roma, donde León XIV, último Papa romano de la nueva era, le confirmó en su puesto, si bien ahora como obispo in partibus infidelum, "en tierra de infieles". La vieja catedral de San Esteban en Pest, quedaba ya muy lejos; había sido durante centurias uno de los bastiones más orientales de la catolicidad; había sufrido intentos de convertirla en museo o, simplemente, de derribarla durante la dominación comunista que Hungría soportó más de cuatro décadas durante el sigo XX; y permaneció enhiesta mucho después, cuando la Europa de finales de aquel agitado siglo creyó vanidosa que se había asentado un nuevo orden mundial sin imaginar ni prepararse para lo que estaba por venir. Y ahora San Esteban, desacralizada in extremis, como tantas iglesias, era la mezquita mayor de Budapest.
Attile Tzor jamás olvidó Busapest y lloró, al igual que muchos católicos, clérigos o laicos, creyentes con más o menos fortaleza de fe, cuando se firmaron los Tratados de Washington en virtud de los cuales Europa quedó dividida en un sur musulmán y un norte cristiano, con unos límites casi trazados a cordel sobre los mapas en las mesas de los negociadores. Las Naciones Unidas se declaraban valedoras de los acuerdos y todos los países de un lado y otro reconocían la intangibilidad de las nuevas fronteras y renunciaban a la agresión mutua. "Nunca más la guerra será un medio de enfrentamiento entre dos culturas que han alcanzado por su expansión y vitalidad naturales sus máximos límites geográficos", según rezaba el artículo 25 de los Tratados. Por fin se había dejado caer sobre el escenario de Europa el telón de terciopelo que vaticinara años atrás un estudioso de la historia y de su filosofía.
Roma seguía siendo por veneración, pero sólo en la teoría y en el timbrado de los documentos pontificios, la cabeza de la Iglesia. Gobernada en lo espiritual por un vicario del Papa, su verdadero obispo en la tradición más que bimilenaria de la Iglesia Católica, había sido abandonada por toda la curia y por la gran mayoría de los organismos y congregaciones religiosas que llenaban antes no sólo el minúsculo Estado Vaticano, sino buena parte de las calles y principales edificios de la ciudad que durante siglos recibió el apelativo de Eterna. Perdidas sus connotaciones religiosas, Roma seguía siendo, sí, una ciudad importante en lo civil, todavía la capital administrativa del Estado italiano, segado a pocos kilómetros al sur, en el paralelo geográfico de Salerno, por una de aquellas líneas dibujadas en los despachos de Washington por políticos y asesores militares muy sabios, muy pragmáticos, muy deseosos de una paz también eterna, pero hueros de conciencia histórica aunque estaban dando otra vuelca de tuerca a la historia.
Mucho después, como miembro destacado de la Secretaría de Estado, Attile Tzor viajó por toda Europa y estuvo varias veces en Roma. Recorrió sus calles, aparentemente tan alegres y vivarachas como siempre, porque el gozo de vivir de los romanos no parecía haber decaído; eran más de veintiocho siglos en la sangre y en los genes viendo nacer y morir imperios, glorias y miserias, vanidades y humillaciones; mucho tiempo para extrañarse de nada y menos para ahogar la alegría de sentirse vivos entre los restos decrépitos del pasado. Attile rezó entonces en Letrán y en San Pablo Extramuros y en Santa María y, sobre todo, rezó en San Pedro, empequeñecido como un insecto bajo la descomunal bóveda de Miguel Ángel que parecía clamar al cielo tomando sobre sus piedras y las teselas de su mosaico el grito silencioso de tantos seres humanos. Y bajó a la cripta donde los huesos de cien papas hacen guardia a los del pescador Pedro. Pedro se asentó en la Roma del Imperio por ser la capital del mundo, aunque ese mundo fuese entonces hostil a su mensaje; y el nuevo Pedro lo había hecho en la nueva capital del nuevo Imperio, esa Nueva York no menos amedrentadora para quienes acudían allí desde todos los rincones de la tierra buscando aunque fuese sólo un rescoldo del poder, pero también el mejor altavoz para cualquier propuesta, para cualquier idea con vocación de hacerse universal.
NOTA: Este texto está tomado de las primeras páginas de EL TELÓN DE TERCIOPELO, novela de JOSÉ IGNACIO DE ARANA publicada por Grand Guignol.