El padre Confesor hace una pausa. Acomoda lomo y posaderas en el escaso y mullido sillón de su garita, y en la oscuridad apoya el codo izquierdo en la mínima baranda, situando su cabeza en posición de escucha, la mejilla en la palma de la mano, la frente rozando la celosía y listo a recibir los desvaríos del otro lado. La tarde no había ido mal, como de costumbre, y los deslices de sus feligreses, casi todos conocidos, y la mayoría buena gente en busca de su periódica puesta en paz, iban siendo reparados con palabras de aliento, cariñosos reproches y penitencias esperadas. Hasta hace unos minutos. Ocurría a veces. Muy de tarde en tarde, pero ocurría. Y entonces había de desplegar el magisterio acumulado en su experiencia y aprestarse al reto aguzando sus sentidos. Alguien atormentado en su conciencia se acercaba al confesionario y tras unas vueltas inconexas acababa superando el pudor y volcando en sus oídos las más extrañas confidencias. Rara vez el caso era preocupante, y solía corresponder a uno de dos grupos de atormentados. El primero, y más común, venía a ser de aquéllos con concepto de moral extraviado, incapaces de asumir el paso de los tiempos, y abundados de escaramuzas eróticas, las más de las veces imaginadas y en alguna infelizmente malogradas, indicios claros de lo pecaminoso de sus conductas. Los que conformaban el segundo –y que muchos años de paciente escucha e imposible comprensión lo hacían sentirse indefenso e incapaz en su abordaje– tenían que ver más bien con alguna disfunción de sus mentes. Los deponentes, que a esa sola cualidad reducía a los que de ese grupo acudían a él, podían ser portadores de insólitas historias; de sórdidos sueños, y, a veces, de estremecedoras confesiones que le hacían rebullirse en su sillón. No quería ni pensar en que hubiera algo de cierto en ellas, ahuyentando rápido de su cabeza cualquier pensamiento que de rondón en esa línea se colara.
– Hábleme, hábleme...
Pero no había nadie. Su deponente había desaparecido, sigilosamente. Rara cosa, porque la necesidad de contar sus desvaríos es en esa gente grande y poco condescendiente con el prójimo que, atado en su misión y confidencia, ha de recibir la esencia que destila su locura. Solo, pues, nuestro paciente escuchador, dedicó un tiempo a la reflexión inducido por la conducta del desconocido, ya ausente. Había recibido del mismo un torrente como de agravios mal digeridos, en escasos minutos, sin posibilidad de intervenir para normalizar exposición tan atropellada, aunque, repasando ésta ordenadamente ahora, le parecía ir encontrando su porqué. En efecto eran agravios los esparcidos, muchos y engrandecidos, que por antiguos debieran ser de los que el hombre asume y olvida cristianamente, como abono que fertiliza mansedumbre y resignación en los mismos surcos que el tiempo traza y después esculpe amorosa y pertinazmente en todos nuestros rostros. ¡Cuán dignos éstos cuanto más hendida su arrugada huella por vivida! Claro es que a veces no resulta del agravio la impunidad del injusto. Y el manso se pierde, sin remedio, en la locura. ¡Ah! Es que olvidan éstos que después de todo, un día serían recompensados con la fuerza necesaria para enervar sus brazos y que, en aquel momento, en aquel injusto lance en que el agravio clavó sus garras, se mantuvo ausente.
El padre Confesor, llegado a este punto, tembló.
¿No estaría, en virtud de su esclarecido análisis, ante una de esas realidades fuera del orden necesario por conveniente, ante una floración contra natura, ante una explosión incontrolada de formas tenebrosas, con profundas raíces, de gruesos tubérculos atiborrados de frustraciones y de ansias? ¡Oh, los mansos apartados del camino! Solamente la desgracia nos espera de la compensación urgente, de la exigente y justa compensación urgente que ponga traba a los injustos...
El desconocido Deponente, ajeno a su cualidad, abandonaba la oscura y serena iglesia catedral, caja de resonancia de los espíritus, atormentados o no, cayendo en casi la misma sombra de la tarde moribunda, la pared cercana a su andamiaje, y con las manos vacías. La levedad subía por sus brazos y, mientras caminaba, esa misma levedad aturdía sus sentidos, acostumbrados éstos al peso permanente de la justa compensación ausente.
El periódico Hechos Insólitos llenaba un cuarterón de su portada con una noticia insólita, como no podía ser menos. En la mañana del día anterior, la hermana Limpiadora, en su esmerado recorrido por las venerables piedras que en la iglesia catedral apagan el murmullo del pasar de los humildes, realzando al tiempo el repique orgulloso de los encofiados, encontró una bolsa junto al cajón labrado del padre Confesor, justo en el pequeño hueco que a su derecha evita que se apoye –el cajón– en una de las enormes columnas que sostienen el cielo inalcanzable. Un ligero hedor, no demasiado, como a casquería de mercado al final de la jornada, guió las manos de la hermana Limpiadora hasta la bolsa. Alguna moza, posiblemente descarriada, había olvidado su compra tras el acto de contrición, empeñada en cumplir su penitencia como es debido y en la certeza, como cada semana, de no volver a caer. Pero la curiosidad de la hermana Limpiadora, y el no saber qué hacer con la bolsa, determinó la inspección del contenido de la misma. En efecto, se trataba de casquería. Despojos. El porqué de aparecer en el periódico Hechos Insólitos como noticia destacada, en lugar de hacerlo con letra menuda en la sección de objetos perdidos, quedó claro unas líneas más abajo: eran despojos humanos. Y con más concreción, corazones humanos. El periódico Hechos Insólitos no aseguraba su número –especulaba entre tres y cuatro– pero sin embargo afirmaba que no habían sido separados de sus cuerpos de un modo profesional, tal que en autopsia o así; o sea, que habían sido arrancados. Se ignoraba quiénes eran los propietarios, tanto de la bolsa como de las vísceras, y se reclamaba la colaboración ciudadana para su localización, sin el ánimo, lógicamente, de restaurarles –a los propietarios, claro está– su pérdida.