![Caius Apicius - El rey del carnaval El cerdo es, no hay más que verlo, un animal inteligente; tiene cerebro, y lo usa. Pero no es el cerebro, precisamente, la parte más interesante de su cabeza: más bien, son sus alrededores los que suscitan nuestra devoción.](https://s.libertaddigital.com/images/trans.png)
Cabeza de cerdo... Ingrediente indispensable de las comilonas con que los gallegos solemnizan el Carnaval. Una mina de sabores, de texturas, una impresionante fuente de satisfacción. Estos días los escaparates de tascas, casas de comidas y, cómo no, hasta los establecimientos de delicatessen exhiben las correspondientes cabezas de gorrino, listas para ser cocinadas.
Carnaval es –lo lleva en el nombre– la exaltación de la carne; en otros tiempos, el Miércoles de Ceniza indicaba el principio de una abstinencia de carne que se prolongaba hasta el Domingo de Pascua. Y durante muchos siglos la carne, en España, en Europa, la proporcionaba el cerdo.
He de reconocer que la visión de una cabeza de cerdo no me suscita sensaciones agradables. Me impone verla así, enterita. Como me imponían, en mi niñez, las cabezas de cordero que mi abuela, castellana vieja, se llevaba de vez en cuando para su exclusivo solaz, porque nadie más en casa era aficionado a ellas.
Yo veía aquella cabeza asada e inmediatamente trataba de establecer una barrera visual entre ella y yo, colocando entre ambos todo lo que podía: la jarra de agua, la botella de vino... No podía soportar la mirada, nunca mejor dicho, de cordero degollado que imaginaba me dedicaba la cabeza ovina. Hoy, la verdad, sigo evitando esa cabeza, entera, lo que no impide que me encanten sus distintas partes una vez despiezada.
Con la del cerdo me ocurre lo mismo. Entera, me repele; dividida en parroquias, me encanta. No precisamente los sesos: prefiero, dónde va a parar, los de cordero. Ah, pero el entorno... ay, el entorno. Cuántas cosas ricas hay en una cabeza de cerdo.
La oreja, por ejemplo, aunque no acabe de fascinarme la textura del cartílago; la soporto en aras del sabor de las partes magras. Orejas simplemente cocidas, troceadas, como las ponen en tantas tascas gallegas que acaban siendo conocidas no por su nombre real sino como Bar Orellas. O las enharinadas y terminadas en la plancha, que no suelo perderme cuando deambulo por la calle del Laurel, en Logroño.
Las mejillas... ay, las mejillas, con su sabia y natural mezcla de tocino y magro, aperitivo del morro, o fuciño en Galicia, que encierra un sabor de otras edades, rotundo, delicioso... No sigo, pese a que hay quienes sostienen que en la cabeza del marrano hay nada menos que diecisiete sabores diferentes. No sé si tantos, nunca me he parado a contarlos; pero hay unos cuantos.
Escribo este artículo justo después de haberme embaulado un cocido gallego, más bien una laconada historiada, típico del domingo de Carnaval. Lacón, chorizos, tocino, costilla, cabeza de cerdo... y, claro, patatas y grelos. Es condumio para comer sin prisa pero sin pausa: no hay que dejar que se enfríe. Va uno alternando bocados, cambiando de sabores, mudando texturas... y se siente poco menos que el obispo Gelmírez o el mariscal Pardo de Cela, que no conocieron ni las patatas ni los chorizos teñidos de rojo por el pimentón.
Vino tinto, claro; uno, en esto del vino, no es para nada chovinista ni xenófobo, y suele regar su laconada con vino de La Rioja. Después, los postres clásicos del Carnaval gallego: unas filloas, primas hermanas de las crepes bretonas, unas orejas, deliciosa fruta de sartén... Una copita de un buen orujo cierra el festín. Y sale uno convencido de que el mundo es bueno, de que todo está en orden, de que las cosas son como tienen que ser.
Me parecen de perlas los desfiles carnavalescos en el sambódromo de Río, las maravillas del carnaval de Santa Cruz de Tenerife y hasta las chirigotas gaditanas; pero, para mí, el Carnaval se celebra en la mesa, y su rey es el cerdo, ese animal que fue el auténtico sustento de la Cristiandad.
Con el estómago vacío se piensa peor y se está de mal humor. Por eso, vivan las chanzas y transgresiones carnavalescas... pero venga antes el condumio, generoso y abundante, con el que los cristianos viejos se preparaban para el reinado del pescado cecial, del bacalao amojamado. En Carnaval, carne; y carne de gorrino. De toda su anatomía, que es sabido que el cerdo no tiene desperdicio.
Carnaval es –lo lleva en el nombre– la exaltación de la carne; en otros tiempos, el Miércoles de Ceniza indicaba el principio de una abstinencia de carne que se prolongaba hasta el Domingo de Pascua. Y durante muchos siglos la carne, en España, en Europa, la proporcionaba el cerdo.
He de reconocer que la visión de una cabeza de cerdo no me suscita sensaciones agradables. Me impone verla así, enterita. Como me imponían, en mi niñez, las cabezas de cordero que mi abuela, castellana vieja, se llevaba de vez en cuando para su exclusivo solaz, porque nadie más en casa era aficionado a ellas.
Yo veía aquella cabeza asada e inmediatamente trataba de establecer una barrera visual entre ella y yo, colocando entre ambos todo lo que podía: la jarra de agua, la botella de vino... No podía soportar la mirada, nunca mejor dicho, de cordero degollado que imaginaba me dedicaba la cabeza ovina. Hoy, la verdad, sigo evitando esa cabeza, entera, lo que no impide que me encanten sus distintas partes una vez despiezada.
Con la del cerdo me ocurre lo mismo. Entera, me repele; dividida en parroquias, me encanta. No precisamente los sesos: prefiero, dónde va a parar, los de cordero. Ah, pero el entorno... ay, el entorno. Cuántas cosas ricas hay en una cabeza de cerdo.
![Imagen tomada de www.chowhound.com.](http://www.libertaddigital.com/fotos/noticias/sucocidocarne.jpg)
Las mejillas... ay, las mejillas, con su sabia y natural mezcla de tocino y magro, aperitivo del morro, o fuciño en Galicia, que encierra un sabor de otras edades, rotundo, delicioso... No sigo, pese a que hay quienes sostienen que en la cabeza del marrano hay nada menos que diecisiete sabores diferentes. No sé si tantos, nunca me he parado a contarlos; pero hay unos cuantos.
Escribo este artículo justo después de haberme embaulado un cocido gallego, más bien una laconada historiada, típico del domingo de Carnaval. Lacón, chorizos, tocino, costilla, cabeza de cerdo... y, claro, patatas y grelos. Es condumio para comer sin prisa pero sin pausa: no hay que dejar que se enfríe. Va uno alternando bocados, cambiando de sabores, mudando texturas... y se siente poco menos que el obispo Gelmírez o el mariscal Pardo de Cela, que no conocieron ni las patatas ni los chorizos teñidos de rojo por el pimentón.
Vino tinto, claro; uno, en esto del vino, no es para nada chovinista ni xenófobo, y suele regar su laconada con vino de La Rioja. Después, los postres clásicos del Carnaval gallego: unas filloas, primas hermanas de las crepes bretonas, unas orejas, deliciosa fruta de sartén... Una copita de un buen orujo cierra el festín. Y sale uno convencido de que el mundo es bueno, de que todo está en orden, de que las cosas son como tienen que ser.
Me parecen de perlas los desfiles carnavalescos en el sambódromo de Río, las maravillas del carnaval de Santa Cruz de Tenerife y hasta las chirigotas gaditanas; pero, para mí, el Carnaval se celebra en la mesa, y su rey es el cerdo, ese animal que fue el auténtico sustento de la Cristiandad.
Con el estómago vacío se piensa peor y se está de mal humor. Por eso, vivan las chanzas y transgresiones carnavalescas... pero venga antes el condumio, generoso y abundante, con el que los cristianos viejos se preparaban para el reinado del pescado cecial, del bacalao amojamado. En Carnaval, carne; y carne de gorrino. De toda su anatomía, que es sabido que el cerdo no tiene desperdicio.
Porque, después de una comilona como la apuntada arriba, uno no necesita disfrazarse de nada. Al revés: se despoja uno de su traje de todos los días y deja asomar a ese hombre bueno, jovial y amable que todos llevamos dentro. Ese es el mérito del Carnaval, y no la máscara; ésa la llevamos puesta el resto del año.
© EFE