Aunque Ridley Scott se ha hartado de repetir que El Reino de los Cielos es una ficción y no un documental, las críticas por su falta de fidelidad histórica, tanto a la letra (los hechos) como al espíritu (las intenciones de los protagonistas), no se han hecho esperar. Un tanto exageradamente, el historiador Johathan Riley-Smith ha defendido que la película asume la versión de la historia que desearía el terrorista Osama ben Laden.
Realmente, Scott ha pretendido hacer una película contemporánea recurriendo a un tema clásico: la guerra contemplada desde una perspectiva de "rabiosa" actualidad pero situándola en un precedente histórico: la lucha entre cristianos y musulmanes en el siglo XII por Jerusalén. Por si alguien no se entera de su propósito político y didáctico, Scott coloca un superfluo cartel al final en el que se invoca la paz en la región.
Todas las cintas de Scott tienen un trasfondo filosófico importante. Estén situadas en el pasado, como Los duelistas, o en el futuro, como Blade Runner, las películas más ambiciosas de Scott combinan una gran fuerza visual con una voluntad de reflexión que las hacen ideales para los cinefórum.
Lamentablemente, la capacidad cinematográfica de Scott se ha diluido con el tiempo, y sus películas han adoptado una estructura más convencional y un ritmo más cansino. Lo que ha ganado en éxito de público lo ha perdido en capacidad de crear atmósferas cargadas y personajes complejos.
Con El Reino de los Cielos ha tocado fondo, en una carrera que se adivina puede llegar aún más bajo. No hay nada en esta aburrida historia de cruzados que no se hubiera visto antes. A partir de un guión chapucero, nos cuenta cómo el herrero Balian (Orlando Bloom) pasa de la noche a la mañana a convertirse en caballero andante, y de ahí a gran estratega militar, para volver a convertirse en un humilde herrero. El viaje a Tierra Santa lo realiza con el propósito de redimir una culpa que lo atormenta.
El título de la película refiere a la utopía de paz y concordia que habría intentado crear el rey leproso Balduino IV en la ciudad santa para las tres religiones del Libro. Como en el caso de la mítica paz de Al Ándalus, Scott fantasea con la improbable convivencia entre las religiones. En todo caso, el sueño de una alianza de civilizaciones, con el que juega ingenuamente el realizador, se va al traste porque el buen corazón no basta contra la maldad intrínseca de los que sienten palpitar dentro de sí la atracción del Poder Absoluto.
La lucha entre el Bien y el Mal que se plantea tiene un aspecto destacable. No se establece entre las diversas religiones enfrentadas: la distinción se traza en el interior de ellas. No hay lugar para el maniqueísmo, pero aun así el trazo es demasiado grueso. Se cargan las tintas contra los templarios y un clero sumido en la superstición y el fanatismo. No sucede como en El Señor de los Anillos, cuya complejidad se basa en que la línea de la sombra moral está en el interior de todos y cada uno de los personajes.
Los caracteres más atractivos resultan ser los secundarios: el rey Balduino, recreado de una forma muy hermosa, en contraste con su horrible enfermedad, y el príncipe kurdo de los musulmanes, Saladino. Pero Scott pasa de puntillas por el enfrentamiento entre ambos, hurtándonos así la problemática de dos individuos inteligentes y honestos enfrentados a un conflicto irresoluble.
Al no querer contemplar la posibilidad de que las guerras sean provocadas por algo más estructural que la simple benevolencia o malevolencia de algunas personas, el mensaje subyacente de Scott no es más interesante que las gastadas consignas del tipo "haz el amor y no la guerra" (que es a lo que se reduce este cruce banal de espadas ampulosas y frases melladas).
La referencia a El Señor de los Anillos no es baladí, ya que si es incomparable la construcción del conflicto en la adaptación de la obra de Tolkien, gana también por goleada la película de Peter Jackson en lo que a la acción refiere. Scott copia descaradamente el asedio a Jerusalén del asalto final en el abismo de Helm. Pero ni se acerca a la espectacularidad, suspense y coreografía, en las distancias largas y cortas, de la ya mítica batalla con que se cierra la saga del Anillo.
Han destacado la mayor parte de los críticos la falta de carisma de Orlando Bloom y la belleza de la francesa Eva Green. Siendo cierto, ninguno es relevante para la condena o salvación de una película concebida desde el inicio como un producto con intencionalidad política, la cual ha terminado por devorar el contenido cinematográfico. Mejor dicho, el deseo de Scott de hacer la intencionalidad política excesivamente evidente para que así fuese más “democrática”, más entendible por todo el mundo.
Aspectos tangenciales, pero asimismo molestos, son la recargada fotografía de John Mathieson y la música de Harry Gregson Williams, demasiado servicial. Rodada de manera similar a Gladiator, el gran éxito épico anterior de Scott, comienza también con un paisaje nevado de tonos azulados que, gradualmente, van tornándose más cálidos, hasta llegar a los anaranjados del desierto de Oriente. Las imágenes resultan vistosas, pero ni asombran ni seducen. Por cierto, gran parte de los exteriores se han rodado en diversos sitios de España: de Huesca a Córdoba, pasando por Ávila.
Con esta banal y falaz aproximación a uno de los choques básicos de la historia de Occidente, el enfrentamiento entre las tres grandes religiones monoteístas (aunque los judíos se han vuelto invisibles para el director inglés), se ha hecho un flaco favor al cine. De buenos sentimientos está empedrado el infierno cinematográfico.
El Reino de los Cielos. Director: Ridley Scott. Intérpretes: Orlando Bloom, Eva Green, Jeremy Irons, Liam Neeson. Calificación: superficial.