No es necesaria una exploración de la vitalidad desplegada en la lectura para reconocer que es el pueblo, el sencillo lector del pueblo llano, quien más goza la lectura. La lectura se vuelve vida [...] A este sencillo lector, no al de medio pelo, ni al semiculto ni al bibliófilo, va dirigido este libro (...) El lector que vive el libro, lo lee, y luego recuerda su goce, es el arquetipo buscado por quien les escribe. Gracias al ser humano vivimos en la imaginación y el sentimiento primero, y en la razón y el diálogo después, otros mundos, otras vidas, tan reales o ficticias como la nuestra. La doblez del ser humano, que otros llaman la dualidad del hombre, es satisfecha por ese doble placer que produce la lectura. Satisface con holgura tanto nuestra parte animal como racional. El empeño de la lectura nos hace vivir el libro elemental y primariamente, sensitivamente, y, más tarde, podemos deleitarnos con una comprensión intelectual, racionalmente.
Gaos explica este proceso con relativa sencillez: la forma primaria de vivir un amor es sentirlo y proceder en consecuencia; la de vivir a Dios o con Dios, creer en Él y rendirlo culto; la de vivir un paisaje o un cuadro, contemplarlo; la de vivir un libro, leerlo. Esta lectura animada por nuestra forma perceptiva y primaria de vivir nos introduce en un mundo que impide distinguir entre fuera y dentro; lo virtual es real y viceversa. Es la lectura que nos atrapa sin saber distinguir la realidad de la ficción. Vivimos el libro de forma irracional, o sea, leemos sin plantearnos pregunta alguna sobre el texto de la lectura. Vivimos y leemos sin preocuparnos "si somos lo que leemos" o, por el contrario, "leemos lo que somos". Esas preguntas son ajenas a la singularidad vital de la lectura.
Leer es como respirar. La vitalidad de la lectura es única. Empieza por el detenimiento y concentración que nos impone leer. Es como si tuviéramos que concentrar todas las fuerzas del cuerpo en la actividad, en realidad, en la entrega de ser otros. Es como si el cuerpo cediera toda su fuerza a la imaginación. Quien sigue leyendo, o sea, quien sigue empeñándose en imaginar otras vidas está doblando y hasta centuplicando la suya propia. La lectura se ofrece a todo el mundo como participación en una vida más grande. La lectura se sale del libro. Te da vida.
Leer, pues, es vivir más. He ahí las grandezas de la literatura, que no es en esencia sino palabras bien dichas que por lo bien dichas que están merecen ser definitivas en su género y, tal vez por eso, se escriben con la aspiración de repetirse. La otra parte de la lectura, la llamada racional, aspira a repetir esas palabras, o mejor, el lector aspira a hacerse merecedor de esas palabras. Sólo a quien es capaz de hacerlas suyas le cabe el honor de pronunciarlas para sí o para otros con la inteligencia que les presta el entendimiento. Palabras bien dichas, esto es, bendiciones, según el poeta Javier Campos, que dan la vida misma multiplicada.
Parece, pues, obvio que también existe la forma de vivir, de leer, el libro racionalmente, según exige la otra parte de eso que he llamado la doblez constitutiva del ser humano. También queremos vivir el libro, leerlo, con la razón y la palabra. No sólo leemos para nosotros, sino que pretendemos extender nuestro placer aconsejando lo leído a los amigos. No es mal criterio para seleccionar libros: leer sólo aquello que los amigos nos aconsejan. Es una señal inequívoca de amistad, de cariño, regalar un libro que nos ha gustado. Hay quien, además de regalar y aconsejar libros, disfruta dando noticias sobre los libros leídos. Es la voluptuosidad de la lectura, que puede conducirnos directamente a la tarea crítica. Es una manera de alargar el placer de la lectura a través de la escritura. E, incluso, hay algunos más osados, como sería mi caso, que escriben libros sobre libros con ánimo de transmitir que leer es un placer. ¿Placer? Sí, sin duda alguna, la lectura es un placer interior, que jamás podrá satisfacer la "sociedad" que sólo se preocupe de los placeres efímeros e inmediatos. Algo de todo esto hallará el lector en este libro, que no me atrevo a llamar de crítica, porque crearía más recelo que gozosa expectativa ante una novedad.
Este libro, ya palabra escrita y leída, sólo trata de perennizar el placer de la lectura, que conserva siempre el gozo que produce la buena conversación y el oír una voz bella. Espero, queridos lectores, que compartan conmigo la opinión del clásico sobre la fruición que nos producen los libros. Fue Montaigne, el filósofo francés amante de la buena vida, quien mantuvo que del trato con los amigos, las mujeres y los libros son últimos los que mejor parados salen. Grandes placeres nos dan los tres, pero, a juicio del sabio escéptico, el tercer trato es incomparable con los otros dos, porque aquéllos son fortuitos y dependen de circunstancias incontrolables.
El uno, el trato con los amigos, es enojoso por ser tan raro; el otro, la relación con las mujeres o los hombres, ájase con la edad. Ninguno de los dos, al fin y al cabo, saciaría las necesidades de una vida como puede hacerlo el libro. La relación vital con los libros siempre es más segura, más nuestra, más íntima. Los libros nunca nos ponen mala cara. Es como hallar un amigo, pero sin necesidad de molestarlo, inquirirlo o importunarlo. Leer es un placer cierto. O leemos por placer o no leemos. El libro te dice cosas, te aconseja, te consuela, te distrae. El libro te da todo y no te pide nada. Te hace vivir más intensamente y no te requiere jamás.
Sin embargo, cualquiera que me esté leyendo, cualquiera de ustedes que conozca y sienta, de verdad, el poderío que sobre nuestra alma produce la genuina amistad y el trato con el otro sexo dirá que las ventajas de esas dos formas de relación o "comercio" humano están muy por encima del contacto que tenemos con los libros. Sin duda, las ventajas naturales de la amistad y el amor son obvias; acaso por eso, el libro, la especial relación que se establece entre el hombre y el libro, le entrega en prenda al amor y a la amistad esas ventajas naturales. Carnales. Entrega, sí, cede esa prenda primaria, carnal, al amor y la amistad para que éstos jamás le sustraigan al hombre el placer de la lectura. El placer de tratar con los libros. Éste se reserva para sí la "constancia y la facilidad de su servicio".
Son ahora, por el contrario, los placeres contingentes del amor y la amistad los que ceden en prenda al libro la seguridad, la fidelidad permanente, para que éste jamás se interponga en los amores fortuitos. Prenda por prenda. Placer por placer. El placer de la lectura no desmerece, pues, a las otras dulces compañías que dulcifican la vida del espíritu. El libro acompaña todas nuestras andaduras y siempre nos asiste. Montaigne no lo duda: el trato con el libro, el placer de la lectura, "consuélame en la vejez y en la soledad. Me libra del peso de una ociosidad tediosa; y me salva en todo momento de las compañías que me resultan enojosas. Lima los pinchazos del dolor, si no es del todo extremo y dueño absoluto de mí. No hay como recurrir a los libros para distraerse de un pensamiento inoportuno; desvíanme fácilmente hacia sí, ocultándomelo. Y además, no se enfadan por ver que sólo los busco a falta de otros placeres más reales, más vivos y naturales; siempre me reciben con buena cara".
[...]
Nadie busque en estas páginas algo parecido a la crítica literaria al uso. Tampoco hallará el lector una síntesis introductoria a un autor o a una obra. Mis noticias escritas son sólo una invitación a la lectura, que pretende seguir la sugerencia que me dio Carlos Herrera al iniciar mi colaboración: "Por favor, amigo, ayúdame a quitarle el miedo a los libros", y eso es lo que trato de hacer cuando intervengo en su programa. Del mismo modo que hay programas de radio que dan miedo, también hay libros que no se leen por pura jindama. No sé si he conseguido lo que me sugería mi anfitrión, pero este libro es una prueba escrita de lo dicho en antena.