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MEMORIAS ERRÁTICAS

El paso de la frontera cerrada

Y ahora había que desandar lo andado. Se iba a cumplir el año de validez de mi billete de avión y, si no quería perder la vuelta, debía poner rumbo a Lima, donde me esperaba, confiaba yo, el ticket para Berlín, Tempelhof. En Colombia apenas quedaban trenes de pasajeros, pero había uno que recorría el valle del río Magdalena y ascendía a las montañas donde se asentaba Bogotá.

Y ahora había que desandar lo andado. Se iba a cumplir el año de validez de mi billete de avión y, si no quería perder la vuelta, debía poner rumbo a Lima, donde me esperaba, confiaba yo, el ticket para Berlín, Tempelhof. En Colombia apenas quedaban trenes de pasajeros, pero había uno que recorría el valle del río Magdalena y ascendía a las montañas donde se asentaba Bogotá.
Vista panorámica de Bogotá.
A él subimos el italiano y yo. Y a paso de peregrino fuimos culebreando por la selva, entretenidos por la conversación de un viajero que se decía karateka, pero que tal vez fuera sólo un espectador fascinado por la recién estrenada Karate Kid.
 
En Bogotá hacía frío. Lo agradecí después de la insolación que había cogido caminando a pleno sol por los campos de Aracataca. Nos alojamos en una zona de callejuelas estrechas y edificios ennegrecidos. La pensión no había cambiado los muebles, las cortinas de lazo y las pantallas rizadas desde los años 50. Por la calle, la gente parecía huidiza. Los bares cerraban pronto. Francesco, que conocía la ciudad, andaba con cuatro ojos, como si pudiera haber un atracador a la vuelta de cada esquina. Yo no me quedaría para verlos. Nos teníamos que despedir allí.
 
A falta de trenes, Colombia disponía de buenos autobuses. Sólo que las carreteras, a merced de los caprichos meteorológicos, no colaboraban con los chóferes. De Bogotá a Ipiales, junto a la frontera de Ecuador, tardamos veinticuatro horas. No tanto si se consideraba que era una gira por diferentes climas y altitudes. A pocas horas de la Bogotá otoñal, caímos en el valle caluroso que alojaba a Girardot, la ciudad con más piscinas del país. Pasamos luego bajo la mismísima Nariz del Diablo. Tomamos un sinfín de curvas entre montañas rocosas, abismos y ríos. Y al final de la noche apareció Cali con sus calles desiertas y sus torres iluminadas. En la terminal, un negro del Chocó pedía dinero porque le habían robado su equipaje aquella mañana.
 
Después, ya fue directo al sur: Santander, Popayán, Pasto e Ipiales. Fue en Pasto donde empezó a correr el rumor de que la frontera con Ecuador se había cerrado. La razón parecía aún más inverosímil: estaba a punto de recibir una visita del Papa. ¿Cómo iban a cerrar la frontera justo entonces? En Ipiales lo inverosímil comenzó a ser probable. Se decía que ecuatorianos y colombianos habían abandonado sus puestos fronterizos respectivos. También se rumoreaba que sólo impedían el paso a los coches, y que la gente que iba a pie estaba pasando. Gran confusión.
 
En el puente de Rumichaca, que separaba a unos de otros, se ventilaba el asunto. Un tropel de gente se agolpaba allí tratando de convencer a los soldados de una y otra parte. Del lado colombiano, un hombre del DAS se negó a autorizarme la salida mientras Ecuador no me garantizara la entrada. Había que hablar con el lado ecuatoriano. Un cabo de los que guardaban la barrera ecuatoriana me dejó pasar a la oficina de Inmigración. La puerta estaba cerrada, y dos mujeres allí sentadas me dijeron que nones, que no se pasaba.
 
Una calle de Otavalo.Pensé en coger un taxi de los apostados por la zona a la espera de viajeros que bajaban de los buses, pero sin el sello de entrada en Ecuador no me dejarían salir luego del país hacia Perú. Así era la historia, de sello en sello. Al cabo de unas horas se abrió la puerta de la oficina. Tras exponer lo perentorio de mi caso, un funcionario con título de canciller tuvo a bien concederme 48 horas de visado. Los colombianos, entonces, me dejaron partir.
 
En cuanto salí de Colombia empecé a lamentarlo, y, como para mortificarme, el chofer de la buseta de Tulcán a Otavalo se dedicó a poner vallenatos (o ballenatos; yo prefiero vallenatos). Volvieron a sonar los acordeones y las voces graves de los Hermanos Zulueta, con su '039'. "Cuando yo vivía viajando, viajaba con mi morena… se la llevó un maldito carro allá por la carretera…039, 039, 039 se la llevó". Me había ido de Colombia sin averiguar aquel misterio. No sabía qué significaba el 039. ¿Tenía que ver con la policía? Una mujer que iba sentada detrás de mí intentaba convencerme de que le ayudara a pasar el contrabando.
 
Otavalo seguía sumido en el sueño eterno de los volcanes apagados. Como frutos del descanso dominical, habían caído sobre el piso del puente un par de hombres. Una mujer lloraba junto a uno de los tumbados por el trago. Los indios no aguantaban el alcohol. Visité a mis amigos del pueblo por última vez y salí para Quito. Mis postreras visiones de la capital ecuatoriana fueron una pintada en un muro: "Gloria al inmortal marxismo-leninismo"; y la riña de un señor a la gallina que llevaba metida en una bolsa. Cuarenta y ocho horas de visa no daban para más.
 
Montañas, niebla, lluvia y, al fin, la costa y Tumbes, primera localidad peruana tras la frontera. Unos niños que jugaban al fútbol con una piedra la lanzaron con alevosía y me dieron en la tibia. Cojeando subí al siguiente autobús. Mi compañero de asiento era un colombiano joven que llevaba el pelo al cero. Resultó ser un hare-krishna de paisano. Antes había sido soldado. No le había gustado la experiencia. Ahora iba a casarse con otra hare-krishna, un matrimonio concertado por la comunidad.
 
Y allí estaba Lima, casi un año después de mi primera visita. Igual, pero distinta. Me pareció más habitable. Hasta encontré la vieja pensión donde había estado con Jan espaciosa y cómoda. En las oficinas de Cubana de Aviación tuve, al fin, la certeza de que el billete robado en Quito me había sido restituido. Podía volver a Europa. Y no lo hacía sin ganas, aunque no sabía qué haría allí. Más o menos aprendidas las artes de hacer pendientes y collares, supuse que podría valerme de ellas para ganarme algún dinero en Berlín.
 
Había en Lima un mercado dedicado a las piedras semipreciosas, y allí pasé los últimos días en Perú. Con un pequeño cargamento de turquesas, lapislázulis, ópalos, cuarzos, amatistas y ágatas, embarqué el 7 de febrero en el avión cubano. Esta vez no habría escala de varios días en La Habana. Aquel era un viaje directo de la tibieza limeña al crudo invierno berlinés.
 
 
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