Mucha gente del sector cree que el orgasmo femenino, como está disociado de la reproducción, no puede ser una adaptación, es decir, no surgió para responder a una presión evolutiva, sino que, al igual que ya habían dicho con respecto al clítoris, se trataría de un regalo de la sexualidad masculina, de la cual es deudor como rasgo vestigial. Es decir, simplemente sería un efecto no buscado de la evolución. Desmond Morris, en El mono desnudo, ni siquiera le da categoría de regalo: sería "un fenómeno tomado prestado del macho que se desencadena como reacción a la presión ejercida en la región del clítoris por el abultado tamaño del pene". Eso de que te presten el orgasmo es una gentileza, pero me encanta, sobre todo, lo de "el abultado tamaño del pene", y una ve cabalgando a lo lejos la varonil autocomplacencia del sabio que antes que sabio es hombre y aprecia a su voluminoso amiguito, el de la bragueta.
Evolucionistas como Stephen Jay Gould y Donald Symons sostienen, igual que Morris, que el orgasmo femenino no surgió como una adaptación sino que es un efecto no buscado surgido durante la evolución a partir de las estructuras y el sistema nervioso de la sexualidad masculina. Sin embargo, son más realistas que Morris y tachan de ingenuos a los que creen que el orgasmo clitoridiano es una consecuencia de la estimulación que ejerce el pene durante el coito, cuando de hecho no existe tal armonía pélvica entre los órganos sexuales femeninos y masculinos.
Pero hay expertos que piensan que es posible que el orgasmo femenino sea una adaptación. Según un zoólogo llamado John Alcock, el orgasmo femenino sirve para algo, aunque ese algo no tiene por qué ser el mismo algo para lo que sirve el orgasmo masculino. Según Alcock, el fracaso de las hembras para alcanzar un orgasmo frecuente y predecible, como el de los machos, no excluye que éste posea una función adaptativa. La posición de coito ventral, en la que el hueso púbico masculino estimula la zona del clítoris hace posible alcanzar el orgasmo "aunque sea sólo a veces". Así que ahora no es el abultado tamaño del pene, sino el hueso púbico masculino. Gracias mil, pero si el orgasmo tuviera una función adaptativa, no se provocaría mediante huesos ni zarandajas.
Sin embargo, eso de "sólo a veces" es importante, y da pie para que, siguiendo con esta conjetura, mencionemos a Glen Wilson, que es el autor de la teoría de la recompensa intermitente, que elaboró echando mano de los experimentos de psicología del comportamiento en los que se descubrió que, en los trabajos de laboratorio, los animales reaccionan mejor cuando el premio no es seguro. Así, si nuestras antepasadas hubieran tenido una rara experiencia orgásmica, se verían impulsadas a intentar el coito una y otra vezpara probar suerte. Y eso sería bueno para su fertilización. Wilson compara este comportamiento con una adicción al juego.
La teoría de la recompensa intermitente tiene en su contra la evidencia de que las hembras de las demás especies, sin otra posibilidad que el coito, jamás tienen una experiencia orgásmica y no pasa nada. Además, la adicción al sexo se puede dar, de todas maneras, sin haber experimentado nunca un orgasmo. Es más, la ninfomanía, lo mismo que la conducta de celo, está relacionada con la insatisfacción.
Se ha sugerido que el orgasmo en la hembra humana es una adaptación estrechamente relacionada con la postura erguida, porque si quedaba insatisfecha se ponía en marcha y el semen se perdía; mientras que si tenía un orgasmo se quedaba tumbada junto a su pareja y concedía a los espermatozoides la oportunidad de alcanzar el óvulo. Esta conjetura da por hecho que las mujeres tienen habitualmente orgasmos como consecuencia del coito, y eso es mucho decir. Por otra parte, si levantarse significara perder el semen, el control de la natalidad sería sencillísimo. Un paseo por el pasillo evitaría ponerse ciega de píldoras.
Pero, fijaos bien en esta disyuntiva: si la hembra sigue excitada, se levanta y pierde –supuestamente– el semen del primer macho, puede, en cambio, ganar el semen de todos los demás, lo que aumentaría sus posibilidades de embarazo. Pero si se queda con el primero, tenga o no tenga orgasmo, gana un marido. La monogamia tiene la cualidad de limitar la sexualidad de cada miembro de la pareja a la del otro. Así que, satisfecha o no, una vez establecida la monogamia, ¿para qué serviría, desde el punto de vista biológico el orgasmo femenino?
Pues no serviría para nada en ningún caso. Pero, desde luego, el orgasmo femenino no es un fenómeno prestado del macho. Lo siento, chicos, pero es que no hace falta.
Aunque a los científicos, en ocasiones, los árboles no les dejan ver el bosque, lo cierto es que los tejidos y órganos asociados a la excitación sexual y al celo son los mismos que están implicados en el orgasmo. Y son femeninos. La posibilidad de obtener satisfacción sexual siempre estuvo ahí, implícita en el sistema nervioso de las hembras de los mamíferos. Pero como el celo es un fenómeno escaso en la vida de una hembra, el orgasmo puede entrar en conflicto con la fertilidad porque reduce la tensión sexual. Por otra parte, a los machos no les conviene que las hembras tengan orgasmos. Si los tuvieran antes que ellos, se desharía el encuentro sin eyaculación. Por eso la satisfacción de las hembras parece cuidadosamente evitada por la naturaleza durante el coito y eso las vuelve, literalmente, insaciables cuando están receptivas.
Pero la hembra humana abandonó la promiscuidad, se volvió monógama, perdió el celo, prefirió el coito frontal y gestionó su sexo a la manera humana. Así se desarrolló, en algunas sociedades, una cultura de exploración sexual que hizo posible el cultivo del orgasmo.
Evolucionistas como Stephen Jay Gould y Donald Symons sostienen, igual que Morris, que el orgasmo femenino no surgió como una adaptación sino que es un efecto no buscado surgido durante la evolución a partir de las estructuras y el sistema nervioso de la sexualidad masculina. Sin embargo, son más realistas que Morris y tachan de ingenuos a los que creen que el orgasmo clitoridiano es una consecuencia de la estimulación que ejerce el pene durante el coito, cuando de hecho no existe tal armonía pélvica entre los órganos sexuales femeninos y masculinos.
Pero hay expertos que piensan que es posible que el orgasmo femenino sea una adaptación. Según un zoólogo llamado John Alcock, el orgasmo femenino sirve para algo, aunque ese algo no tiene por qué ser el mismo algo para lo que sirve el orgasmo masculino. Según Alcock, el fracaso de las hembras para alcanzar un orgasmo frecuente y predecible, como el de los machos, no excluye que éste posea una función adaptativa. La posición de coito ventral, en la que el hueso púbico masculino estimula la zona del clítoris hace posible alcanzar el orgasmo "aunque sea sólo a veces". Así que ahora no es el abultado tamaño del pene, sino el hueso púbico masculino. Gracias mil, pero si el orgasmo tuviera una función adaptativa, no se provocaría mediante huesos ni zarandajas.
Sin embargo, eso de "sólo a veces" es importante, y da pie para que, siguiendo con esta conjetura, mencionemos a Glen Wilson, que es el autor de la teoría de la recompensa intermitente, que elaboró echando mano de los experimentos de psicología del comportamiento en los que se descubrió que, en los trabajos de laboratorio, los animales reaccionan mejor cuando el premio no es seguro. Así, si nuestras antepasadas hubieran tenido una rara experiencia orgásmica, se verían impulsadas a intentar el coito una y otra vezpara probar suerte. Y eso sería bueno para su fertilización. Wilson compara este comportamiento con una adicción al juego.
La teoría de la recompensa intermitente tiene en su contra la evidencia de que las hembras de las demás especies, sin otra posibilidad que el coito, jamás tienen una experiencia orgásmica y no pasa nada. Además, la adicción al sexo se puede dar, de todas maneras, sin haber experimentado nunca un orgasmo. Es más, la ninfomanía, lo mismo que la conducta de celo, está relacionada con la insatisfacción.
Se ha sugerido que el orgasmo en la hembra humana es una adaptación estrechamente relacionada con la postura erguida, porque si quedaba insatisfecha se ponía en marcha y el semen se perdía; mientras que si tenía un orgasmo se quedaba tumbada junto a su pareja y concedía a los espermatozoides la oportunidad de alcanzar el óvulo. Esta conjetura da por hecho que las mujeres tienen habitualmente orgasmos como consecuencia del coito, y eso es mucho decir. Por otra parte, si levantarse significara perder el semen, el control de la natalidad sería sencillísimo. Un paseo por el pasillo evitaría ponerse ciega de píldoras.
Pero, fijaos bien en esta disyuntiva: si la hembra sigue excitada, se levanta y pierde –supuestamente– el semen del primer macho, puede, en cambio, ganar el semen de todos los demás, lo que aumentaría sus posibilidades de embarazo. Pero si se queda con el primero, tenga o no tenga orgasmo, gana un marido. La monogamia tiene la cualidad de limitar la sexualidad de cada miembro de la pareja a la del otro. Así que, satisfecha o no, una vez establecida la monogamia, ¿para qué serviría, desde el punto de vista biológico el orgasmo femenino?
Pues no serviría para nada en ningún caso. Pero, desde luego, el orgasmo femenino no es un fenómeno prestado del macho. Lo siento, chicos, pero es que no hace falta.
Aunque a los científicos, en ocasiones, los árboles no les dejan ver el bosque, lo cierto es que los tejidos y órganos asociados a la excitación sexual y al celo son los mismos que están implicados en el orgasmo. Y son femeninos. La posibilidad de obtener satisfacción sexual siempre estuvo ahí, implícita en el sistema nervioso de las hembras de los mamíferos. Pero como el celo es un fenómeno escaso en la vida de una hembra, el orgasmo puede entrar en conflicto con la fertilidad porque reduce la tensión sexual. Por otra parte, a los machos no les conviene que las hembras tengan orgasmos. Si los tuvieran antes que ellos, se desharía el encuentro sin eyaculación. Por eso la satisfacción de las hembras parece cuidadosamente evitada por la naturaleza durante el coito y eso las vuelve, literalmente, insaciables cuando están receptivas.
Pero la hembra humana abandonó la promiscuidad, se volvió monógama, perdió el celo, prefirió el coito frontal y gestionó su sexo a la manera humana. Así se desarrolló, en algunas sociedades, una cultura de exploración sexual que hizo posible el cultivo del orgasmo.