No es una sencilla reedición, sino una versión bastante distinta, fruto, según Azcona, de un accidente informático. Uno, qué quieren que les diga, se queda, sin ninguna duda, con la versión de 1955; pero la del 2005, aparte de introducir algunos personajes que no existían hace cincuenta años, aporta una serie de curiosos datos sobre la dieta reinante en la familia del niño Vicente.
En 1955, la comida del mediodía de los padres de Vicente consistía en "un plato de cosas cocidas, otro de cosas fritas y otro de cosas crudas, a saber: patata, huevo y plátano". Ahora, esa dieta parece más variada, ya que se nos informa de que alternan las acelgas con las espinacas y la pescadilla de ración con la carne de pescuezo; eso sí, en Cuaresma sólo comen bacalao; pero los demás jueves del año se solazan con cocido madrileño, y los domingos con arroz con conejo. Algo hemos ganado.
Lo que sigue igual es la precaución que adopta doña Victoria, madre de Vicente, cada vez que su retoño es invitado a comer: "su madre le administraba una fuerte dosis de tubérculo (patata) cocido siempre que salía a comer fuera de casa; así, Vicente, a la hora de demostrar su educación rechazando manjares y manifestando su moderación, lo hacía de maravilla".
Y quién no, si antes le han atiborrado de patatas cocidas. El pobre Vicente pasa así casi en blanco la cena de Nochevieja en casa de su 'amigo' Gregorito (1955) y el santo -'onomástica', puntualiza Vicente- de ese mismo amigo (2005), en el que se sirven percebes y paella de bogavante. Y es que las patatas cocidas seguramente no engordan, pero llenar... ya lo creo que llenan.
Pero en sus dosis justas y oportunas, a poco buenas que sean las patatas, son una cosa bien rica, una de las mejores guarniciones posibles. Para un pescado al vapor, o cocido por cualquier otro procedimiento, nada mejor; una buena lubina cocida en su punto, escoltada por unas patatas cocidas, sin más adorno que un hilo de aceite virgen... memorable. Como una patatita cocida según arte junto a un buen lenguado a la parrilla; al pescado, aunque sea frito, le van mucho mejor las patatas cocidas que las fritas.
Por supuesto, hay patatas cocidas y patatas cocidas. Y no es que cocer unas patatas requiera un 'master' en Harvard, no; pero tiene sus cositas. Una cosa es una patata cocida en agua con sal, sin más, veinte minutos, y otra muy diferente son esas patatas cocidas, pero historiadas, que son las papas arrugadas canarias o los cachelos gallegos.
Cuando una patata cocida es buenísima, puede acabar incluso haciéndose con el protagonismo del plato; no olvidemos que la patata cocida absorbe muy bien jugos y salsas, y se impregna fácilmente de sabores ajenos. Es, claro, importantísimo seleccionar la variedad de patata que vamos a cocer, y no lo es menos darle el punto de cocción exacto: una patata bien cocida ni es una piedra ni se despachurra al primer contacto con el tenedor.
A mí me gustan mucho, además de las papas arrugadas de las que disfruto todo lo que puedo cada vez que voy a Canarias, las patatas cocidas con su piel, en agua con una razonable cantidad de sal y en la que, por casualidad, haya caído una hoja, tal vez sólo media, de laurel. Todo lo que me molesta el laurel en el marisco me gusta en la patata.
No vayan a pensar ustedes que abundan en los libros de cocina recetas de patatas cocidas; seguramente es algo que los autores daban por sabido. La 'Marquesa de Parabere', naturalmente, da su fórmula, complicada como todas las suyas, ya que prescribe que, si las patatas no son nuevas y pequeñitas, hay que pelarlas y cortarlas en trozos ovalados 'de cinco centímetros de largo por tres de ancho'. Luego abunda en explicaciones sobre cantidad de sal, tiempo de cocción, acabado -al vapor o al horno-... Muy 'Parabere', todo ello.
De todos modos, y reconociendo los muchos encantos de las patatas cocidas consideradas como guarnición, no puedo sino compadecer al pobre Vicente: un plato de patatas cocidas sin más alegría que la sal que se les haya puesto no es, precisamente, un manjar demasiado apetecible. Si al menos le pusieran un chorrito de aceite virgen, la cosa tendría un pase; pero en plan puro y duro... lo dicho: pobre Vicente.
En 1955, la comida del mediodía de los padres de Vicente consistía en "un plato de cosas cocidas, otro de cosas fritas y otro de cosas crudas, a saber: patata, huevo y plátano". Ahora, esa dieta parece más variada, ya que se nos informa de que alternan las acelgas con las espinacas y la pescadilla de ración con la carne de pescuezo; eso sí, en Cuaresma sólo comen bacalao; pero los demás jueves del año se solazan con cocido madrileño, y los domingos con arroz con conejo. Algo hemos ganado.
Lo que sigue igual es la precaución que adopta doña Victoria, madre de Vicente, cada vez que su retoño es invitado a comer: "su madre le administraba una fuerte dosis de tubérculo (patata) cocido siempre que salía a comer fuera de casa; así, Vicente, a la hora de demostrar su educación rechazando manjares y manifestando su moderación, lo hacía de maravilla".
Y quién no, si antes le han atiborrado de patatas cocidas. El pobre Vicente pasa así casi en blanco la cena de Nochevieja en casa de su 'amigo' Gregorito (1955) y el santo -'onomástica', puntualiza Vicente- de ese mismo amigo (2005), en el que se sirven percebes y paella de bogavante. Y es que las patatas cocidas seguramente no engordan, pero llenar... ya lo creo que llenan.
Pero en sus dosis justas y oportunas, a poco buenas que sean las patatas, son una cosa bien rica, una de las mejores guarniciones posibles. Para un pescado al vapor, o cocido por cualquier otro procedimiento, nada mejor; una buena lubina cocida en su punto, escoltada por unas patatas cocidas, sin más adorno que un hilo de aceite virgen... memorable. Como una patatita cocida según arte junto a un buen lenguado a la parrilla; al pescado, aunque sea frito, le van mucho mejor las patatas cocidas que las fritas.
Por supuesto, hay patatas cocidas y patatas cocidas. Y no es que cocer unas patatas requiera un 'master' en Harvard, no; pero tiene sus cositas. Una cosa es una patata cocida en agua con sal, sin más, veinte minutos, y otra muy diferente son esas patatas cocidas, pero historiadas, que son las papas arrugadas canarias o los cachelos gallegos.
Cuando una patata cocida es buenísima, puede acabar incluso haciéndose con el protagonismo del plato; no olvidemos que la patata cocida absorbe muy bien jugos y salsas, y se impregna fácilmente de sabores ajenos. Es, claro, importantísimo seleccionar la variedad de patata que vamos a cocer, y no lo es menos darle el punto de cocción exacto: una patata bien cocida ni es una piedra ni se despachurra al primer contacto con el tenedor.
A mí me gustan mucho, además de las papas arrugadas de las que disfruto todo lo que puedo cada vez que voy a Canarias, las patatas cocidas con su piel, en agua con una razonable cantidad de sal y en la que, por casualidad, haya caído una hoja, tal vez sólo media, de laurel. Todo lo que me molesta el laurel en el marisco me gusta en la patata.
No vayan a pensar ustedes que abundan en los libros de cocina recetas de patatas cocidas; seguramente es algo que los autores daban por sabido. La 'Marquesa de Parabere', naturalmente, da su fórmula, complicada como todas las suyas, ya que prescribe que, si las patatas no son nuevas y pequeñitas, hay que pelarlas y cortarlas en trozos ovalados 'de cinco centímetros de largo por tres de ancho'. Luego abunda en explicaciones sobre cantidad de sal, tiempo de cocción, acabado -al vapor o al horno-... Muy 'Parabere', todo ello.
De todos modos, y reconociendo los muchos encantos de las patatas cocidas consideradas como guarnición, no puedo sino compadecer al pobre Vicente: un plato de patatas cocidas sin más alegría que la sal que se les haya puesto no es, precisamente, un manjar demasiado apetecible. Si al menos le pusieran un chorrito de aceite virgen, la cosa tendría un pase; pero en plan puro y duro... lo dicho: pobre Vicente.
© EFE