Aunque al principio se puede usted esperar lo peor, cuando, mientras el impuntual público termina de tomarse las últimas cervezas y se digna sentarse a ver la representación, lee en el programa de mano:
¿Qué nos convierte en una sociedad moderna, más allá del paso del tiempo y los adelantos técnicos? ¿En qué hemos progresado? ¿Hemos solventado la injusticia, la miseria, la desigualdad, la guerra, el terror, la intolerancia? Ya ni siquiera creemos que una revolución sea posible (...) El dinero manda y lo aceptamos como un axioma más (...) ¿En serio debemos aceptar como inevitable un sistema que ahonda de una forma cada vez más salvaje y descarada en primar el beneficio económico frente a la dignidad del ser humano?
Que un sermón tan pazguato haya sido escrito por el mismo que ha releído tan inteligentemente a Gorki nos advierte de que el talento artístico no suele ir acompañando a la sabiduría política o a los conocimientos económicos. Miguel del Arco estará suscrito a Le Monde Diplomatique, a L'Osservatore Romano o alguna otra publicación antiliberal y no a The Economist o a Financial Times, será un adicto a los panfletos pseudorrevolucionarios de Hessel y no a La Ilustración Liberal, qué le vamos a hacer. A lo mejor animado por el espíritu revolucionario que le embarga, sueña con llegar a ser, como lo fue Gorki tras la por algunos añorada revolución soviética, presidente de un sindicato de escritores "por la dignidad del ser humano" o algo así.
Pero el demonio del teatro le puede más que sus ángeles políticos y los once protagonistas que se reúnen para pasar unos días de vacaciones no se escoran hacia estribor o babor político y el barco de la ironía lúcida llega a buen puerto. Porque el trepa político o el par de empresarios sin escrúpulos quedan equilibrados por la izquierdista a la caza de subvenciones y el artista puro que se hace millonario vendiendo cancioncillas pop. La obra no acaba de ser redonda porque no todos los personajes están bien dibujados, da la impresión de que algunos están simplemente para dar la réplica a otros. Entre los imprescindibles, los protagonizados magistralmente por Manuela Paso, Bárbara Lennie, Israel Elejalde y Raúl Prieto (que realizan un dueto golfista por el que ya valdría la pena el espectáculo). Y aunque las dos horas y media no se hacen largas, tampoco todas las escenas están blindadas contra la tijera. Una mayor concentración habría hecho la obra mucho más intensa.
Paradójicamente, Veraneantes es una obra de denuncia social dirigida a una clase social, la burguesía tanto progre como facha cómodamente instalada en sus privilegios y sus prejuicios, que es la misma que la pone en escena y la aplaude. Lo comido por lo servido.
Todos eran mis hijos es una adaptación de Arthur Miller dirigida por Claudio Tolcachir e interpretada por Carlos Hipólito, Gloria Muñoz, Fran Perea, Manuela Velasco y Jorge Bosch. Empieza con el descubrimiento de que se ha partido el tronco que homenajeaba al hijo de los Keller, Larry, desaparecido durante la guerra, y continúa con la aparición de la antigua prometida del mismo, Ann, de la que está enamorado el hijo que sí volvió de la guerra, Chris. Los Keller son una familia respetada después de que el empresario Keller fuese exonerado de negligencia por un tribunal, luego de que se le acusara de entregar piezas defectuosas al ejército y provocar con ello la muerte de varios pilotos; muertes que cargará el padre de Ann, socio por aquel entonces de los Keller.
Comienza como una cálida, entrañable y luminosa comedia sureña en la que todo el mundo bebe limonada y gasta bromas. Sólo unas pequeñas nubes, de esas gordas y blancas como flores de algodón, enturbian el idílico paisaje: la señora Keller no se resigna a la muerte de su primogénito y aún espera su vuelta, contra toda esperanza; además, no le hace ninguna gracia que su otro hijo, Chris, esté enamorado hasta las cachas de la novia del desparecido en combate y se quiera casar con ella. Poco a poco vamos comprobando que la bonhomía de los vecinos con los Keller es más interesada que real. Las nubes blancas se van oscureciendo y la comedia deviene drama con la misma facilidad con que termina siendo una tragedia. La temperatura baja tanto, que las sonrisas iniciales se han transformado en muecas angustiadas, rictus de horror moral.
Grandes interpretaciones aquí, entre las que destacan la sobria obsesión de Gloria Muñoz, la incandescente frescura de Manuela Velasco y ese prodigio que es Carlos Hipólito, al que he visto actuar en otras ocasiones (de El ávaro a Glengarry Glen Ross pasando por Arte) pero que aquí protagoniza el más sutil y aterrador proceso de cambio de registro para mostrar esa banalidad del mal no por viscosa y blanda menos repugnante.
Entre Veraneantes y Todos eran mis hijos deberían repartirse los premios. Porque La avería, la versión que ha hecho Blanca Portillo de la obra de Dürrenmatt, es un despropósito de principio a fin. Por lo menos lo era cuando la vi al principio de su andadura por los escenarios. Cuento pretendidamente siniestro de unos viejos enloquecidos por una delirante concepción de la justicia que invitan a pasar la noche a un inadvertido forastero, la idea recuerda a Arsénico por compasión o alguna de las Historias para no dormir de Chicho Ibáñez Serrador, pero la lentitud de Blanca Portillo no tiene nada que ver con la rápidez de Frank Capra, y tampoco tiene aquélla la inteligencia retorcida del hispano-uruguayo. Atrapados en un maquillaje elefantiásico para aparentar una edad provecta, los actores pasan inadvertidos, y la duración es a toda luces desmesurada: si Veraneantes está pidiendo unas tijeras, aquí habría que meter el hacha. Total, que mi experiencia fue soporífera, estomágante, angustiosa. ¿Qué hace esta obra mediocre y fraudulenta donde debiera estar Días estupendos, de Alfredo Sanzo? Es uno de esos misterios que tienen las Academias en todo el mundo: ahí está la de Hollywood, que prefiere peliculitas como The Artist a peliculones como J. Edgar.
En definitiva, tenemos una obra de teatro sobresaliente, Todos eran mis hijos; otra notable, Veraneantes; y por último La avería, digna de su título.
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