Mezcla de western y thriller policiaco, película de género y personalísima metáfora sobre la condición humana, popular a la vez que ambiciosa, con No es país... los Coen han sido capaces de trasladar a la pantalla la palabra poderosa, austera y compleja de McCarthy, para mi gusto el mejor escritor norteamericano de los últimos cincuenta años.
"Lo apasionante de este tipo de descripciones está en los detalles de la caza del ser humano y en el refinamiento de la batida". La cita se puede encontrar en Radiaciones, las memorias sobre la guerra en que batalló aquel garcilasiano soldado-metafísico que fue Ernst Jünger. Las referencias a McCarthy suelen oscilar entre Faulkner, Hemingway, John Milton, Shakespeare y Melville. Pero también encuentro un mismo ethos, una parecida atmósfera en las novelas y ensayos del escritor alemán. Quizá porque en ambos casos se da un equilibrio entre los retratos de la devastación y la voluntad humanista, es decir, la interpretación de la estructura profunda del mundo, mística y metafísica, más allá de las pálidas y manidas categorías nacionales, sociales o economicistas.
Casi todas las películas narrativas se pueden dividir en dos categorías: a) chico busca chica y b) chico busca chico. Las primeras suelen ser historias de amor, mientras que en las segundas rondan el peligro y la muerte (a Tarantino le divierte trastocar estas categorías). No es país para viejos es un ejercicio de caza al hombre. Mejor, de caza a los hombres. Porque son varios los hombres que se persiguen, en un retorcido laberinto de moteles tejanos impregnados de mugre y muerte.
La obertura marca la clave de interpretación de la cinta, un do sostenido. Panorámicas de paisajes desérticos y voz en off de Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones), el viejo sheriff conservador a fuerza de tener raíces profundas que se lamenta de la decadencia moral de un mundo que parece haber olvidado a Dios. Por otro lado está el veterano de Vietnam reciclado en cazador de venados Llewelyn Moss (Josh Brolin), que se topa en mitad de un día de caza con los restos de un enfrentamiento entre narcos: un mejicano superviviente con un tiro en las tripas que le pide agua y una maleta con dos millones de dólares. A diferencia del detective Richie Roberts de American Gangster, coge la maleta y abandona al mejicano a su suerte. Aunque luego se arrepiente. Pero será tarde, y el gesto inmoral desencadenará una tragedia existencial con ribetes cósmicos.
Mientras tanto, en una comisaría un horrible y sanguinario criminal, tenemos a Anton Chigurh (Javier Bardem), un hombre sin atributos, raíces ni precio, únicamente atado a la lógica del azar y la necesidad (de vez en cuando se juega la vida de sus víctimas a cara o cruz, pero también es un riguroso cumplidor de la palabra dada), que ha patentado una novedosa manera de terminar las conversaciones: a tiros (de aire comprimido).
La caza a tres bandas (momentáneamente será a cuatro: hasta que Chigurh elimine a la competencia) entre el ladrón, el policía y el asesino en serie estará empedrada con las buenas intenciones de los dos primeros a la vez que forrada por los dólares que los narcos han encargado a Chigurh que recupere. La inextricable ligazón entre el dinero y la violencia es otro punto en común entre McCarthy y los Coen.
Los detalles que hubieran gustado a Jünger se revelan en la originalidad de Chigurh para asesinar (tanto en lo relacionado con las herramientas como en la metodología), en la destreza del veterano soldado para escabullirse de las trampas y en la experiencia teñida de melancolía del sheriff para sobrevivir al final de cada día.
Si McCarthy se eleva sobre los hombros de lo más granado de la tradición literaria anglosajona, los Coen no se quedan atrás. En No es país... se puede seguir el rastro de los grandes nombres cinematográficos del western y el thriller policiaco, los paisajes desolados y la violencia infinita pero nunca gratuita de Sam Peckinpah o Monte Hellman y el fatalismo heroico de Fritz Lang o Sam Fuller. Todo ello multiplicado por el virtuosismo visual de los Coen, entrenado en el visionado de las obras maestras de Chuck Jones para la Warner (del Correcaminos a Bugs Bunny), lo que en ocasiones les lleva a rozar la insustancialidad de la imagen por la imagen pero que aquí les hace alcanzar cimas de excelencia como las que ya habían conquistado en cintas como Muerte entre las flores, Fargo o El hombre que nunca estuvo allí.
Entre su primera película, Sangre fácil, y esta adaptación, que bien podría titularse Sangre compleja, ha pasado casi un cuarto de siglo, en el que su visión cinematográfica se ha serenado y profundizado para, sin perder un ápice de originalidad, ganar en densidad conceptual.
Jonathan Rosenbaum, en su crítica para el Chicago Reader, lamenta la fascinación que ejerce un determinado tipo de películas que mitifican a ese depredador humano que es el asesino en serie. Ya en El silencio de los corderos censuró que incluso los críticos contribuyeran a la mitificación del monstruo, en lugar de a su destrucción conceptual mediante el análisis. Pero el criterio moralista de Rosenbaum lleva a criticar igualmente a Dante y a John Milton, por haber pintado de forma tan atractiva los paisajes del infierno.
No es país para viejos, como American Gangster y Pozos de ambición, de Paul Thomas Anderson, se mueve en esa zona peligrosa, por equidistante, que no termina de decidirse entre la pulsión estética por el Mal y la decisión ética por el Bien. En todo caso, reside en el libre albedrío del espectador la última palabra.
NO ES PAÍS PARA VIEJOS (EEUU, 2007; 122 minutos). Dirección, guión y producción: Joel y Ethan Coen. Intérpretes: Javier Bardem, Tommy Lee Jones, Josh Brolin, Kelly McDonald, Woody Harrelson. Fotografía: Roger Deakins. Calificación: Compleja (9/10).
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