Es esta revolución una cuenta pendiente de la ciencia. A menudo nos sorprenden las constantes noticias sobre nuevos descubrimientos que tienen su fundamento en el cada vez mejor conocimiento de nuestros genes. La base genética de buena parte de las enfermedades más comunes (y de la mayoría de las más raras) es un terreno fértil, en el que la ciencia ha decidido anclar sus esperanzas para futuras curaciones quizás hoy impensables. Al hilo de estos avances, tendemos a pensar que la información acumulada en nuestro ADN es la responsable de todo (lo bueno y lo malo) cuanto nos ocurre. De manera que la expectativa de que padezcamos una enfermedad cualquiera, y –lo que es más importante– la de que podamos curarnos de ella, queda encerrada en la cadena de ácidos nucleicos que atesora el interior de nuestras células.
Para muchos males, la relación entre una peculiaridad genética y el desarrollo patológico es muy evidente. Aunque existen pocas enfermedades monogénicas (es decir, que dependan en exclusiva de la actividad de un gen para aparecer) conocidas, la comparación de ADN de millones de ciudadanos del planeta nos permitirá ir avanzando en el dibujo de un mapa de genes que predisponen a quienes los portan a caer enfermos. Pero si hay un terreno resbaladizo en que la relación causa-efecto entre gen y enfermedad aún es difícil de establecer es el de los trastornos mentales.
La predisposición genética a un mal se da cuando un gen en particular comete un error al transferir la información para el cumplimiento de una determinada instrucción. Comparando los mapas genéticos de personas mentalmente sanas con los de enfermos de esquizofrenia, depresión clínica, trastorno afectivo bipolar o síndrome obsesivo-compulsivo, por ejemplo, los investigadores esperan poder encontrar en un gen pequeñas variaciones que se repitan, sólo, en la población afectada. El siguiente paso sería diseñar estrategias para reparar ese gen, o –más sencillamente– fármacos que inhiban su actuación o que potencien la de otros genes supresores.
Los científicos pueden, para ello, identificar familias de individuos con tasas de morbilidad superiores a las normales. Pretenden así hallar regiones de ADN presentes en las personas aquejadas de un determinado mal.
Uno de los trastornos mentales más estudiados desde el punto de vista de la neurofisiología es la esquizofrenia. Sorprendentemente, hasta hace muy poco no se había confirmado que la esquizofrenia es un mal neurológico en el mismo sentido que los son el alzhéimer o la esclerosis múltiple. Aun así, las causas de la esquizofrenia siguen siendo, en parte, un misterio. Se sabe, por ejemplo, que el cerebro del enfermo muestra algún tipo de dificultad en la coordinación de la actividad entre distintas áreas funcionales, y también se han detectado patrones irregulares en la formación de algunas células neuronales. Un reciente estudio apuntó la posibilidad de que el mal estuviera causado por una combinación de factores genéticos y ambientales muy específica. En concreto, según los investigadores responsables del mismo, una alteración genética produce defectos en el desarrollo de las células gliales del sistema nervioso. Si se combina esta alteración con la acción de ciertos virus, podrían darse las circunstancias oportunas para que aflore el mal.
En teoría, las células en cuestión podrían padecer una susceptibilidad a comportarse de manera extraña, que sólo se manifestaría definitivamente si son debilitadas por la acción infecciosa de dichos virus.
No hace mucho, el neurólogo del Hospital de León –y gran especialista en esclerosis múltiple– nos ilustraba sobre los orígenes de esta patología:
Tenemos que reconocer que es una enfermedad de origen desconocido en la que concurren tanto factores genéticos como ambientales, de manera que la acción de elementos que hoy no conocemos bien, pero entre los que probablemente se incluyan las infecciones virales, en personas con una carga genética que les predispone, conduce al desarrollo del mal.
Está claro que el descubrimiento de genes específicamente relacionados con un trastorno mental abre grandes posibilidades para el diagnóstico y la curación de dicho desorden. Por ejemplo, el enfoque genético permite descubrir subcategorías de una misma enfermedad que el médico es incapaz de detectar con la simple práctica clínica y que requieren tratamientos distintos. Incluso es posible realizar rastreos preventivos que permitan al enfermo y a sus familias prepararse médica, emocional y económicamente para los estragos de, por ejemplo, un brote psicótico, antes incluso de que aparezcan los primeros síntomas irreparables. Pero cualquier aproximación microbiológica a la mente humana sigue chocando con un muro de misterio que la ciencia parece tener dificultades en salvar. La experiencia mental, tan compleja e inmaterial, tan aparentemente ajena a la aprehensión física, se resiste a ser reducida a un puñado de genes.