Yo fungía de asistenta por horas, a quince francos suizos la hora, que era la paga habitual, y nada desdeñable, que en aquellos tiempos, año1987, regía en Suiza para tal ocupación.
Mi incursión como femme de ménage fue breve. Nunca había tenido yo buena disposición hacia las tareas domésticas, a excepción, por temporadas, de la cocina. Algo había mejorado desde los tiempos de mi primer piso alquilado, donde el fregadero acumulaba pilas de loza sucia y el polvo criaba en tranquilidad, sin miedo a la aspiradora. Pero seguía careciendo del espíritu necesario para llevar esas tareas con buen ánimo, o por lo menos con resignación.
Para más engorro, había tropezado con tres señoras mandonas. No me permitían organizar el trabajo del modo que me pareciera más adecuado; tenían que dirigir ellas todos los pasos. Y eso no. Si me encargaban una tarea, ¿por qué demonios no me dejaban hacerla a mí? Ah, los jefes, y las jefas. Y aquellas jefas. Un tormento psicológico. Si el trío de señoras hubiera sido como el cuarto cliente en liza, monsieur Bloch, tal vez hubiera durado yo más como asistenta. Porque los cuarenta y cinco francos que entraban en la cartera después de las tres horas de rigor me venían estupendamente. Hasta podía permitirme, de vez en cuando, una comida en un restaurante, que siempre era más placentera que en el siniestro piso de la rue de Sillem.
Bloch era abogado y habitante de una casita que había sobrevivido misteriosamente a las sucesivas oleadas de la urbanística ginebrina. Tenía una sola planta y no brillaba ni por su calidad arquitectónica ni por ninguna otra cosa. Era pequeña, gris, común y corriente. La rodeaba un terrenito en el que crecían a su aire las hierbas y algún arbolillo. El hombre no tenía mucho tiempo ni ganas de ocuparse de los asuntos domésticos, y eso era una buena señal. La siguiente era inmejorable: no estaría en casa mientras yo hiciera la limpieza. Me iba a dejar las llaves y podría hacer y deshacer a mi antojo. Así se podía trabajar.
Desde enero, empecé a ir a aquella casita una vez por semana. La verdad es que había bastante que hacer. Y era una pena, porque Bloch tenía una biblioteca interesante, y me hubiera sentado a leer alguno de aquellos libros. Como no nos veíamos, nos comunicábamos por notas. La primera que le escribí fue en protesta por haberme dejado dos botones para coser en una camisa. Coser no entraba en el trato. Eso podía hacerlo él, tampoco era tan difícil. En todo caso, a mí no se me daba bien coser botones, qué caray. Con planchar ya tenía bastante. Creo que le dejé incluso alguna instrucción sobre cómo debían coserse los botones, o sea, el lado teórico del asunto. No volvió a cometer la imprudencia.
Yo le dejaba las notas en inglés, pues mi francés escrito era aún más de "oídas" que el hablado, y le sorprendió, según me dijo luego, que su "señora de la limpieza" escribiera en inglés mejor que él. Consciente de que era una situación un poco surrealista, Bloch me invitó a comer alguna vez, preparando él la comida. Creo que le divertía hablar con su "asistenta" de política, arte o filosofía.
A finales de febrero, el ménage ya había atacado severamente mis nervios. No había hecho falta mucho tiempo. No podía soportar un día más a la Dupart, y, aunque en menor medida, también me parecía insufrible el trabajo en las casas de las dos señoras judías. En marzo decidí dejarlo, y se lo anuncié a toda la clientela. Ya se podían ir buscando a otra que las aguantara. A Bloch, que me caía mejor, no quise dejarlo en la estacada y le endosé a una amiga italiana que andaba a dos velas en punto a dinero y boulot . El hombre aceptó el recambio, no sin señalar, con humor, que todos sus compañeros de trabajo y conocidos tenían la misma femme de ménage desde hacía años, mientras que él no cesaba de cambiar de asistenta, y cada una, además, era de nacionalidad distinta.
A mediados de febrero se nos había acabado el squat en la rue de Sillem. El músico que era su inquilino legal y habitual regresaba de su gira por Sudamérica y había que evacuar la plaza. Habíamos vivido en aquel edificio sin cruzar con los inquilinos nada más que los bon jour y bon soir de rigor, y unas palabritas con la señora española que llamábamos "la portera", aunque sólo se encargaba de la limpieza del edificio. Pero el penúltimo día de nuestra estancia se fundieron los plomos y hubo que llamar a la puerta de la vecina. Resultó extremadamente sociable y simpática. Hablamos durante horas de viajes, nos sacó licores, nos invitó a cenar y, en fin, echó por tierra mi estereotipo del ginebrino como un ser que nada desea saber de sus congéneres. Era la excepción. Y quizás fue una suerte que la descubriéramos al final.
Habíamos regresado al estudio de Jesús, el aprendiz de arquitecto, en Carouge. Yo me había aficionado al barrio des Eaux Vives, tan cercano al borde del lago, y a mis "centros de trabajo", y no hice la mudanza de buen grado. Además, se acercaba el deshielo, quiero decir, el fin del frío polar, y el litoral del lago empezaba a convertirse en una zona agradable. Como compensación, me había surgido otra línea de trabajo, que ya había explorado anteriormente en Berlín y en Basilea.
Pinche aquí para leer las entregas anteriores de MEMORIAS ERRÁTICAS.