Que hablen de uno, pero también que le dejen por imposible –"Bah, las cosas de Fulano, que ya sabes cómo es"– y, sobre todo, que le imiten. La imitación es un signo externo del éxito. Y, al fin y al cabo, una imitación no es más que un intento de copiar algo o a alguien, "normalmente –dice el DRAE– más valioso". Y de la imitación a la falsificación no hay más que un paso... y sólo se falsifica lo que merece la pena ser falsificado, claro. O sea: signos externos, penosos, pero reales, del éxito.
Nadie dudaba de que los albariños de la D. O. Rías Baixas habían alcanzado un éxito rotundo. En todas las guías de vinos españolas dominan los puestos de cabeza en la clasificación de vinos blancos; los grandes gurús internacionales de la cosa los distinguen con muy altas puntuaciones, las exportaciones –sobre todo al mundo anglosajón– funcionan muy bien, los mercados y el público responden... Por supuesto, se habla mucho de los albariños, generalmente para bien. Y, miren por dónde, se copian.
Hoy se elaboran albariños fuera de la zona geográfica amparada por la D. O. Rías Baixas. En Galicia, pero también en Castilla, en Aragón, en Cataluña, en Oregón (EEUU) y, por lo visto, en Australia... aunque el albariño de los canguros no parece ser demasiado ortodoxo. Al parecer, los aussies estaban tan contentos con sus albariños, procedentes –dicen– de unas cepas importadas de Galicia antes del establecimiento de la denominación de origen, y ha llegado un enólogo francés para decirles que menos lobos, y que las uvas que ellos creen albariño no lo son, que se trata de la variedad que los franceses llaman savagnin, propia de la zona del Jura.
Hace unos años a lo mejor no pasaba nada; pero, hoy por hoy, el nivel de aprecio de una y otra variedad en el mundo del vino es abrumadoramente mayor del lado de la albariño. Entonces, los australianos están muy enfadados, porque vender albariño, aunque sea versión ornitorrinco, es más fácil que vender savagnin... y han decidido echar la culpa a los gallegos, argumentando la peregrina teoría de que en Galicia el veinte por ciento de las plantaciones de albariño es, en realidad, savagnin. De dónde hayan sacado semejante barbaridad, ellos lo sabrán. Pero que es falso de toda falsedad, lo sabe el resto del mundo.
Hombre, el albariño es un vino nebuloso, quiero decir que sus orígenes se pierden en leyendas, más que en historias. Es conocida la que atribuye la llegada de estas cepas a Galicia a los monjes cluniacenses, que las habrían traído del Rhin, dicen unos, o de la Borgoña, dicen otros. Cunqueiro, entre otros, fomentó esta leyenda; ya sabemos que era un impenitente fabulador. Ahora, los elaboradores niegan con rotundidad la hipótesis de la importación benedictina, y sostienen que la variedad es autóctona... o, como mucho, están dispuestos a aceptar la intervención en el caso de los señores romanos.
Vaya usted a saber, aunque hay muy serios estudios que parecen dejar claro que sí, que la presencia del albariño en Galicia es anterior a la invención del sepulcro del apóstol Santiago en Compostela y, por tanto, al Camino por el que los monjes de Cluny habrían traído sus cepas... Pero es que, además, ¿qué más da?
Volviendo al berrinche australiano, nuestro admirado colega y amigo Víctor de la Serna, que de vinos y de baloncesto sabe todo lo que hay que saber y un poquito más, ha dejado muy claro en su sección de elmundovino que existe un informe, de 2007, elaborado por científicos españoles, en el que se aclara rotundamente que albariño, savagnin blanc y caíño blanco son tres uvas distintas, y a ese artículo y web remitimos al lector interesado en profundizar en el asunto.
En cuanto a los gallegos preocupados, estén tranquilos. Esto, en el fondo, es bueno, ya saben: que hablen de uno... En el mundo abunda la cabernet-sauvignon, pero ninguna da vinos como los del Medoc; hay muchísima merlot, pero no sale lo que sale en Pomerol; abunda la chardonnay, pero los Montrachet son inimitables e inalcanzables. Que prolifere la albariño, que es buena señal; pero en ningún sitio saldrán de ella unos vinos como los que se elaboran en el mágico valle del Salnés y en el resto de las subzonas amparadas por la D. O. Rías Baixas. De casi todo hay copias espléndidas, sin duda; pero casi siempre el original sigue siendo mejor.
© EFE
Nadie dudaba de que los albariños de la D. O. Rías Baixas habían alcanzado un éxito rotundo. En todas las guías de vinos españolas dominan los puestos de cabeza en la clasificación de vinos blancos; los grandes gurús internacionales de la cosa los distinguen con muy altas puntuaciones, las exportaciones –sobre todo al mundo anglosajón– funcionan muy bien, los mercados y el público responden... Por supuesto, se habla mucho de los albariños, generalmente para bien. Y, miren por dónde, se copian.
Hoy se elaboran albariños fuera de la zona geográfica amparada por la D. O. Rías Baixas. En Galicia, pero también en Castilla, en Aragón, en Cataluña, en Oregón (EEUU) y, por lo visto, en Australia... aunque el albariño de los canguros no parece ser demasiado ortodoxo. Al parecer, los aussies estaban tan contentos con sus albariños, procedentes –dicen– de unas cepas importadas de Galicia antes del establecimiento de la denominación de origen, y ha llegado un enólogo francés para decirles que menos lobos, y que las uvas que ellos creen albariño no lo son, que se trata de la variedad que los franceses llaman savagnin, propia de la zona del Jura.
Hace unos años a lo mejor no pasaba nada; pero, hoy por hoy, el nivel de aprecio de una y otra variedad en el mundo del vino es abrumadoramente mayor del lado de la albariño. Entonces, los australianos están muy enfadados, porque vender albariño, aunque sea versión ornitorrinco, es más fácil que vender savagnin... y han decidido echar la culpa a los gallegos, argumentando la peregrina teoría de que en Galicia el veinte por ciento de las plantaciones de albariño es, en realidad, savagnin. De dónde hayan sacado semejante barbaridad, ellos lo sabrán. Pero que es falso de toda falsedad, lo sabe el resto del mundo.
Hombre, el albariño es un vino nebuloso, quiero decir que sus orígenes se pierden en leyendas, más que en historias. Es conocida la que atribuye la llegada de estas cepas a Galicia a los monjes cluniacenses, que las habrían traído del Rhin, dicen unos, o de la Borgoña, dicen otros. Cunqueiro, entre otros, fomentó esta leyenda; ya sabemos que era un impenitente fabulador. Ahora, los elaboradores niegan con rotundidad la hipótesis de la importación benedictina, y sostienen que la variedad es autóctona... o, como mucho, están dispuestos a aceptar la intervención en el caso de los señores romanos.
Vaya usted a saber, aunque hay muy serios estudios que parecen dejar claro que sí, que la presencia del albariño en Galicia es anterior a la invención del sepulcro del apóstol Santiago en Compostela y, por tanto, al Camino por el que los monjes de Cluny habrían traído sus cepas... Pero es que, además, ¿qué más da?
Volviendo al berrinche australiano, nuestro admirado colega y amigo Víctor de la Serna, que de vinos y de baloncesto sabe todo lo que hay que saber y un poquito más, ha dejado muy claro en su sección de elmundovino que existe un informe, de 2007, elaborado por científicos españoles, en el que se aclara rotundamente que albariño, savagnin blanc y caíño blanco son tres uvas distintas, y a ese artículo y web remitimos al lector interesado en profundizar en el asunto.
En cuanto a los gallegos preocupados, estén tranquilos. Esto, en el fondo, es bueno, ya saben: que hablen de uno... En el mundo abunda la cabernet-sauvignon, pero ninguna da vinos como los del Medoc; hay muchísima merlot, pero no sale lo que sale en Pomerol; abunda la chardonnay, pero los Montrachet son inimitables e inalcanzables. Que prolifere la albariño, que es buena señal; pero en ningún sitio saldrán de ella unos vinos como los que se elaboran en el mágico valle del Salnés y en el resto de las subzonas amparadas por la D. O. Rías Baixas. De casi todo hay copias espléndidas, sin duda; pero casi siempre el original sigue siendo mejor.
© EFE