Evidentemente, su anuncio demográfico no era más que una proyección estadística, y bien pudiera haber sido aquella niña filipina de apellido Camacho o cualquier otro niño nacido semanas antes o después el agraciado con el número mágico. Pero el dato no deja de ser cierto. En 2011, la Tierra está habitada por 7.000 millones de seres humanos.
Se antoja un momento excepcional para analizar en qué situación vivimos los miembros de esa nómina milmillonaria. Y es bueno hacerlo en contraste con el negro panorama que desde mediados del siglo XX se ha venido dibujando para el momento en que llegáramos a esta situación.
Una de las leyendas pseudocientíficas más férreamente instaladas en la cultura popular es la idea de que Thomas Robert Malthus tenía razón. El que pasa por ser el primer demógrafo de la historia determinó allá por 1798 que mientras la población humana tiende a crecer en progresión geométrica (doblándose cada 25 años), los bienes de subsistencia sólo pueden crecer en progresión aritmética. De manera que, si no se pone remedio, algún día no existirán recursos suficientes para alimentar a los seres humanos.
Como ya saben ustedes, las ideas de Malthus cobraron especial relevancia a mediados del siglo XX, por el denodado esfuerzo de los informes catastrofisas del Club de Roma y de gente como Paul Ehrlich, autor de The Population Bomb, que en 1968 vaticinaba el apocalipsis antes de final de la centuria.
Lo cierto es que el Día D ha pasado y las previsiones de Malthus, el Club de Roma y Ehrlich no se han hecho realidad. Pero ¿por qué?
En primer lugar, hay que advertir que, a pesar del ruido causado por la ciudadana 7.000 millones, el ritmo de crecimiento poblacional está descendiendo. Mientras se tardó 14 años (1960-74) en crecer un tercio (de los 3.000 a los 4.000 millones), han hecho falta 21 (1990-2011) para el siguiente cambio de tercio: de los 5.000 a los 7.000 millones. De hecho, los expertos consideran que nos acercamos al escenario de menor fertilidad de la historia y que, una vez alcanzados los 8.000 millones de habitantes, la población se estabilizará o llegará incluso a declinar.
En segundo lugar, es evidente que ni Malthus ni sus seguidores tuvieron la menor confianza en el ingenio humano. Al contrario de lo que pensaban, la mejora de las tecnologías, el avance de las ciencias, la evolución de nuevas labores agrícolas, el aumento del uso de fertilizantes y plaguicidas y la adaptación/globalización de las costumbres alimenticias ha premitido que el stock de alimentos no haya dejado de crecer en paralelo al aumento de los seres humanos alimentados.
Los datos hablan por sí solos. En los últimos 21 años, mientras la población creció un 40 por 100, el porcentaje de individuos que viven en la pobreza extrema no ha hecho más que descender. De hecho, hoy hay prácticamente el mismo número de seres humanos bajo ese umbral (es decir, que viven con menos de 1,25 dólares al día) que el que había en 1804: 890 millones de ciudadanos sobreviven en esas dramáticas condiciones. La cifra, que no deja de ser espeluznante, es idéntica a la de principios del siglo XIX, pero entonces la población humana era apenas superior a los 1.000 millones.
Es decir, en 200 años, el porcentaje de población sumamente pobre ha pasado del 80 al 12,7 por 100.
Evidentemente, los datos no son para alegrarse. Todavía hay demasiados seres humanos padeciendo la escasez más absoluta de recursos básicos. Pero nadie podrá negar que –si un titular debe extraerse de la incontestable realidad estadística– el mundo es hoy mejor que hace un siglo, y que, en contra de las previsiones agoreras, el aumento de la población no ha traído más pobreza, hambre y enfermedad, sino todo lo contrario.
En un momento de la historia, la capacidad de producir alimentos saltó por encima de la curva de crecimiento poblacional. Eso es algo que Malthus jamás llegó a prever. Él creía que los niveles de bienestar nunca estarían por encima de la mera supervivencia y que la población mantedría su crecimiento por encima de su capacidad de alimentarse, fuera cual fuere el avance de la ciencia y la tecnología.
Hoy sabemos que la ciencia ha sido capaz de invertir esa tendencia. En los últimos 40 años, los países más pobres han progresado un 82 por 100 en el índice de la ONU que mide la calidad de vida (el Índice de Desarrollo Humano). Lo han hecho a un ritmo que duplica el promedio mundial. Si se mantuviera ese ritmo, en 2050 la mayoría de los países de ese grupo de cola se encontaría en niveles de bienestar similares a los que disfrutan hoy los países más ricos. Entre las locomotoras de ese tren ascendente, se encuentra, evidentemente, China. La pobreza absoluta en el este de Asia ha decrecido de 822 millones de ciudadanos en 1987 a 142 hoy.
Y, como es lógico, los países que están superando la pobreza lo han hecho adquiriendo hábitos, tecnologías y avances propios del mundo rico. Es decir, produciendo, consumiendo recursos, aplicando ciencias y contaminando como lo ha venido haciendo Europa y Estados Unidos hasta ahora.
A algunos esto les parece una amenaza y prefieren pensar que el avance de los países más pobres del planeta es insostenible. Creen que debe limitarse su crecimiento para proteger el medioambiente, el clima, los recursos. Vuelven a pensar, como Malthus, que aquellos que osan crecer, que aquellos que aspiran a ser tan ricos como la vieja Europa, tendrán tarde o temprano su castigo.
Los que creemos en el ingenio humano y en el poder regulador de la ciencia y la tecnología sabemos que también ellos se equivocarán.