Los dos jóvenes habían tenido etapas muy similares, incluso habían pasado una profunda crisis religiosa que les había empujado a pertenecer a una secta muy radical. Hacía muy poco que Javier había atravesado un período místico, de introversión, durante el que pasaba largas horas enfrascado en la lectura de la Biblia. Su padre, que sentía debilidad por él, para intentar comunicarse y sacarlo de su hermetismo se vio obligado también a intensas lecturas de las Escrituras. Pero aquello había pasado, y Javier retornaba poco a poco a las actividades normales de un joven de su edad, mostrándose más alegre y comunicativo.
Había estudiado Derecho hasta el año anterior, en que abandonó la carrera para ingresar en la Facultad de Ciencias Empresariales, quizá debido a sus crisis. Su amigo Juan Martín estudiaba Medicina en la Universidad de Cádiz, y era también un gran lector de textos religiosos. Hijo de un subinspector de policía jubilado, vivía emancipado de su familia en un apartamento situado en el número 3 de la calle Villa de Paradas, donde llevaba una existencia muy espartana. Precisamente en un bloque de viviendas construido por el padre de Javier, muy cerca de donde éste vivía, en el Paseo Marítimo.
El domicilio de Juan estaba en un gran edificio de apartamentos destinado a alquiler para los veraneantes, por lo que en enero de 1989, momento de esta historia, se encontraba semivacío, ocupado por muy pocos vecinos, que apenas se conocían. El día 21, a eso de las cuatro y media de la tarde, Javier se despidió de sus padres, a los que nunca volvería a ver, aparentemente para dar una vuelta en bicicleta. En la puerta se encontró con su amigo Juan, que le comentó algo de una mesa de ping-pong que al parecer había comprado. Le propuso que la montaran entre los dos.
Una vez en la vivienda de Juan, éste le propuso realizar una prueba acústica: sentarle frente a un equipo de música, tras servirle una copa, y vendarle los ojos para aislarle, de forma que pudiera percibir con más pureza el sonido. Subió el volumen del aparato y llevó a cabo lo que había planeado.
Mientras Javier trataba de concentrarse en lo que escuchaba para satisfacer a su amigo, Juan sacaba de su escondite la pata metálica de una mesa, que había rellenado de arena para hacerla más pesada y contundente. Se situó a espaldas del joven, que no podía ver nada, y le golpeó en la cabeza con todas sus fuerzas. Javier se fue de bruces al suelo, malherido. Inmediatamente después, el agresor se le echó encima y, valiéndose de sus estudios de Medicina, le clavó un cuchillo de larga hoja entre la tercera y la cuarta costilla intercostal, buscándole el corazón. Pensó que le produciría una muerte suave y silenciosa, pero Javier no murió inmediatamente, y los movimientos de su cuerpo, quizá involuntarios, exasperaron a su asesino, que le acuchilló varias veces, hasta romper la hoja de acero.
Cuando estuvo seguro de que había muerto, se dio prisa en traer una bolsa de basura para taparle la cabeza, porque no soportaba ver su rostro. Una vez cubierto, le arrastró hasta el cuarto de baño y le metió en la bañera. Tras limpiar las huellas del crimen salió a depositar en el correo dos cartas, escritas a máquina, dirigidas a la familia de Javier. En ellas se afirmaba que el muchacho había sido secuestrado, y se exigía un rescate de doce millones de pesetas, que debían ser ingresados en la cuenta de una caja de ahorros, en entregas semanales de medio millón. Además, se advertía que, si la familia no cediera al chantaje, Javier sería asesinado. En caso de que hubiera demoras en los pagos, los padres recibirían un dedo de su hijo por cada semana de retraso.
En las cartas Juan se expresaba siempre en plural. Quería dar la impresión de que se trataba de la acción de un grupo.
De vuelta en su domicilio, Juan, con enorme frialdad, pacientemente, poniendo en juego todos sus conocimientos de anatomía, se impuso la horrible tarea de trocear el cadáver. Durante mucho tiempo, inclinado sobre la bañera, desmembró el cuerpo. Fue introduciendo los restos en cinco bolsas de plástico; salvo las manos, que las metió en un frasco de formol. Con ello seguía el plan que se había trazado; y no se olvidaba de que necesitaba los dedos de su amigo para presionar y aterrorizar a los padres en caso de que se negaran a darle el dinero.
A la mañana siguiente, muy temprano, Juan inició una serie de tres viajes al puerto; concretamente, a un lugar llamado Punta de San Felipe, un terreno de relleno ganado al mar. Llevaba los trozos del cadáver en una mochila. Poco antes de medio día ya había acabado. Una vez en la dársena extraía las sacas de plástico y las iba echando al agua de la laguna. Confiaba en todo momento en que los escombros que iría depositando encima las harían desaparecer por completo. Cada uno de los viajes lo hizo a pie, simulando que estaba haciendo deporte; con una gran tranquilidad: saludó a los guardias civiles que prestaban servicio en los muelles.
El padre de Javier pensó en un principio que, dado el comportamiento de su hijo, podría tratarse de un secuestro simulado, por lo que dudó en ponerlo en conocimiento de la policía. Pero a medida que pasaban las horas aumentaba su angustia y preocupación, por lo que finalmente puso la denuncia. Los agentes le pidieron que confeccionara una lista de sospechosos. José Luis Suárez no pensó ni por un momento en incluir el nombre de Juan, a quien tenía por el mejor amigo de su hijo.
Dos días después de la desaparición de Javier apareció abandonada su bicicleta en un camino vecinal de las afueras. Por entonces, algunas llamadas telefónicas y las cartas recibidas de los supuestos secuestradores habían persuadido al arquitecto Suárez de que debía seguir las instrucciones que le habían dado, por lo que había depositado cierta cantidad de dinero en la cuenta corriente indicada.
Pasaron once angustiosos días, durante los cuales lo más significativo fue el cobro por parte del desconocido del dinero, depositado en diversos cajeros automáticos mediante una tarjeta. Se produjeron cuatro extracciones. Nunca más de 35.000 pesetas cada vez. Finalmente, la policía detuvo a un individuo que había introducido la tarjeta en el cajero y comenzado a operar.
Se trataba de Juan. En el preceptivo registro de su domicilio fueron descubiertos los botes de formol en que había conservado las manos de Javier.
Desde el momento mismo de su arresto Juan dio muestras de una serenidad y entereza tales que los funcionarios que le detuvieron interpretaron que poseía una sangre fría nada normal. Enseguida apreciaron que se encontraban en presencia de una persona culta, con amplios conocimientos de Derecho. Él mismo se dio a conocer como un estudiante que, aunque emancipado de su familia, dependía económicamente de ella. Llevaba una vida muy moderada, y le interesaban mucho los temas filosóficos. Apenas ofreció resistencia, y confesó muy pronto.
Firme y seguro, Juan se prestó a llevar a los investigadores hasta el sitio donde se había desprendido del cadáver. Los buceadores de la policía tardaron dos días en encontrar lo que buscaban. Apareció a seis metros de profundidad. Primero dieron con las ropas que vestía el desaparecido; luego vinieron la cabeza, las caderas, el torso, los brazos y las piernas.
Los encargados del caso pensaron que, junto a un móvil que parecía claro: obtener dinero extorsionando a la familia de la víctima, pudo haber en el crimen extrañas motivaciones, que nunca se aclararon del todo. Según lograron averiguar, el asesino había preparado todo minuciosamente durante las dos semanas previas a los hechos.