Al padre de Córdoba que ha perdido a sus hijos le dicen los psicólogos de guardia que es perfectamente responsable, y las fotos le muestran con la vista extraviada. Más colgado que el Cristo de Dalí. En el mundo actual la locura es una aplicación bajada de iTunes.
Hay un tipo de gran relieve social que roba sin necesidad, como sólo haría un loco. Políticos que han acumulado objetos carísimos sin utilidad alguna en medio de un gran despilfarro, ladrones que atracan un banco, no se llevan nada y matan a la señora de la limpieza.
Las actrices que roban lencería en las grandes superficies comerciales de Hollywood son tratadas como locas, aunque de una locura leve; se llevan las bragas sin pagar, pero disfrutan a tope el subidón de adrenalina. El mundo está loco, loco, loco, y en España el estado mental de los niños se ignora. Desde la última machada de la supresión de los manicomios, la antipsiquiatría y demás mandangas, medio millón de madres españolas se esfuerzan por meter en la cama a los bigardos de sus hijos, fuertes como osos, chiflados por la droga o deteriorados por la enfermedad mental.
Los locos domésticos, imparables, rompen muebles, agujerean puertas a puñetazos, coaccionan a los padres, los extorsionan, meten miedo a los familiares y vecinos, y algunos, de vez en cuando, fieles al binomio criminalidad-locura, matan aquí y allá, como culmen de un proceso psicótico en una sociedad enloquecida, pagada de sí misma, que cree encontrar razones para su soberbia en la cotización en bolsa.
El capitalismo de capa caída, fracasado y roto, produce una enorme cantidad de basura social. La enfermedad se esconde por miedo y vergüenza. La muerte se celebra en el patio de atrás, en discretos mortuorios que parecen oficinas del INEM. El paro y la miseria sacan a pasear los peores instintos. Medio millón de amas de casan, curtidas en el corte de la alcachofa, la peladura de cebolla y la olla podrida, se enfrentan todos los días con las manos desnudas a la locura, la fuerza loca y la crisis mental. Algunas lo pagan con la vida.
El otro día, cerca de las tres, en pleno centro de Alcorcón, Madrid, un joven de 26 años saltó desde la ventana de su casa, en el segundo piso, a un jardín en cuesta. Solo se produjo heridas leves. Iba gritando: "Estoy loco, estoy loco", pero para mí que antes había calculado la distancia de caída desde su domicilio para no hacerse daño. Están locos pero no son tontos. El caso es que este chaval con alferecía venía de haber acuchillado a sus padres con un cuchillo de cocina.
En casa había problemas: el padre, de 74 años, padecía alzhéimer desde hacía siete, y estaba en silla de ruedas, por lo que el joven lo bajaba al parque todos los días. Lo cual es bastante coñazo y suficiente para que te de un brote psicótico, en especial si eres un chico en paro con enfermedad mental galopante que nadie trata. La madre, de 69, estaba enferma de la cadera y se había quedado coja. Un panorama de asistente social sin cualificación para un loco que necesita a su vez cuidados prioritarios. Pero la sociedad, que ha gastado todo en la especulación, ha decidido que los perturbados pueden hacer vida social y que las amas de casa son excelentes psiquiatras de tapadillo.
La locura figura como descarga para el móvil, como una opción más, en la nube de internet, para un común de ciudadanos que ven cómo políticos a los que haría falta someter a la escala Hare de psicopatías juegan al escondite con la ley de dependencia, cuando ya se han gastado todos los fondos como manirrotos en lujos innecesarios, caprichos faraónicos y combustible para arder en su propio gozo, en una sociedad cada vez más pirada.
El parricida de Alcorcón ya está repuesto, para que le dejen libre con una pastilla debajo de la lengua y una tirita en la ceja.