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PANORÁMICAS

El defensor de los terroristas

Para justificar la nadería de su película sobre un acto terrorista, Tiro en la cabeza, el cineasta Jaime Rosales declaraba: "No creo que los terroristas hablen de grandes cosas, lo harán de comida, de fútbol o chicas, como todo el mundo".

Para justificar la nadería de su película sobre un acto terrorista, Tiro en la cabeza, el cineasta Jaime Rosales declaraba: "No creo que los terroristas hablen de grandes cosas, lo harán de comida, de fútbol o chicas, como todo el mundo".
Jaime Rosales.
Afortunadamente, Barbet Schroeder no se parece al director español en su combinación de analfabetismo político con espurias pretensiones formalistas. Por el contrario, la grandeza de su documental sobre Jacques Vergès es que la potencia fílmica emerge de la verdad de los testimonios a través de un montaje diáfano y sólo en apariencia simple, en el que los rostros parlantes de los entrevistados (el protagonista y su corte de espías, amantes, terroristas, políticos, investigadores, amigos y enemigos) van creando delante de nuestros ojos una figura que va cobrando nitidez y presencia sin por ello perder un ápice de misterio.
 
Jacques Vergès es muy conocido en Francia por ser "el abogado de los terroristas" (de Djamila Bouhired a Illich RamírezCarlos, el Chacal–, pasando por Magdalena Kopp, de la Baader-Meinhof), de los dictadores, de los asesinos. Supongo que cada país se merece los abogados que se hacen famosos, y si en España tenemos al vulgar y rechoncho Emilio Rodríguez Menéndez, los franceses tienen al sofisticado y diabólico Vergès. Créanme, no salimos perdiendo.
 
Si la semana pasada se anunciaba desde estas páginas la publicación del libro colectivo ¿Por qué dejé de ser de izquierdas?, el documental de Schroeder ofrece la perspectiva originaria respecto a las razones que empujan a alguien a hacerse de izquierdas y combinar las estilográficas con las pistolas. Esa mezcla perversa entre gauche-caviar y leftish-parabellum.
 
Jacques Vergès, militante comunista, anticolonialista, maoísta, propalestino, se codea sin jamás perder la sonrisa de superioridad autocomplaciente con Pol Pot, Mao Tse Tung o la plana mayor del FLN argelino, que brindaba con champán después de cada atentado. Pocas veces ha estado más claro que detrás de todo terrorista hay un sociópata. En las declaraciones a cara descubierta que filma Schroeder de los terroristas argelinos, éstos, con un manotazo dialéctico, se quitan los asesinados de encima argumentando que "todos tenemos que morir más tarde o más temprano" mientras se lamentan hasta las lágrimas sólo de los mutilados por sus atentados.
 
El presunto atractivo de Vergès reside en que es el más enrevesado y nihilista de toda la tropa, a los que sorprendió en un giro final de su carrera defendiendo al nazi Klaus Barbie, al nacionalista furibundo Milosevic o al ofrecerse para defender a Sadam Husein (se tuvo que conformar con su segundo, Tarek Aziz). Antes se había casado con la célebre y sanguinaria Djamila Bouhired, conocida con toda justicia como la Pasionaria Argelina, cuya especialidad era depositar bombas en cafeterías y, así, matar indiscriminadamente a civiles, y a la que defendió en un juicio célebre, por el que estuvo amenazado de muerte por el Estado francés. Y es que, hay que reconocerlo, las mejores balas dialécticas se las proporcionaba el aparato represor estatal de la metrópoli, con sus tics totalitarios. De esta forma le resultaba fácil presentar a la guapa y dulce Djamila como un ángel de la libertad, con las granadas apoyadas en la cadera.
 
Tras su fachada de burgués satisfecho aunque travieso se revela el resentimiento del francés hijo de una filipina y un nativo de la isla de Reunión hacia la Francia liberal, republicana y cosmopolita, contra la que dirigió sus dardos jacobinos y subversivos. Porque aunque no puso bombas hizo de la abogacía una simple continuación, por otros medios, del terrorismo. Vergès, para el que el cinismo es una de las bellas artes, muestra orgulloso una biografía sobre él titulada Un brillante bastardo.
 
Podemos imaginarlo con su perenne puro y una copa de coñac disfrutando mientras los estadios de fútbol galos tiemblan con los silbidos a La Marsellesa de los descendientes de los antiguos colonizados.
 
No le faltaban razones, sin embargo, que deformó y estiró hasta la volverlas irreconocibles. Igualó las torturas que empleaba Barbie contra los judíos con las infligidas a los terroristas argelinos por el Ejército francés (y que tan bien retrató Gilles Pontecorvo en La batalla de Argel, una película que los terroristas árabes ven una y otra vez, obsesivamente), obviando que en el caso del nazi las torturas eran estructurales al sistema mientras que en el caso republicano constituían una derrota íntima de la democracia, para cuya presunta defensa equivocadamente se empleaban.
 
Aparece, en definitiva, magníficamente retratado, casi con voluptuosidad, uno de los exponentes más característicos de una época que justificó el uso de la violencia como herramienta política habitual. Desde Sartre, que aparece como un ectoplasma fosilizado en el documental justificando el terrorismo, hasta los nazis y los comunistas que formaban los círculos habituales en los que se movía Vergès, un tipo coherente hasta la náusea.
 
Hay un vínculo escondido que resuelve la paradoja del Vergès defensor de Pol Pot y Klaus Barbie, de Milosevic y los terroristas palestinos: el odio hacia el judío. Ese judío imaginario sobre el que escribió Finkielkraut y que simboliza para la extrema izquierda y la extrema derecha, cada cual a su modo, ya sea en Wall Street o en el Kremlin, la decadencia de los valores occidentales, la libertad de la Ilustración, la abstracción del pensamiento racional enfrentado a los ídolos de la tribu nacionalista. Vergès comienza desde un anticolonialismo y un nacionalismo tercermundista, ambos extremistas, hasta un nihilismo antiilustrado que encuentra en la figura de dicho judío imaginario la fuente de todos los males. El fundamentalista islámico y el nazi ario convergen en Jacques Vergès para encarnar en el abogado socarrón y mefistofélico al terrorista perfecto y absoluto, el que no tiene las manos manchadas de sangre porque tiene a otros, más estúpidos y temperamentales, que le van a hacer el trabajo sucio, y a los que luego defenderá aunque en el fondo le importen un bledo. Porque su objetivo es usar la defensa como una pantomima para atacar a las instituciones republicanas francesas, utilizando contra ellas toda la herramienta sofística de la que es capaz. Todo ello amparado bajo la metáfora pseudorrevolucionaria de que el árbol de la libertad necesita ser regado con la sangre de los tiranos (que dijo Jefferson, todavía ebrio del fervor revolucionario parisino).
 
Vergès, remedo postmoderno del abogado guillotinador Robespierre, se venga de la República liberal, del judío cosmopolita, de la Ilustración racionalista que abomina de la violencia. Confiesa que su ley es "estar contra la ley" y su moral, "ir contra la moral". El espíritu de la soberbia y la negación de Satán interpretados por un pobre diablo que glorifica la derrota del pensamiento, la traición de los intelectuales, la alegría del mal. Aunque, y esto es lo más odioso y nos cuesta admitirlo, entre tanta inteligencia dedicada al mal y tanta complejidad encaminada a la destrucción, Jacques Vergès aparece en el retrato que le hace Schroeder, sine ira et estudio, como un hombre razonablemente feliz.
 
 
EL ABOGADO DEL TERROR (135 min). Director: Barbet Schroeder. Guión: Prosper Keating. Música: Jorge Arriagada. Calificación: Para amantes de la política (8/10).
 
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