Sentía la angustia de cada madrugada, por atravesar las calles solitarias a una hora incierta, cercana al amanecer. Era consciente de que el peligro de que le pasara algo aumentaba con dinero en el bolsillo. Carlos Moreno enfiló la calle de Bacares hacia la marquesina de la parada de los autobuses 7 y 129. Contaba con una argucia secreta: el grueso del dinero estaba disimulado en uno de los bolsillos, y tenía una pequeña cantidad preparada por si aparecían los siempre posibles asaltantes. Al fin y al cabo, él era un simple trabajador. Posiblemente, si alguna vez llegaba la ocasión, los atracadores se dieran por satisfechos con el señuelo y conseguía salvar los billetes escondidos, que rozó con su mano para asegurarse de que seguían allí.
Con esta preocupación llegó hasta la marquesina y se recostó en seguida en el asiento. Había sido una jornada especialmente dura, y Carlos estaba notando el paso de los años –ya no era un chaval–, y también el exceso de kilos –necesitaba quitar grasa de la cintura–, pero ahora lo importante era no dejarse ganar por la modorra, permanecer alerta hasta que llegara el autobús. Estaba tan cansado que era capaz de quedarse dormido. Ayudaba el buen tiempo, la noche tan agradable que hacía.
Aquella madrugada del 30 de abril de 1994, que parecía tan indicada para echar una cabezadita, posiblemente cerró los ojos durante unos segundos. Antes de dejarse abatir por el sueño había mirado el reloj: eran las cuatro y cuarto. Cuando abrió los ojos de nuevo tuvo la sensación de que había pasado sólo un instante. Se sorprendió al ver lo que le había sobresaltado: dos jóvenes que se acercaban con gesto amenazador. Cuando estuvieron sólo a unos pasos sacaron unos cuchillos enormes. Carlos no podía apartar la mirada de uno de ellos: era una pieza afilada y descomunal que le daba un miedo terrible. Aunque quizá lo que más miedo le daba era la sonrisa del joven. Aquel chico parecía no tener entrañas. Le dijeron que era un atraco, que pusiera las manos a la espalda.
Carlos se movió rápido y les ofreció el señuelo que llevaba preparado. Tres mil pesetas. Bastante para dos colgados, dos yonquis, dos "lo que sea" que buscan pasta en la madrugada. Pero aquellos dos no se daban por satisfechos. Insistieron en que pusiera las manos a la espalda. Y cuando inició el movimiento el del cuchillo descomunal le atrapó las muñecas por detrás. Fue cuando Carlos se dio cuenta de que venían a matarlo. Sintió cómo el muchacho de más edad –¿tal vez veinte años?– se agachaba para cachearle. Y si hubiera sido sólo eso se habría dejado hacer, pero notó cómo el chico sólo simulaba que le estaba buscando en los calcetines y los bajos de los pantalones para iniciar desde allí un ataque, subiendo rápido –como movido por un resorte– y clavándole su cuchillo en el cuello.
Carlos sintió cómo le invadía una oleada de pánico. "Dejadme, hijos de p...", gritó mientras trataba de resistirse. Sus posibilidades de huir eran pocas, pero se dispuso a luchar por su vida. Sintió cómo la sangre le resbalaba por la garganta. Apenas le dio tiempo a reparar en ello, porque el más joven le había hundido su arma en el vientre. Notó cómo le pinchaba una, dos veces. Gritó: "No, no" y les empujó hasta deshacerse de ellos y empezar a correr.
Durante unos metros tuvo la ilusión de que podría escapar. Pero sintió cómo le agarraban por detrás, y otra vez sufrió el cuchillo: rasgándole la piel del cuello, esta vez. Se aferró con desesperación a aquella mano que trataba de degollarle y notó el desgarro de un guante de látex. Carlos se vio empujado hacia el terraplén, detrás de la marquesina de la parada de autobús. "Tíralo hacia el parque", oyó. Carlos se dio cuenta de lo que pretendían: aislarlo para matarle. Se rebeló con todas sus fuerzas. Uno de los chicos resbaló por el terraplén y se dio un golpe que le dejó fuera de la pelea durante unos segundos. Pero el otro, el del cuchillo descomunal, seguía apuñalándole sin piedad. Carlos sangraba por varias heridas, pero se notaba fuerte. Ninguna de las cuchilladas parecía grave. Intentó sacudirse al chico que tenía encima cuando el otro le sujetó por la espalda. El cuchillo le buscó de nuevo las entrañas. Se agitó, sacudió su cuerpo. Con la mano izquierda agarró por el pelo a uno de los agresores, con tanta desesperación que en sus uñas se quedaron muchos de los cabellos. Gritó de nuevo: "No me matéis". Y mordió con rabia la mano del chico mayor, que trataba de taponarle la boca. Pero el otro le atacó otra vez en la garganta. Perdió la conciencia de golpe. Le habían dado veinte puñaladas. Se desangraba por todas las heridas. Los agresores le dejaron allí mientras la vida se le escapaba...
El crimen había ocurrido en Madrid, en el barrio de Manoteras. A la mañana siguiente, un empleado de la Empresa Municipal de Transportes encontró el cadáver y quedó horrorizado, por el aspecto lastimoso que presentaba. El informe de la policía destacó que bajo la pierna izquierda fue encontrado un reloj de pulsera que no pertenecía al fallecido, que llevaba puesto el suyo. También señalaba que la mano derecha tenía restos de un guante de látex, y que entre las uñas de la mano izquierda había cabellos de su(s) asesino(s). Todos aquellos restos mostraban a las claras la batalla que el muerto había librado por su vida. Pero, ¿qué era aquello? ¿Un simple atraco? ¿Un ajuste de cuentas? El hecho de encontrar en los bolsillos de la víctima 60.000 pesetas en billetes ponía en duda que el móvil hubiera sido el dinero.
Ninguna hipótesis encajaba. La policía reconstruyó los últimos días de la vida de Carlos Moreno e investigó sus relaciones, pero sin conseguir arrojar luz sobre el suceso. La investigación llevaba camino de quedarse estancada, cuando la policía recibió una extraña llamada.
Un joven informó de que unos conocidos del barrio de Chamberí eran fanáticos del rol, un entretenimiento de simulación, desarrollado a partir del tradicional "imaginemos que yo soy un...", en el que los jugadores, a las órdenes de un rolmaster o director de juego, verdadero señor de voluntades, adoptan papeles diferentes; es decir, "asumen un determinado rol".
Este juego, entonces de moda, tiene una variedad "en vivo", además de la normal del tablero y los dados, que suele transcurrir sobre una mesa. La variedad "en vivo" propone desarrollos como el del "Killer" (asesino), en el que el objetivo es, siempre en la ficción, matar a alguien. El comunicante dijo a la policía que dos de sus conocidos habían llevado el juego al límite, convirtiéndolo en realidad.
Había pasado más de un mes desde el crimen cuando, la noche del domingo 5 de julio, los agentes encargados del caso detuvieron a Javier Rosado Calvo, de 20 años, estudiante de 3º de Químicas, y a Félix M. R., de 17, alumno de COU, en la rama de Letras. Se les acusaba de la muerte de Carlos Moreno, casado y con tres hijos. Se supo entonces que éste había sido una víctima elegida al azar.
Su muerte era contada con todo lujo de detalles, en un escalofriante relato, por el rolmaster, Javier Rosado, un joven obsesionado por el juego de rol que había llevado su pasión hasta el delirio criminal. Así, había creado el desarrollo "Razas", por el que aquella noche aciaga, según las normas que lo regían, había que matar a una mujer antes de las 4,15 de la madrugada. Para cumplir su objetivo, Javier y Félix afilaron sus cuchillos, se procuraron unos guantes para no dejar huellas y salieron de cacería, pasada la una. Si no conseguían matar a una mujer antes de la hora señalada, el rolmaster indicó que entonces la víctima tendría que se un hombre "con cara de tonto, mayor y gordito".
Primero pasaron gran parte de la noche buscando "una mujer joven y bonita". Eligieron a una morena que se escapó, sin saberlo, al subirse a un coche; después, otra joven, a la que dejó su novio a unos metros de su casa. Sin saber que huía de la muerte, cerró la puerta del portal sólo unos segundos antes de que la alcanzaran. Entonces se fijaron en una anciana que bajó a tirar la basura, y que milagrosamente escapó. De esta forma desecharon hasta siete víctimas, consumiendo un tiempo precioso que les hizo atravesar la hora límite del juego. Más allá de las 4,15 la víctima tenía que ser un hombre "mayor y gordito". Al rato encontraron a Carlos Moreno sentado en la parada del autobús y se abalanzaron sobre él.
Días después, Javier Rosado comentó su hazaña con amigos del barrio, con la intención de reclutarlos para el sangriento juego. La muerte del empleado de la contrata de limpiezas le había excitado sobremanera. Uno de los muchachos a los que intentó convencer para sus fines, le contó todo a sus padres, aterrorizado, y éstos decidieron llamar a la policía.