El propio ganadero había dado orden a sus empleados José Manuel y Pedro Antonio Yepes, de 19 y 15 años respectivamente, de estar alerta para impedir que esto siguiera sucediendo. Manuel Costa tenía una relación muy especial tanto con sus empleados como con el padre de ambos, José Yepes, cabeza de una familia de ocho hijos –el menor, de dos años–, en cuya casa se hablaba de aquél como del "amo".
La noche del 30 de noviembre de 1990, madrugada de luna llena, empleados y amo fueron al domicilio de José –no lejos de Charco Lentisco–, que había matado un cordero y los había invitado a cenar. Paralelamente, en Albacete, a una hora de camino en automóvil, Juan Lorenzo Franco Collado (el Loren), Andrés Panduro Jiménez y Juan Carlos Rumbo Fernández, tres jóvenes novilleros, valoraban la posibilidad de aprovechar la buena noche que hacía para "hacerse una luna", esto es, realizar una sesión de toreo nocturno bajo la luna llena, sin permiso del propietario de las reses. A tenor de lo hablado, pensaron que lo más apropiado sería correr la aventura en la finca Charco Lentisco, con cuyo dueño uno de ellos, el Loren, había tenido mucho trato por haber sido aquél durante mucho tiempo su apoderado taurino.
No obstante, últimamente, y según declararía Fernando Franco, padre de el Loren, las relaciones con Manuel Costa se habían enfriado. Costa debía dinero a Franco, y éste prohibió a su hijo la entrada en la finca ganadera. De todas formas, los tres novilleros subieron al Talbot Solara de el Loren y se dirigieron a Charco Lentisco convenientemente provistos de los trastos de torear: estoques, capotes y muletas. Primaba en ellos la osadía de la juventud y el romanticismo del riesgo sobre la prohibición legal de estas prácticas, que trata de impedir que las reses salgan toreadas a las plazas porque enseguida aprenden a distinguir la figura humana, despreciando el engaño del capote.
Se supone que llegaron a la finca en la que sorpresivamente encontrarían la muerte sobre las tres de la madrigada. Aparcaron el vehículo no lejos del paraje de Las Lomas y se adentraron a pie. Al poco de comenzar la tienta fueron descubiertos. Sin que pudieran esperarlo se desató entonces contra ellos una implacable "caza del hombre". Aunque todo resulta bastante confuso, al menos participaron ella Manuel Costa y sus dos empleados. Uno de ellos llevaba una escopeta de repetición marca Franchi. Intentaron acorralarles mientras los jóvenes emprendían la huida en dirección al lugar donde tenían aparcado el coche. Antes de llegar, a unos 300 metros de Charco Lentisco, les dieron alcance.
Bajo la amenaza del arma de fuego, los novilleros se detuvieron. Probablemente sin darles tiempo a reaccionar –puesto que los expertos señalan que fueron asesinados a pie firme y no a la carrera, ni intentando escapar–, allí mismo les dispararon a corta distancia. Fue un auténtico fusilamiento: recibieron nueve tiros. Juan Carlos Rumbo fue alcanzado por dos, uno en la cabeza. Las versiones de los implicados difieren, pero a tenor de las pruebas encontradas lo más verosímil es que el autor material de los disparos fuera José Manuel Yepes, reputado como buen tirador, y que el "cooperador necesario" fuera Manuel Costa.
Los perseguidores celebraron un conciliábulo para deshacerse de los cadáveres. Barajaron varias posibilidades, entre ellas la de enterrarlos en cal viva y meterlos dentro del coche en el que habían llegado para prenderles fuego. Incluso buscaron durante un rato el vehículo, sin encontrarlo. Finalmente, Costa llamó a su abogado a Murcia y se presentó a la Guardia Civil.
En una primera versión inculparon al menor Pedro Antonio Yepes, de 15 años, exento de responsabilidad criminal, que aceptó ante el juez ser el único culpable de las muertes, con lo que en teoría su hermano mayor y el dueño de la finca habrían de quedar a salvo. Incluso confeccionó un relato perfectamente argumentado en el que perseguía a los novilleros, les disparaba y acababa con ellos, tras haber recargado dos veces la escopeta de repetición. Pero después de algunos acontecimientos, y por consejo de su padre, cambió la declaración, inculpando directamente a Manuel Costa e incluso haciéndole responsable de haber terminado con la vida de uno de los tres maletillas. Precisamente de Juan Lorenzo, que le suplicaba: "No me tires. Soy el Loren, por Dios. Que me matas". El menor confesaría haberle herido, pero que se negó a rematarlo porque le conocía y había tenido con él cierta amistad.
Fue entonces cuando, según la nueva declaración, Costa le incitó a acabar con él: "Pedro, tírale"; al no obedecerle, le arrebató la escopeta y disparó él mismo. Luego limpió el arma con un pañuelo y se la devolvió al muchacho.
Esta versión fue radicalmente alterada cuando se descubrieron en la escopeta huellas de José Manuel, el hermano mayor, lo que obligó a cambiar la versión en la que éste se declaraba inocente. Aceptó haber sido el autor de los disparos, pero los Yepes siguieron acusando al dueño de la finca. El cabeza de familia justificaba este proceder en que Costa había incumplido un trato: dar su cuadra de caballos y veinte millones de pesetas a los Yepes si los chicos se declaraban culpables y le dejaban al margen. José Yepes, antes uña y carne con Costa, al que admiraba hasta "considerarle una especie de dios", a raíz del supuesto engaño le había declarado pública enemistad.
Los detalles de lo que pasó aquella noche trágica en Charco Lentisco quedarán para siempre en la confusión más absoluta. Para el fiscal y las acusaciones particulares, en la muerte de los tres novilleros debieron de participar dos tiradores y dos escopetas, porque es la única forma en la que se entiende que las víctimas permanecieran quietas, sin intentar escapar, pese a su complexión atlética y su buena forma física. En apoyo de esta tesis, los investigadores encontraron en casa de los Yepes dos cartuchos de postas disparados con una escopeta distinta de la Franchi incautada en Charco Lentisco. Sin embargo, la teoría de los dos tiradores con dos escopetas acabaría siendo archivada por el juzgado de Cieza, tres años después de los crímenes, al no encontrarse nuevas pruebas para inculpar a nadie.
Pero mucho antes, en abril de 1991, unos meses después de las muertes, se produjo un hecho que añadió nuevas zonas oscuras a toda la investigación. Sin que pueda explicarse por qué, fue encontrado ahorcado Jesús Saorín Guillamón, de 49 años, el propietario de la escopeta utilizada en el crimen. El arma, aunque seguía siendo reglamentariamente de su propiedad, había sido adquirida, según testigos, por el patriarca José Yepes, en una visita a su casa, a la que acudió con Manuel Costa. Poco después de probar el buen funcionamiento, Yepes le ofreció 35.000 pesetas, pero Saorín se negó a dejársela hasta que pudiera traspasarla legalmente. Más tarde debió de cambiar de opinión, puesto que la escopeta era utilizada habitualmente por los hermanos Yepes, que la noche del crimen la llevaban en prevención de un posible encuentro con los que venían a molestar a las reses bravas.
Pese a su aparente falta de responsabilidad en los hechos, Jesús Saorín, aparentemente, se colgó de un árbol en el paraje conocido como Los Casones de la Atalaya (Cieza). Su cadáver fue encontrado horas antes del careo que debía haber celebrado con el dueño de Charco Lentisco.
Finalmente los jueces, tras la vista oral, dictaminaron que la intervención de Manuel Costa, el hombre que mantenía fuertes y especialísimas relaciones de autoridad con los Yepes, fue determinante en el asesinato de los tres novilleros. Se le encontró culpable de transportar la escopeta en el maletero de su coche y de seguir a los asesinados a bordo del vehículo con las luces apagadas, para lograr sorprenderles al regreso de la cena en el domicilio de los Yepes. Igualmente fue hallado culpable de no intervenir para salvar sus vidas cuando los jóvenes fueron acorralados en un cruce de caminos y empezaron recibir disparos.