El cuerpo apareció con la ropa de la parte de arriba en torno a la cabeza y la de la parte de abajo en los tobillos. En el cuello se observaban claramente huellas de estrangulamiento, que la inspección forense determinaría habían sido producidas por una sola mano; una mano derecha. Eso indicaba que el asesino la atacó mientras la víctima estaba tumbada, y que la inmovilizó con el otro brazo y el resto de su cuerpo para perpetrar el crimen.
El cadáver presentaba numerosas erosiones: había sido arrastrado. Probablemente la mujer fue asesinada lejos del lugar en que fue encontrado su cuerpo. La primera descripción que se facilitó hablaba de una joven de 20 años, 1'60 de estatura, delgada, con el pelo teñido de rubio. Era el 13 de agosto de 1969.
Fue descubierta por Adolfo Carrascosa Blázquez, de 29 años, vecino de Hortaleza, conductor del cuerpo de bomberos, que utilizaba el lugar para hacer ejercicio físico. Parecía una muñequita galáctica, con el bolso y los zapatos plateados. Llevaba las uñas pintadas del mismo color: plata metálico. Tenía quitados el pantalón (azul) y el suéter (negro). La casa abandonada era de grandes proporciones, y servía de refugio a pastores y a parejas. Se accedía a ella por un camino vecinal desde la colonia de Iberia.
Cuando llegó el forense se encontró, entre los dientes del cadáver, una medalla de oro con la inscripción "Luci, 13-12-1962". Tras el examen, determinó que debía de llevar muerta por lo menos 24 horas. Había huellas de neumáticos de un coche incluso en el interior de la casa. La policía determinó que pertenecían a un Renault 4-L.
La identificación fue muy difícil. La víctima tenía ficha policial a nombre de Kerr Payne, nacida en Venecia el 25 de diciembre de 1944, hija de Ricard y Nuria, casada, de profesión "sus labores" y nacionalizada norteamericana. La policía estuvo creyendo en esto demasiado tiempo.
El gabinete de identificación no estaba satisfecho, porque los datos no encajaban. Volvieron a revisar todas las fichas y encontraron otra que coincidía con las necrodactilares: era la de Natividad Romero Rodríguez, nacida en Siles (Jaén), el 15 de julio de 1941, hija de Valentín y Eusebia. Éstos se desplazaron a Madrid para identificar el cuerpo. Llegaron el día de la Virgen: el Juzgado estaba cerrado. Marcharon, entonces, al Instituto Anatómico Forense, y allí se encontraron con que no les dejaban entrar.
– La única joven muerta que hay aquí es una norteamericana, y usted no puede ser su madre.
– ¡Ay, que me da que puede ser la Nati! Déjeme bajar.
Tanto insistió la señora, acompañada de su marido y de su hijo, que le descubrieron la cara desfigurada de una mujer: ella la identificó como "la Nati". Pero el empleado le enseñó documentos a nombre de Kerr Payne, y su propio hijo la convenció de que aquella no podía ser su hermana.
A la mañana siguiente, sábado, en la DGS (Dirección General de Seguridad) le mostraron unas fotos en las que reconoció a su hija. Ya en el juzgado, le vino a la mente comentar que la Nati tenía una cicatriz en la mitad de uno de los brazos. Lo comprobaron con el cadáver y se convencieron todos.
Nati-Luci-Kerr, que cuando ejercía la prostitución se hacía llamar Tania, vivió en Siles, a 168 kilómetros de Jaén, en una desviación de la carretera que une la capital de la provincia con Albacete. Desde allí fue trasladada a Los Prados, el psiquiátrico de Jaén, donde estuvo internada durante siete años. Había intentado suicidarse cuatro veces: una, lanzándose desde un cuarto piso; otra, haciéndose cortes en el brazo.
En Madrid, y desde hacía tiempo, era una mujer significada por sus rarezas. Para empezar, solía cambiar a menudo el color de su pelo. Tan pronto era morena como rubia o pelirroja. En una semana se teñía tres veces el cabello, de distintos colores. Sentía debilidad por cambiar su aspecto personal. También era por lo común demasiado afectuosa con chicas de su edad o más jóvenes. Pero lo definitivo es que Natividad Romero tenía un "mundo negro", habitado por hombres de color, soldados norteamericanos de la base de Torrejón. Su presencia era constante en bares americanos y night clubs. Tenía siempre el mismo gesto: ausente, como si estuviera drogada.
Vivió en un apartamento de Padre Xifré y en otro de Narciso Serra, 8, entre agosto y septiembre de 1964. Vivió con un hombre de color llamado Juan que tenía una cicatriz en la cara que le cruzaba la mejilla. Juan desapareció a finales de 1965: fue destinado a Rota.
A medida que se avanzaba en la investigación se supo que Nati había mostrado signos de evidente desequilibrio mental: cleptomanía y manía de grandeza. La medalla de oro con la inscripción "Luci" se la había quitado a su compañera de piso. Vivía en la calle Ardemans, 50, 1º izda., con Lucía (Luci) López Hernández, novia del sereno de la zona, David Rodríguez Álvarez. A raíz del asesinato, los dos fueron detenidos; posteriormente quedaron en libertad sin cargos.
Otro episodio sorprendente es el viaje que hizo Nati con un taxista de Madrid a Siles; a éste le prometió pagarle a la llegada: era una mujer muy rica –le dijo–, y en cuanto llegaran haría que su abogado le abonase la carrera. Pero una vez en Siles dejó al taxista chasqueado y estafado.
La Brigada Criminal (BIC) estaba empeñada en reconstruir todo lo que hizo durante el día de su muerte hasta las tres de la madrigada, hora muy próxima a la del deceso. ¿Entre el 11 y el 12 de agosto? ¿En la noche del lunes al martes? En la piscina de Arturo Soria a la que solía ir dejó una bolsa con ropas. No volvería por ellas.
Quienes la conocían la notaron nerviosa, como si de algún modo temiera su final. Con anterioridad, en febrero, había sido agredida. Un coche de vigilancia la encontró inconsciente en el Retiro. Alguien la había pegado hasta que perdió el sentido. ¿Fue un desconocido? Ella no reveló su nombre.
Vivía con desahogo gracias a los cheques que recibía de Norteamérica. Asunto que tampoco estaba muy claro, dado que ingresaba grandes cantidades: llegó a recibir giros de 2.000 dólares (140.000 pesetas de la época), lo que estaba muy por encima de la paga de un soldado.
En su constante relación con los hombres de la base, se fue a vivir a la Piovera, entonces una urbanización de lujo, y al parecer había contraído matrimonio con Leonard Payne, de raza negra, cabo primero de las Fuerzas Aéreas norteamericanas, quizá el que mandaba los giros, especialista en electrónica aeronáutica y posteriormente destinado a Vietnam. Con él vivió en pisos alquilados de hasta 20.000 pesetas de las de entonces. Cuando Leonard se fue, Nati llegó a ofrecer hasta 5.000 pesetas a varias conocidas para que le hicieran compañía en su casa.
Al filo de las cuatro de la madrugada debió de encaminarse al lugar en que fue encontrada. Un sitio habitual para algunos que disputaban un juego aparentemente muy divertido: consistía en detener los vehículos a un centenar de metros del caserón abandonado y designar a uno del grupo, que debía recorrer la distancia hasta la casa a la luz de una vela. Otros no iban a jugar. Como el asesino de Nati.
Había estado presa en la cárcel de Ventas alrededor de ocho meses. Salió el 12 de enero. Allí dentro, según recuerda una de sus compañeras, decía que estaba casada con un americano negro, y que tenía dos hijos con él. Todos en la cárcel sabían que era "rubia de frasco". Según recordaban, hablaba muy mal, con muchos tacos. La compañera afirma que "estaba medio loca". "Siempre estaba buscando pelea, provocando. Además era una pervertida, y los oficiales de la prisión la tuvieron que castigar por eso".
Estaba allí por asuntos de drogas, "por haber drogado a una menor o algo así". Estaba calificada como violenta, hacía alarde de que le gustaba beber y de que, en cuanto saliera de allí, se iba a coger "una buena castaña".
A las seis menos cuarto de la tarde del 28 de agosto de 1969 Nati, "la chica de la tinaja", fue enterrada en el cementerio de la Almudena. "Mi hija tenía que acabar así: quien mal vive, mal acaba", dijo su madre, mirando al suelo con los brazos cruzados.
Casi 18 meses más tarde, el 30 de enero de 1971, fue detenido un violento proxeneta, Gregorio Ávila Sotoca. Goyo confesó ser el autor del crimen, incluso se llevó a cabo una reconstrucción que convenció a los investigadores en un primer momento. Más tarde el Goyo, un rufián fanfarrón y farolero, se volvió atrás ("Yo no la maté"), por lo que, junto con la versión disonante que dio de los hechos, fue absuelto del delito de homicidio por falta de pruebas, aunque condenado por rufianismo, en el juicio que se celebró a finales de mayo de 1972.