El 3 de junio se instaló en una pensión de la Cava Baja llamada El León de Oro. Cuando, tres días después, salió de allí, dejó su cuarto en orden y cerrado. No volvió a saberse nada de él.
Sus familiares madrileños, que vivían en el número 13 de la calle Mira el Sol, le echaron en falta cuando comprobaron que ni les visitaba ni recogía la correspondencia. Puesto en antecedentes, un cuñado del desaparecido partió de Pozuelo de Tabarra hasta Madrid para intentar averiguar el paradero de éste. En El León de Oro le informaron de que se había visto a Manuel acompañado de un caballero de poblada barba y que cojeaba ostensiblemente.
Paralelamente, un caballero de poblada barba, que cojeaba ostensiblemente y que dijo llamarse Nilo Aurelio Sáinz de Miguel, presentó una denuncia. Don Nilo Aurelio, residente en el 52 de la calle Preciados, era el administrador en la capital del desaparecido; recurría a la autoridad judicial porque –dijo– se encontraba preocupado por su cliente y amigo, con quien había perdido el contacto. Se decidió a ello después de que la mujer de don Manuel le comunicara por teléfono que ella tampoco sabía nada de él.
Don Nilo calculó, ante el secretario judicial, que su cliente habría traído consigo a Madrid más de 10.000 duros, porque éste era el precio del molino que había venido a adquirir. Asimismo, declaró que la última vez que vio a don Manuel fue a las tres de la tarde del martes en el Café Oriental, situado en la Puerta del Sol. Quedaron en volver a reunirse a la mañana siguiente. La declaración se produjo el viernes.
Acto seguido pidió autorización para marcharse, como tenía previsto, al balneario de Arnedillo.
Los días pasaban, y nada. Hasta que el 18 de agosto un guardia encontró en el suelo de la Plaza Mayor un pequeño paquete con una llave que resultó pertenecer a El León de Oro; en concreto, a la habitación que había alquilado el desaparecido terrateniente zamorano. Al salir esto a la luz, el apasionamiento de los madrileños por el caso se redobló.
Un joven policía del Servicio de Vigilancia ansioso de ganarse un puesto entre los investigadores de la "secreta", Federico García Gómez, llevaba mucho tiempo haciendo averiguaciones. Se daba la circunstancia de que era asiduo del Café de Oriente y de unos locales de la Sociedad Gimnástica, cuya sede de la calle Barbieri frecuentaba también Federico Sáinz, a quien recogía a la salida su padre, don Nilo. El hecho de que conociera a parte de los personajes del drama hizo que tomara mayor interés en el misterio, que acabó por convertirse para él en una cuestión obsesiva.
Federico García sabía por los periódicos que don Nilo había declarado haber visto por última vez a don Manuel en el Café Oriental. En este punto la casualidad jugó un papel importantísimo, porque el joven policía recordaba haber coincidido aquel martes, en un tranvía, con don Nilo, con su hijo y con el desaparecido. Pero mientras que don Nilo había dicho que se había visto a las tres con don Manuel, Federico recordaba con claridad que había tomado el tranvía (el 4, que cubría la ruta Puerta del Sol-Ventas) a las cuatro y media.
Si la memoria no le hacía una jugarreta, el hombre del periódico iba sentado entre don Nilo y su hijo mayor. Lo recordó con precisión porque esa tarde tenía asignado el relevo en la mesa petitoria de la Fiesta de la Flor, instalada en Atocha, y llegaba la tarde. Antes de subir al tranvía que le dejaría en Cibeles, donde tenía que tomar otro hacia la estación del Mediodía (Atocha), había consultado el reloj de Gobernación. Y sin duda aquel servicio fue el martes 6. ¿Por qué, entonces, había mentido don Niño en su declaración?
El joven agente, que con los años llegaría a ser comisario jefe, decidió investigar por su cuenta. Y empezó a hacer deducciones: dado que el tranvía llevaba a Ventas, entonces un suburbio poco poblado, se decidió a una paciente búsqueda. Búsqueda que acometió de la forma más teatral, puesto que decidió disfrazarse: vestido con un mono azul, se presentaba como un mecánico que buscaba a un hombre cojo que le había prometido trabajo.
Le llevó más de un mes dar con una persona que recordaba vagamente a un hombre como el señalado que se había interesado por el alquiler de una casita, un "hotelito", según se decía entonces. Ese indicio le condujo hacia la zona de la plaza Manuel Becerra. Finalmente llegó a una tienda de la calle Lanuza cuyo propietario recordaba con precisión que un hombre con las características referidas había preguntado allí hacía algún tiempo por una casa de alquiler, y que le remitieron al número 18 de la calle.
Federico García vio que su constancia obtenía recompensa. Resultó sencillo comprobar que, efectivamente, alguien que dijo llamarse Miguel Sáinz (los apellidos invertidos de don Nilo) había alquilado la casa del 18 de la calle Lanuza. Todo era de lo más sospechoso: el caballero cojo y barbudo no había vuelto desde que arrendó la vivienda.
Por la noche, armado de valor, una linterna y su pistola, el joven Federico, enfundado en su mono azul, decide que el fin justifica los medios y se arriesga a cometer un delito de allanamiento de morada para descubrir otro mucho más grave: robo con homicidio.
Es una noche de agosto clara y con ruido de bullicio, por las verbenas. Federico García salta la tapia de la casa, de dos pisos, por la parte trasera y entra en la vivienda forzando una puerta. A la luz de la linterna la planta parece vacía, sin más muebles que unas sillas desvencijadas y, en un rincón, unas botellas de cerveza. En una de las habitaciones descubre que el suelo ha sido removido y solado tan recientemente que las juntas de las baldosas presentan rastros de humedad. Además, encuentra manchas en la pared que podrían ser de sangre y, entre las cenizas de la chimenea, trapos con más manchas siniestras y un hacha sospechosamente sucia.
A toda prisa informa a sus jefes de que tiene fundadas sospechas del paradero de Manuel Ferrero, o de lo que quede de él. Efectivamente, y previa autorización judicial, a golpe de pico se desentierra el cadáver del desaparecido. Por lo que hace a don Nilo, fue detenido en Logroño. Tras largos interrogatorios, confesó haber dado muerte a Ferrero en el transcurso de una discusión por una supuesta deuda.
Estamos ante el único caso que se recuerda en que el asesino nunca perdió el tratamiento de "don". Era un caballero de buena apariencia, que usaba toda la barba, de color castaño oscuro, algo canosa y larga. De estatura regular y complexión mediana, trataba de disimular su cojera apoyándose en un elegante bastón. De maneras pulidas como las de un estafador, daba el pego representando el papel de individuo de vida desahogada que se dedicaba a negocios en los que nunca se trabaja con las manos.
Su cómplice e hijo, Federico Sáinz Andrés, de diecisiete años, escaso bigote negro, cejas pobladas y muy juntas, cara alargada y pelo negro, era un muchacho fantasioso que, por lo que se descubriría en la investigación, contó a sus amigos un sueño en el que se había sentido el célebre asesino "capitán Sánchez", matando a un hombre y arrojando sus pedazos por la atarjea de su casa. Asimismo, dijo admirar a los ladrones y asesinos que lograban mantenerse impunes.
De acuerdo con la autopsia, a don Manuel le propinaron diez hachazos en el cráneo con una herramienta de las llamadas “marineras”, de mango corto, filo cortante en un lado y pico en el otro. La cabeza presentaba un hachazo profundo que deshacía el rostro y hasta nueve golpes con la parte del pico, lo que da una idea de la ferocidad de los criminales.
El cadáver fue enterrado en la habitación de las sillas desvencijadas, en una fosa estrecha y poco profunda.