Del mismo modo que en la época franquista algunas excepciones (tipos insobornables como Buñuel y Berlanga, que no se dejaban achantar por la dictadura oficial de los fascistas y la oficiosa de los comunistas) confirmaban el juicio sobre el cine patrio de Juan Antonio Bardem, ahora pululan por ahí genios e ingenios que desafían las normas de la mediocridad, el chantaje ideológico y la confusión conceptual que lleva a la mayor parte de la comunidad cinematográfica a realizar sermones y monsergas, mentiras y de las gordas, en lugar de películas.
Hoy en día las excepciones se llaman Mercedes Álvarez, Daniel V. Villamediana (del que se estrena en febrero la película que ya reseñamos en Libertad Digital), Santiago Segura o Álex de la Iglesia. Precisamente este último está siendo vapuleado, en su condición de (ex) presidente de la Academia de Cine, por el resto de sus compañeros, desde su último productor, Gerardo Herrero, hasta su hasta ahora vicepresidenta en la Academia, Icíar Bollaín, que prefieren besar como lacayos la mano de la ministra de Cultura al tiempo que le apuñalan por la espalda.
¿Su pecado inefable, su crimen horrendo? Intentar encontrar vías de entendimiento en aras de la innovación industrial y la renovación artística entre los productores y los consumidores culturales. Pero en un país en el que la industria del libro y del audiovisual está en manos de un lobby ludita, tecnófobo y anticapitalista –que presiona al gobierno para que impida la incorporación de la tecnología digital que haría desaparecer, mediante la entrada de nuevos competidores, sus privilegios y su anclaje en el pasado–, una mente abierta al futuro como la de Álex de la Iglesia sencillamente ha de ser coartada, silenciada, ocultada. "¡Quiero la cabeza de Álex de la Iglesia!", podemos imaginar que va gritando por los pasillos del Ministerio una Sinde descompuesta e histérica. Así se paga la disensión razonada y civilizada en el gobierno socialista: con una caza maccarthysta al payaso rebelde, al que no le vamos a cantar una balada sino un réquiem.
¡Qué más quisieran Bollaín y Herrero que el gran público –en Pekín, en Berlín, en París– sintiese tanto interés por lo que hacen que se descargase sus películas! Y que viéndolas pirateadas tuviese la imperiosa necesidad de ir a verlas también al cine. O que les tuviesen tanto respeto –como les sucede a Eastwood, Godard o Han Sang Soo– que sintieran el imperativo moral y estético de ir a ver sus últimas producciones en una sala cinematográfica.
Sin embargo, en España sigue habiendo cultura, innovación artística, riesgo escénico. Mientras resulta complicado hallar una cinta cinematográfica española de calidad, el teatro echa humo. El espectáculo tridimensional por excelencia, ¡y sin gafas!, vive una etapa de esplendor. Y no porque no se puedan descargar las representaciones, sino porque las gentes del teatro han realizado un contrato de sinceridad y honestidad artística con el público. Se trata de divertirlos con inteligencia, de hacerles reflexionar sin sermonearles. Además, gracias a la iniciativa pública (con la que por una vez estoy de acuerdo, porque se está haciendo con criterio y oportunidad, dando al público lo que el público pide, sin insultarlo, sin menospreciarlo) es posible ver por toda la geografía nacional espectáculos tan profundos a la vez que divertidos como La violación de Lucrecia y Función por hacer.
Nuria Espert es una setentañera llena de vida y de conocimiento. Durante una hora y cuarto es el violador y la violada, el narrador y el coro, el puñal y la rosa. "La violación de Lucrecia" es uno de los primeros poemas de Shakespeare, pero ahí está ya todo el genio del inglés: señor de todas las palabras, monstruo de empatía capaz de hacernos sentir hasta la última vibración lujuriosa de Tarquino y el más íntimo estremecimiento de Lucrecia. Seguir como espectador tal avalancha de emociones y palabras bigger than life es agotador, así que lo que hace la Espert, ella sola frente al genio de Avon, debe de ser como encerrarse con seis miuras. El público de Málaga, de pie desde la primera salva de aplausos, le concedió todas las orejas y todos los rabos. No se la pierdan. Cuando sean mayores podrán contar a sus nietos que vieron a la Espert regateándose a sí misma encima de un escenario y metiendo goles por las escuadras de las bambalinas. Ni Messi.
Pero no solo de shakespeares (o lopedevegas) vive la escena española. También en gira se encuentra una producción de la compañía independiente, de evocador nombre, Kamikaze. El director de la obra de la Espert es Miguel del Arco, que es también coautor, junto a Aitor Tejada, de La función por hacer, una versión actualizada de Seis personajes en busca de autor, de Pirandello. Teatro dentro del teatro, vida dentro de la vida, la obra de Pirandello-Del Arco-Tejada consiste en una vuelta de tuerca del clásico tema que arrancó del barroco: el cuestionamiento de la representación como espejo de la naturaleza, de la vida, de la sociedad. Vamos, lo que también ha hecho Cristopher Nolan en su particular versión cinematográfica de La vida es sueño, la resultona aunque artificial Inception. Si la problemática que plantean los kamikazes no resulta un tanto manida y obsoleta es porque está reinterpretada con espontaneidad, intensidad, ritmo y frescura. Lo peor de los tratamientos en estos temas tan filosóficos es que se confunda la profundidad con la pesadez y la seriedad con el estreñimiento. Por el contrario, Del Arco y Tejada han optado por el humor hawksiano y las referencias populares, como la réplica extraída de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?: "¿Eres de verdad tan malvada o es que te dibujaron así?". Hace falta audacia y desparpajo para combinar al austero Pirandello con la escultural Jessica Rabbit. Eso no se les ocurre a Icíar Bollain y a Gerardo Herrero ni poniéndose ciegos de cocaína digital vía megaupload.
Nuria Espert, los kamikazes... gente que hace que sus representaciones de mentirijillas aparezcan como verdades y de las gordas. Todo lo contrario que la ministra, guionista e inquisidora Sinde, una mentirosa, y de las gordas.
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