Una vecina nos muestra las huellas de unos dinosaurios, fosilizadas en la piedra. Más tarde vemos a los nuevos gigantes: inmensas grúas y minimalistas molinos de viento. Desde que el animal prehistórico se paseaba por el suelo soriano hasta que el paradigma de la nueva tecnología se alza desafiante y bello, el cielo ha girado alrededor de la Tierra miles de millones de veces.
El tiempo pasa; los paisajes, animales y personas pasan. No tiene sentido echar de menos a los dinosaurios que anduvieron por la Tierra, porque su desaparición es la condición para que nosotros podamos existir. Pero ello no quita que no los recordemos y admiremos.
Mucho de amor y de orgullo hay en el documental que ha realizado Mercedes Álvarez sobre la aldea en que nació. Fue la última en venir al mundo en Aldeaseñor, y poco después, apenas tenía tres años, emigró con toda su familia buscando perspectivas más halagüeñas. Treinta y tantos años después ha vuelto para retratar a los últimos habitantes. Sólo quedan catorce personas en el lugar, entre los sesenta y los ochenta años. Mercedes Álvarez se pasea por su pueblo con la seguridad de quien lo siente suyo pero con la discreción que inspira el respeto.
Esta opera prima tiene mucho de testamento, porque la villa se encuentra en un estado crepuscular. Pero no espere el lector-espectador encontrar un discurso quejoso, sentimentaloide y nostálgico. Todo lo contrario. La vida sigue, y el viejo caserón abandonado se rehabilita para convertirse en un hotel de lujo; los campos de encinas ven alzarse monstruosas bellezas tecnológicas; pastores de ovejas charlan en mitad de caminos de tierra con mediofondistas olímpicos.
El cielo gira, y sí que hay cosas nuevas bajo el sol. Mercedes Álvarez realiza un portentoso trabajo de elaboración para que la realidad empírica se transforme en realidad cinematográfica, como hicieron antes que ella Robert Flaherty en Nanook el esquimal, John Grierson en Drifters, más recientemente Agnes Varda en Las espigadoras y la espigadora, o en España Basilio Martín Patino, Víctor Erice y José Luis Guerín.
A la vera de estos dos últimos es como ha evolucionado la directora castellano-navarra. Curtida en la televisión, se trasladó a Barcelona para cursar el Master de Documental de Creación de la Universidad Pompeu Fabra. Allí se encontró con Guerín, para el que trabajó como montadora en el documental En construcción.
Precisamente, El cielo gira está construida primordialmente en la sala de montaje. No puede haber guión para una película que se basa en la capacidad de espera, en saber escuchar y en mirar más allá de las apariencias. La intimidad y la confianza que se dejan traslucir entre los protagonistas del relato y la maquinaria fílmica sólo se consiguen si ha habido una labor de relación personal que fundamente la necesaria complicidad. Así consiguió Flaherty ganarse a los esquimales para Nanook, o a los taciturnos y desconfiados irlandeses de Hombres de Aran.
De manera similar, durante un año, y con el ritmo que marcaban las estaciones y el calor de las relaciones humanas, Álvarez ha filmado a medio camino entre la fidelidad notarial propia del documental y la evocación poética. Como la propia autora ha declarado: "Lo que cuenta es la capacidad de cada uno para dotarse de un lenguaje propio, y que ese lenguaje esté en consonancia con la realidad que quiere captar".
Y es que la síntesis entre la verdad literal y la verdad metafórica que, a veces, alcanza el documental lo convierte en la expresión más genuina del arte cinematográfico. El cielo gira consigue que, a pesar del artificio industrial que el cine comporta, sepamos que la verdad artística es posible. Y que a su través podemos tocar, mirar, sentir una realidad que se escapa pero que al mismo tiempo va a quedar para siempre conservada, como la huella fosilizada del animal extinguido con la que se abre este viaje al centro de la memoria y del porvenir.
Escuchamos, sin caer en la impertinencia, las charlas de los paisanos en el cementerio, en la plaza del pueblo, en los caminos que circundan la aldea. Conversaciones triviales y a la vez profundas, dotadas del sentido de quien ha vivido mucho y está plenamente enraizado en la tierra en la que vive, de la que vive y en la que seguramente morirá. Esa tierra, la castellana, que Álvarez consigue filmar como si la cámara fuese una paleta, con ecos de Vermeer y Esteban Vicente.
Con sabiduría, le pasa el testigo de la imagen al pintor Pello Azketa, que sufre una enfermedad que le está dejando ciego. A través de la visión disminuida de Azketa, que transmuta su pintura desde un hiperrealismo lírico hasta una cuasiabstracción metafísica, se establece una sutil metáfora de la desaparición de un mundo. Así, el paisaje soriano adquiere unas resonancias a la altura de la poética que desarrolló Antonio Machado.
Es muy importante, como indicaba, que Mercedes Álvarez no haya incurrido en la nostalgia victimista. No se lo podía permitir, si no quería un típico documental blando sobre pueblos abandonados. Son hermosas las panorámicas en que los páramos crepusculares van siendo conquistados por las nuevas tecnologías (quizá la directora deplora la "invasión" de las máquinas, pero al menos tiene la prudencia de mostrar el hecho desnudo).
También giran y cambian las gentes. Así, el encuentro entre un ex funcionario marroquí reconvertido en pastor de ovejas y un atleta tunecino en mitad de un páramo adquiere la virtualidad de un encuentro que podría resultar inverosímil pero que se convierte en uno de esos momentos mágicos que van salpicando la proyección. Como la presencia de una silla amarilla en el exterior de un caserío, y su simbólica ausencia. También la ruidosa intromisión de un par de coches en campaña electoral, interrumpiendo momentos de recogimiento de los habitantes del pueblo, que se vengan con unos deliciosos e irónicos comentarios de los volátiles visitantes. O la fusión del sonido de una trompeta numantina con el crepitar de una radio que informa del aplastamiento de un pueblo kurdo en Irak.
Los lazos de filiación formal y de contenido con otros grandes documentales españoles, quizás el único género en que se destaca últimamente en el ámbito cinematográfico, permiten abrigar la esperanza de la creación de una Escuela o Movimiento. Los más relevantes son Innisfree de Guerín y El sol del membrillo de Erice, documental sobre el también pintor hiperrealista Antonio López –y es que el cine tiene una estructural vocación hacia el (hiper)realismo– en el que Erice mostraba las claves del género: respeto, pluralidad y, en suma, una conjunción de la estética con la ética en la que la forma y el fondo estén inextricablemente asociados.
Factores que constituyen también el núcleo de este hermoso homenaje de Álvarez hacia la tierra en la que nació. Y para todos nosotros, sus espectadores, uno de esos raros momentos en que la intimidad, la verdad, la belleza y el sosiego consiguen traspasar la pantalla y hacernos sentir que, si acaso el cine no puede cambiar el mundo, al menos consigue hacernos mejores. Aunque sea por un rato.
El cielo gira. Directora: Mercedes Álvarez. Intérpretes: Antonino Martínez, Silvano García, José Fernández, Pello Azketa. Calificación: Un lujo.