Veníamos charlando sobre el canto de los pájaros. Yo tenía una idea bastante vaga de ellos, sabía distinguir los jilgueros, los verderoles, las pimpinas, las lavandeiras, los pardales, los paporroxos, los cuclillos por su cú-cú, pues nunca vi uno… y distinguía el canto de varios de ellos. Acaso defendí al jilguero como el mejor artista, pero mi abuelo me desmintió rotundamente.
– Los pájaros que mejor cantan son los ruiseñores. En la primavera, al irse poniendo el sol, es una maravilla oírlos por los setos y las enramadas.
Sin embargo, nunca distinguí el canto del ruiseñor, aunque seguramente lo habré oído bastantes veces.
Me vino esto a la memoria oyendo una romanza rusa, Salavei o Solovei, es decir Ruiseñor, el lamento de una campesina enamorada de un bandido así llamado. Por su buena voz, cabe suponer.
Mientras caminábamos, la conversación derivó a la música. Me gustaba de tal modo la música de acordeón que me pasaba largos ratos buscando en la radio alguna emisora donde, por casualidad, sonara. La asociaba a alguna taberna marinera de luz macilenta, llena de humo y todavía en la oscuridad previa al amanecer, cuando la gente vuelve de la pesca, aunque a esa hora a nadie le daría por ponerse a tocar. Afirmé que el sonido del acordeón era el mejor que había, pero tampoco mi abuelo estuvo conforme.
– El mejor instrumento es el violín. Parece como si hablara.
Cuando yo estaba de vacaciones en la aldea le acompañaba a veces a ayudarle en algún trabajo menor. Un día fuimos a O Carballiño con un cerdo muy chillón, para venderlo en la feria. El calor, las moscas, la aglomeración de ganados hicieron la experiencia fatigosa para mí, y no obstante gustosa. Luego comimos el pulpo tradicional, un magnífico hallazgo culinario que resultó demasiado fuerte para mi poco avezado gaznate. En otra ocasión me hizo levantar temprano para ir a aserrar un tronco de pino, ya cortado en medio del monte. El agradable olor a resina era muy penetrante.
– Tú no empujes la sierra ni la presiones hacia abajo. Sólo tienes que tirar hacia ti cuando yo la haya llevado hacia mí.
Él hablaba normalmente en gallego, pero conmigo usaba el castellano porque el gallego ya se me había hecho poco familiar.
Siempre encontré un gran placer, creo haberlo dicho ya, en caminar por el bosque, bajo las grandes copas de los árboles que filtran la claridad, y sobre todo si la brisa hace susurrar a la vegetación; o cuando, acercándome al río, me iba llegando a través de la espesura el rumor de su corriente. Sentía algo a la vez misterioso y sereno, y apenas tenía sensación de peligro, aunque fuera solo. Sin embargo, bastaba que, por un azar, me extraviase un rato en alguna parte desconocida para que el bosque entero se volviese inquietante, el tiempo transcurriese de otra manera y tanto el silencio como los crujidos y ruidos en el suelo, incluso el canto de los pájaros, cobrasen una cualidad indefinible e intimidante. Cualquier encuentro o incidente extraño parecía posible, y el misterio perdía su serenidad.
Mi abuelo era delgado, nervudo, y ya por entonces bastante mayor, lo cual no le impedía trabajar, andando sin prisas de una ocupación a otra, de un minifundio a otro, desde la mañana a la noche, salvo las horas de la comida y la siesta. Vivía con mi abuela, Adela, que según la costumbre gallega ayudaba al marido en las faenas del campo; y con su hija Victoria, que también trabajaba en el campo y la casa, cuidaba a los padres y pensaba meterse a monja de clausura. Ella y otra hermana, Marina, que también entraría en el convento pero se saldría, quizá por su carácter demasiado independiente, me habían cuidado en la primera infancia, de la cual nada recuerdo. Trataban, me han contado, de inculcarme la sana vocación de "jesuita, misionero y mártir"; no querían privarme de ninguna satisfacción.
La casa tenía luz eléctrica, pero no agua corriente ni cuarto de baño. El agua acostumbraba traerla Victoria, en pesados baldes de madera, que las mujeres llevaban sobre la cabeza desde una fuente hoy cegada, a unos cien metros de la casa. Años después me sugerían esas escenas de aldea las palabras de Héctor a Andrómaca:
"El futuro fatal de los troyanos, o el de Príamo, el rey, o aun el de la propia Hécuba, o el de mis hermanos que, tantos y tan valerosos, habrán de caer en el polvo bajo los golpes de los enemigos, no me duelen tanto como el tuyo, cuando algún aqueo vestido de bronce te lleve llorosa y te prive de la libertad, y quizá en Argos hayas de tejer las telas por orden de una extraña, e ir por agua a la fuente Mereida o a la Hiperea…"
Mi tío Pepe, el de aviación, había regalado a sus padres una pequeña radio Telefunken, muy bonita, en la que mi abuelo escuchaba atentamente, a mediodía y por la noche, el diario hablado, al cual llamaba el "parte", como un lejano eco de la guerra. De joven había emigrado a América, primero a Cuba, marchándose de allí porque el clima le sentaba mal, y después había pasado a Buenos Aires, donde le fue algo mejor, pero con un trabajo excesivo y mal pagado. Finalmente se había instalado en Nueva York, y allí había prosperado más. Había aprendido algo de inglés y se ocupaba de un negocio de joyería, tras haber encontrado la protección de un matrimonio irlandés al que había conocido en la catedral de San Patricio.
Había pensado llevarse a su novia, pero ella no tenía la menor ilusión por la ciudad de los rascacielos. Como tantos gallegos, se sentía muy apegada al terruño, y extraña en cualquier otro lugar. Silverio terminó por ceder y volvió a Galicia con algún dinero ahorrado, se casó, hizo construir la casa de Moldes y compró un par de vacas y algunas parcelas dispersas, mucho más trabajo que ganancia.
La casa tenía una planta baja, de tierra batida, con un corral para las gallinas y un establo para las vacas; a la puerta estaba el carro, y, un poco separada, una cochiquera para uno o dos cerdos. En la planta superior vivían las personas: el comedor, la cocina, las alcobas y una habitación llena de herramientas, donde quedaba todavía una lareira. Más tarde, los abuelos y su prole pasarían unos años en las afueras de Vigo, al cargo de una finca ajena. Eran los años del maquis, y por miedo, como tantos otros, no por devoción, dejaban en sitios ocultos víveres u otros auxilios para los comunistas. Luego volverían a Moldes.
Sorprende que un hombre con tantas experiencias y viajes –auténticos viajes los de entonces, nada en común con los paseíllos turísticos– accediese a "sepultarse en vida", obtusa expresión, en una aldea perdida de Orense. Lo haría por amor, y también es sabido que la vida del campo tiene, no obstante su dureza, una poesía inasequible al urbanita. En todo caso, nunca manifestó pesar. Le quedó también un interés cultural y por dar instrucción a sus hijos infrecuente en los pueblos: "Tienes que ser un hombre de ciencia", solía decirme.
Yo no entendía del todo la propuesta, y tampoco me atraía. Mis fantasías infantiles tiraban más bien a hacerme guerrillero, algo parecido al Capitán Trueno: siempre habría una causa por la que luchar y vivir animados lances.