Los tres últimos años en que seguí manteniendo una relación con la enseñanza universitaria, la ejercí en cursos de posgrado. Por lo que se refiere a la calidad de los alumnos, se puede afirmar sin ningún género de dudas que podía considerarme un privilegiado. Las clases nunca superaban el medio centenar y estaban formadas por licenciados, doctorandos o doctores seleccionados entre los primeros de cada promoción. En la primera fila podían sentarse el número uno de la universidad A, el tres de la B y el dos de la C. Eran la flor y nata, sin duda, pero una flor y nata que, reconozcámoslo sin tapujos, sabía muy poco.
Asombrado por la carencia escandalosa de conocimientos de mis alumnos, decidí comenzar cada clase con un sencillo test de diez preguntas sobre un tema determinado que debían resolver en cinco minutos. Un día tenían, por ejemplo, que identificar a los autores de diez novelas del siglo XX; otro día, situar en su país (...) diez ciudades; otro, señalar la ocupación de diez personajes de especial relevancia en la historia de los últimos cien años.
Los resultados fueron reveladores… y desoladores. El día de las novelas, por ejemplo, sólo dos de mis cincuenta alumnos llegaron a acertar cinco. Por cierto, ninguno de ellos era español, sino que se trataba de un venezolano y de una búlgara. Y para que nadie piense mal, deseo aclarar que las novelas eran de conocimiento elemental, como El doctor Zhivago o La montaña mágica. Claro que hubo días peores, como aquél en que, enfrentados con diez figuras del siglo XX, mis alumnos se vieron sumidos en un piélago de confusión. Por ejemplo, más de una treintena no logró identificar a Oppenheimer, una docena lo convirtió en músico –digo yo que por el apellido–, uno lo clasificó como físico y, finalmente, otro afirmó, dubitativo: "Creo que tiene algo que ver con la bomba atómica".
A decir verdad, el test en el que obtuvieron un mejor resultado fue el de las ciudades, ya que una decena larga de entre el medio centenar de alumnos consiguió identificar la mitad. Recuerdo este test casi con ternura porque a la hora de ubicar geográficamente Cantón, una de las ciudades más importantes de China, sólo dos alumnos lo consiguieron, pero cerca de una docena la situó en Suiza…
Sus conocimientos en otras áreas no eran mejores, por supuesto. Me acuerdo de un día en que pregunté quiénes habían visto la película El tercer hombre. Cinco o seis manos se alzaron de entre el medio centenar. Sorprendido de aquella falta de cultura cinematográfica, seguí preguntando por La diligencia, por Ciudadano Kane, y por La Palabra. Ni una sola vez conseguí llegar al menos a una decena. Pensé entonces que quizá me estaba desplazando a un pasado casi inasequible para aquellos expedientes universitarios de primera clase y pregunté por El Padrino. Para mi sorpresa, una docena larga levantó la mano. Mi gozo no tardó en acabar en un pozo al enterarme de que esa misma semana El Mundo había regalado el vídeo de la película.
Claro que todo aquello era cosa de nada si describo los rostros de la mayoría de mis alumnos en medio de una audición musical. No es que no conocieran a Mahler o Stravinsky –que los desconocían por completo–, es que escuchar una cantata de Bach les cambiaba la expresión facial como si hubieran consumido alguna sustancia extraña. Sólo sonreían y parecían distendidos cuando llegaban hasta sus oídos los acordes de alguna pieza musical que, sí, debo decirlo, correspondía a algún anuncio del momento.
Y lo peor no es que mis alumnos –insisto, la flor y nata de la universidad española– no supieran casi nada. Lo peor es que, además, todos estaban infectados hasta la médula con esa monstruosidad cultural y ética que es el pensamiento políticamente correcto. Enfrentados con un relato de Kipling, en su mayoría eran incapaces de percibir la belleza o la emoción, y se limitaban a decir que aquello era una muestra de cómo empezó el Tercer Mundo y la opresión de las naciones pobres por el imperialismo occidental; cuando leían a Kafka, generalmente no entendían nada y se dedicaban a lanzar dicterios contra la sociedad de consumo, y no eran pocos los que ni siquiera recordaban haber escuchado hablar de Unamuno.
Para remate, muchos ni siquiera eran avispados a la hora de copiar. Entraban a saco en internet, calcaban lo aparecido en la primera página con la que daban y redactaban –es un decir– trabajos muy similares entre sí que yo suspendía con verdadera satisfacción.
Debo decir que no pocos de ellos eran gente valiosa, y con el paso de los meses fueron leyendo algo de lo que tenían que haber leído incluso en el bachillerato, viendo algo de lo que tenían que haber contemplado años atrás y escuchando una mínima parte de lo que tenían que haber escuchado. A fin de cuentas, a ellos no podía culpárseles del pésimo resultado de un desastroso sistema educativo, y menos aún de haber padecido profesores que, en lugar de enseñarles, les habían hecho perder el tiempo refiriéndoles los peligros del calentamiento global o las bondades del sistema de cuotas.
La necesidad innegable de enmendar tan vergonzoso estado de cosas es la primera razón por la que he escrito este libro. La segunda es que, a pesar de la existencia de un proyecto sociopolítico encaminado a convertir en auténticos asnos sin capacidad de pensar y sin capacidad de crítica al conjunto de la población, buena parte de esa población se resiste a su transformación en votantes amorfos y manipulables. Prácticamente no pasa día sin que reciba correos electrónicos, cartas o incluso llamadas telefónicas en que se me pide una lista de las novelas indispensables, de los libros de pensamiento obligados o de los clásicos del cine irrenunciables. De todo ello, y de mucho más, hablo en las páginas siguientes.
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Este libro constituye un camino hacia la cultura. El que abra sus páginas se sitúa en una senda que le conducirá, poco a poco y nunca sin esfuerzo, hacia esa cultura que de tan ayunas están no pocas de las instituciones que se supone debían impartirla y los que padecen su acción.
Su estructura es cuatripartita. En la primera parte, el lector hallará aquello que debe leer; en la segunda, lo que debe contemplar, en clara referencia a las artes plásticas; en la tercera, lo que debe escuchar, tanto en el área de la música clásica como de la popular, y en la cuarta, lo que debe ver tanto en teatro como en cine. Podría haber incluido una quinta parte dedicada al pensamiento científico –indispensable para la cultura–, pero opté por excluirlo, al considerar que requiere una obra específica por sí misma y que, además, en ella el elemento autodidáctico es harto difícil.
Lo que hay que leer. Esta primera parte del libro –la más extensa con diferencia– no es una historia de la literatura, pero sí he recogido todas sus corrientes esenciales. También he querido dedicar un espacio muy especial a aquellos escritos, no siempre obras literarias, que han tenido una especial repercusión en la historia de la Humanidad. La Torah y El príncipe, la Suma teológica y los Evangelios, El origen de las especies y el Corán pueden no tener la altura literaria que hallamos en Cervantes, Shakespeare o Dante, pero su peso en las vidas de millones de seres humanos ha sido mucho mayor; de ahí que los apartados dedicados a ellos constituyan incluso pequeños ensayos. Quien lea esta sección no sólo contará con una visión panorámica de los verdaderos clásicos, sino que, además, tendrá a su alcance leer lo verdaderamente importante.
Lo que hay que contemplar. Como ya ha quedado en relación con el legado escrito, esta sección no es una historia del arte, pero sí proporciona una visión a vuelo de pájaro de la misma y, sobre todo, permite acercarse a las artes plásticas para profundizar cada vez más en ese terreno.
Lo que hay que escuchar. Lo reitero. Este apartado no es una historia de la música, pero sí una enumeración sucinta de sus grandes corrientes, tanto en el terreno de la música clásica como de la popular. Confieso que no soy muy optimista respecto a la manera en que las generaciones futuras juzgarán nuestra música popular. Abrigo serias dudas, por ejemplo, de que sean muchos los que recuerden a los Beatles después del año 2050, con que a saber qué será de otros… En cualquier caso, en nuestra limitada perspectiva, se encuentran todavía ahí y deben ser conocidos.
Lo que hay que ver. (...) el libro concluye con una sección sobre el teatro y el cine. Este último en concreto es el arte –si se nos permite llamarlo así– que ha mostrado una mayor pujanza durante el siglo XX.
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Y ahora, antes de pasar al siguiente apartado, una advertencia. La presente obra permite ayudar a una visión global e intertemporal de la cultura. Enfrentado con ella, el lector va a descubrir, por ejemplo, que la música clásica, salvo honrosas excepciones, se extingue a inicios del siglo XX; que las artes plásticas entran en un proceso de agonía sobrecogedor y que ese agotamiento cultural también llega a la literatura, aunque tarde algo más.
El pasado siglo XX –el de los socialismos y los nacionalismos– será contemplado por las generaciones futuras con verdadero espanto en buena parte de sus manifestaciones culturales, y será así porque podrá compararlo con distancia con otros que le precedieron y descubrirá que, a pesar de existir un Estado cada vez más interventor, poderoso y subvencionador, no logró crear ningún Mozart ni ningún Beethoven, ningún Cervantes ni ningún Shakespeare, ningún Miguel Ángel ni ningún Fidias. Por algo será, digo yo.
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Este libro tiene una finalidad eminentemente práctica. Pretende proporcionar a los lectores un instrumento sencillo para que se adentren por la senda de la cultura y acaben alcanzándola. Para ello hay que dar unos pasos mínimos.
– Leer el libro. Es un paso –o pasos– que permitirá al lector situarse ante corrientes, textos y personajes cuyo conocimiento es indispensable para adquirir cultura.
– Repasar las listas. Se trata de otro paso que indicará al lector hasta qué punto tiene lagunas en áreas como la literatura o la música clásica, por ejemplo, y cómo puede ir cubriéndolas.
– Trabajar. El lector debe saber que, en contra de lo que afirma el de resultados probadamente perniciosos sistema educativo vigente, resulta totalmente imposible alcanzar la cultura sin un esfuerzo y un trabajo sistemáticos. Por ello debería:
1. Ver al menos una película clásica del listado cada semana: no tenga la menor duda de que su calidad superará habitualmente la de cualquier programación televisiva.2. Escuchar al menos una de las piezas clásicas consignadas en el listado: para el no acostumbrado puede resultar un poco difícil al principio, pero no debe desanimarse, porque le llevará a franquear la puerta hacia lugares de una belleza indescriptible.3. Contemplar al mes no menos de una obra teatral, una zarzuela o un ballet. Por supuesto, puede sustituirse la contemplación directa por la lectura o la audición.4. Memorizar no menos de una pieza artística a la semana, que lo mismo puede ser la Venus de Willendorf que la Casa de la Cascada o el Moisés de Miguel Ángel.5. Leer uno o dos libros al mes, si bien hay que ser flexible, dada la extensión y dificultad de algunos textos.
Personalmente, no tengo la menor duda de que una persona que comenzara absolutamente de cero, si siguiera ese camino, al cabo de un año tendría una cultura superior a la de la mayoría de los jóvenes que entran en la universidad, y al cabo de otro año más superaría a la aplastante mayoría de nuestros licenciados. Mi amigo Gabriel Albiac, que es catedrático de Filosofía de la universidad, me dice que también de los profesores, pero, sinceramente, me parece un juicio un tanto exagerado apuntar a la mayoría…
NOTA: Este texto es un fragmento editado de la introducción de EL CAMINO HACIA LA CULTURA (Planeta), el más reciente libro de CÉSAR VIDAL, que saldrá a la venta el día 29.