Los huesos pertenecen a un nicho en el que fue enterrada una mujer de una familia respetable y conocida de la localidad, fallecida hace unos diez años, a la que no se le conocen enemigos. Igualmente, junto a esa tumba hay otra que también ha sido violada; tenía la lápida arrancada. Según las informaciones que han trascendido, pertenece a otro miembro de la misma familia.
Los elementos para el análisis presentan tres posibilidades: que se trate de una venganza por alguien que incluso quizá no tenga motivo aparente para hacer daño, que se trate de una ceremonia de invocación satánica o, tal vez, de una apuesta o gamberrada. En esta última posibilidad se incluye la socorrida acusación a los "juegos de rol"; aquí se impone una aclaración: aunque, en efecto, hay al menos un asesinato histórico basado en un juego de ese tipo, no se puede criminalizar esta práctica de entretenimiento, por la misma razón que no lo hacemos con los cuchillos jamoneros, aunque cada vez intervengan más en asesinatos de violencia doméstica.
La hipótesis de la gamberrada no es despreciable, puesto que siempre puede haber quien, pasado de copas o sustancias alucinógenas, se incline por asustar a la colectividad con actos bárbaros que incluyen la comisión de un delito como la destrucción de tumbas y profanación de cadáveres. Pero resulta creíble que se trate de un rito, esto es, de una ceremonia ocultista inspirada en la corriente cada vez más apreciable de adoración a las fuerzas del mal.
Un puchero de estas características, basado en la cocción de huesos humanos, supone el desprecio a las cosas sagradas, además de un deliberado afán de saltarse todas las normas, entrando en el puro canibalismo, si bien no incluye la masticación, pero sí la posible ingestión y alimentación del estómago mediante disolución de los huesos. Estamos, pues, ante un posible acto de atentado a la colectividad, con el fin de congraciarse con la adoración del mal mediante el desprecio y la afrenta a todo lo que los otros respetan. Quienes hacen esto son delincuentes que deben ser castigados.
Quizá el dispositivo se limita a sugerir una consumación que no se llevó a cabo y que sólo pretendía, mediante los efectos abandonados, asombrar y provocar a los vecinos, en cuyo caso nos encontramos ante delincuentes menores pero que igualmente buscan alterar la paz y la convivencia.
Es curioso que, según las opiniones compulsadas, en casos como el presente los vecinos se dividan entre quienes se inclinan por la gamberrada y los que suponen que se trata de una venganza. Apenas hay opiniones en este mundo racionalista para implicar la perversión del espíritu. Eso indica que se huye de la superstición, lo cual es bueno, pero tiene la parte mala de ignorar la realidad: crece el satanismo en nuestro país mientras se afianza un ambiente formalmente laico. Cuanto más se alejan los individuos, aparentemente, de las creencias tradicionales, más se desarrollan los grupúsculos que mediante prácticas de sociedades secretas buscan la paz de los cementerios para escenificar madrugadas de terror. No se sabe si en este caso concreto, pero en general a esto podría llamársele "el caldo del demonio". Lo beban o no quienes lo preparan.
En algunos crímenes muy sonados de la España reciente, en casa de los criminales, a veces muy jóvenes, se han encontrado pocos pero muy marcados libros, titulados, por ejemplo, Ave, Lucifer, o enciclopedias de esoterismo que empujan a las prácticas negras y a la adoración del innombrable.
De forma habitual, estos signos de que el transgresor de los derechos de las personas se basa siempre en algún tipo de creencia y que muchos pueden coincidir en la coartada del mal, llámense prácticas ocultas o demoníacas, son encontradas en alguna escena del crimen y reflejadas en autos de inspección, aunque luego no suelen valorarse a la hora de las acusaciones. No obstante, es una coincidencia que crece, mientras que, aquí y allá, se descubren cruces derribadas, invertidas, tumbas abiertas, cadáveres despiezados o, como ahora, una sopa de restos que traen dolor a la familia del fallecido y sorpresa a la sociedad.
El célebre Matamendigos, un criminal que creció en Madrid, junto a las tapias del cementerio de la Almudena, cometió el primer delito que lo llevó a prisión justamente sobre las lápidas, y consistió en el asalto a una pareja que se había refugiado en las calles del camposanto por su necesidad de intimidad. Desde aquella vecindad del cementerio, el matador del que hablamos siempre ha preferido la compañía de lo muerto a lo vivo. Incluso si elegía un pajarillo, para que le hiciera compañía en su jaula, lo prefería antes muerto que vivo.
Ese sentimiento morboso de burla a la vida, y de subordinar lo vivo y palpitante a lo yerto, predispone al mal e incluso al asesinato. Hoy, lo denuncia la Iglesia Católica, hay un número creciente de sectas actuando sobre los jóvenes y captando conciencias entre los ciudadanos, ayudadas sin duda por las potentes drogas inhibidoras y el exceso de euforizantes.