Jon Krakauer consiguió un best seller relatando las aventuras, basadas en hechos reales, de Christopher McCandles, un joven de 24 años que, tras graduarse en la Universidad de Atlanta y donar a una ONG la cuantiosa suma que sus padres le habían dado para estudiar Derecho, decidió renunciar a las trampas de la vida moderna, descalificada desde el romanticismo como materialista y tecnológica, para emprender un viaje que lo llevaría a Alaska, lo primigenio y puro.
Penn usa una estructura contrapuntística para explicarnos por qué un joven prometedor renuncia a una brillante y adinerada carrera profesional, a su familia y a sus amigos, para embarcarse en un viaje sin retorno en pos de la identidad perdida. Por una parte, el viaje propiamente dicho, en el que nuestro protagonista va afrontando diversos encuentros y charlas con otros viajeros como él. En segundo lugar, la meta, el monte McKinley, donde aprenderá a vivir en una simbiosis conflictiva con la madre Naturaleza, a veces madrastra pero siempre auténtica. En último lugar, y mediante una serie de flash backs, conocemos el supuestamente podrido ambiente familiar, en el que la hipocresía se oculta bajo una fachada de exitosa sociabilidad. Digo "supuestamente" porque Penn utiliza la excusa de la familia disfuncional para justificar que el aventurero simpático, sano e idealista, interpretado con la mejor de sus sonrisas por Emile Hirsch, no se pusiera en contacto con su familia, sumida en la inquietud por su desaparición (hay un instante en que está a punto de llamar por teléfono a su casa, pero entonces un viejecito que está junto a él se queda sin monedas y McCandles le regala la que le quedaba a él. ¿Reír o llorar?).
Penn nos muestra al inicio a los patriarcas literarios del joven Christopher. Por ejemplo, Thoreau, autor de Elogio de la vida salvaje:
La Naturaleza nos es revelada por quien va hacia ella no como concienzudo observador, sino con plenitud de vida. Se entrega a este último para revelarse. Para un corazón desbordante, la Naturaleza es algo más que una figura retórica.
También Tolstoi. O Rousseau. Todos ellos representantes del malestar de la cultura. O, dicho de otra manera, impugnadores de la civilización en nombre de una pretendida vuelta a la Naturaleza. En mitad de su viaje –sucio, hambriento y solitario–, Christopher siente la llamada de las comodidades de la ciudad. Pero cuando está a punto de caer de nuevo en las garras del confort, la burocracia y la seguridad, los signos de identidad del burgués, tiene una revelación en la que se ve a sí mismo "corrompido" por el lujo y las convenciones. Nuestro héroe resistirá a la diabólica tentación de un plato caliente y un techo bajo el que cobijarse para continuar su camino sin pasado ni ley.
Pero Sean Penn no es Terrence Malick (El nuevo mundo), ni Gus van Sant (Last days), ni Jim Jarmush (Dead man); no es siquiera Andrew Dominik (El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford). Su lirismo es grandilocuente, tan brillante y ostentoso como una piza de bisutería que quisiera pasar por una de las joyas de la corona. Tampoco es Werner Herzog, que en el documental Grizzly Man trazó un retrato inmisericorde del sublime idiota norteamericano, esa mezcla entre el capitán Ahab y el personaje Walt Whitman que imaginaba Bloom.
Y es que, por muchos referentes de prestigio sobre el buen salvaje que proporcione Penn como carnaza para críticos indolentes, el listón de su suficiencia intelectual y de su habilidad cinematográfica queda mucho más abajo. La voz de la hermana que atraviesa toda la película –cursi y redundante– recuerda la de Laura Ingalls en La casa de la pradera, siendo la serie de Michael Landon aún más inocente pero al tiempo mucho más negra. Los encuentros del protagonista con una serie de beatíficos y filosóficos personajes, del estereotipado hippy a la virginal doncella presta a entregarse a su caballero andante, pasando por el viejo derrotado rápidamente ganado para la causa, son un calco de las peripecias budistas de aquel legendario Kung Fu que interpretaba David Carradine. Aunque, a diferencia del creado por Penn, en aquel monje shaolín la simplicidad y la espiritualidad estaban a juego con la espartana puesta en escena, todo lo contrario del aparatoso artefacto visual y los subrayados metafóricos que rodean esta hagiografía laica.
Con ello no quiero minusvalorar aquellas magníficas series de televisión, apropiadas para sus dignos y humildes propósitos, sino enfrentar la ambición temática y formal de Penn con la pequeñez de su espíritu, cercado por los dogmas del optimismo antropológico, impotente para poder elevarse a la tragedia de McCandles, que, a diferencia de Timothy Treadwell, el tonto genial retratado por Herzog, queda secuestrado aquí tras el oropel de unas magníficas postales del Gran Cañón, las llanuras de Dakota del Sur o el Salton Sea (tomadas por Eric Gautier en su segunda participación en una parábola cinematográfica sobre el mito del buen salvaje, después del joven Che Guevara en Los diarios de una motocicleta) y una banda sonora de Eddie Vedder que, eso sí, está casi a la altura de la compuesta por Nick Cave y Warren Ellis para El asesinato de Jesse James.
Se burlaba Voltaire del Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres de Rousseau porque entendía que era un libro contra el género humano, bajo su apariencia benévola y solidaria, y porque tras su lectura le entraban ganas de andar a cuatro patas. En el caso de Hacia rutas salvajes, la duda que queda es si, una vez puestos en tan incómoda posición, debemos rugir, aullar, balar o, quizás, rebuznar.
HACIA RUTAS SALVAJES (EEUU, 2007, 138 minutos). Dirección, producción y guión: Sean Penn. Fotografía: Eric Gautier. Música: Michael Brook, Kaki King y Eddie Vedder. Intérpretes: Emile Hirsch, Marcia Gay Harden, William Hurt, Jena Malone, Hal Holbrook, Catherine Keener, Brian Dierker, Vince Vaughn. Calificación: Voluntariosa (6/10).
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