No quería la pasta. Quería dar la paliza, tocar la trompeta, decir: aquí estoy yo, hecho pedazos por el Gobierno, sin trabajo ni esperanza. Obligado a fumar en la puerta, comer de caridad, renunciar al destino. Medio siglo sobre estas costillas. Que vengan los periodistas. Punto final.
Y la lengua pastosa, los ojos inundados de sudor, la espalda con un escalofrío. El cincuentón sacó la pistola, una fuska de ley pero rellena con munición ful. El calvo sabe que se la juega: porque cualquier policía puede dispararle por la pipa, que es tan de verdad como el doctorado honoris causa de Mario Conde; por cierto, un saludo, Mario, de tu colega, El Dioni, ahora que se cumplen 22 años del día en que salió a escape con el furgón y nadie le da un programa en la TDT para que aleccione a los jóvenes desde su experiencia. El Dioni celebra la efeméride con un fiestorro lleno de amigos y devotos. Le echó un par y fue otro de estos atracadores del día de la furia que se pagan sin dudar todas las cañas.
Este otro Dioni de Vallecas, menos saleroso, menos adornado de chispa y dicción, pero dispuesto a dejar el euro junto a la caña para refrescar la garganta, porque una cosa es robar y otra la miseria de no pagar la cerveza, llevaba un arma de fuego. Corta. Apuntó con ella a Tomás, el dueño del bar, y quizá también a Elías, un amigo salvadoreño. Dice Paqui, la mujer de Tomás, que el atracador, ¡y dale!, es un racista de narices y que es un rebelde y un amargado.
El sábado a las siete de la tarde, en Vallecas, hacía calor. Mucho calor. La lengua se pegaba a los dientes como el palito del algodón de azúcar. Cualquiera se habría quitado la camiseta. El atracador, que había entrado en realidad a secuestrar, obligó a sus rehenes a quitarse la ropa. De cintura para arriba, para que no pudieran ocultar armas. Y una cerveza, que ahí va la calderilla.
Su rotunda calva suda. Dice llamarse JC. Fuera, los geos hacen la rueda. Hay un bosque de fusiles apuntando. Y dos policías buenos del servicio de mediadores, gente acostumbrada a decirle a uno: no vale la pena, guarda la pipa, no nos des un tiro, no dejes que te vuelen la cabeza, chico, la próxima cerveza la pagamos nosotros, pero abre las piernas, levanta las manos, tira la pistola.
Quizá JC toma una caña y aprieta la navaja, que sí es de verdad, contra el cuello de Elías. Si la mueve, provocará un hilillo de sangre. Quizá es la señal que esperan los geos para meterle plomo en el cráneo. Dicen que van a hacer un butrón para cogerle por sorpresa, pero JC está tranquilo, muy tranquilo, como si no le afectara el frío ni el calor. Lo debe de haber pensado mucho. Hasta decidirse a dar la campanada. Ahí, en Vallecas, el Valle del Kas, todos sabrán lo que quiere decir, porque le ganan por la mano. Aquí el más tonto hace relojes, no te digo.
Dice Paqui que está indignado porque ha podido comprobar que al salvadoreño en este bar le tratan con cariño. Y a ella le parece que el delincuente va de xenófobo. Quizá es uno de esos que piensan que los extranjeros le quitan el trabajo. El caso es que aprieta con disimulo la navaja en la garganta de Elías.
Empezó a las siete de la tarde y el cerco dura ya casi cuatro horas. En cualquier momento se acabará todo. Pide un vehículo nuevo, cargado de gasolina; "y que venga una policía en bragas a darme las llaves". Que traigan también un chaleco antibalas con placas.
Pero no hay policía femenina de guardia. Y tampoco la dejarían ponerse en bragas. O sea que a cumplir fantasías te vas a la Luna. Y queda poco que hacer aquí y no sobra dinero para otra ronda. JC levanta las manos lentamente por encima de la cabeza y entrega su pistola. Los geos le reducen con precisión y sin violencia.
JC, con su sacrificio mediático, ha llamado la atención sobre los que sufren: deprimidos, solitarios, parados y sedientos. Ahora os vais con la música a otra parte pero durante unos minutos se pondrá en la noticia en la tele. Y a lo mejor alguno se cae de culo al verlo.