El señor Gardner, nacido en Nueva York y ex empleado de una compañía petrolífera, estaba jubilado. Junto con su mujer, solía emprender largos viajes por el extranjero: no tenían hijos que les ataran ni dificultades económicas que les impidieran cumplir sus deseos. Ahora bien, decididos a pasar el resto de sus vidas en su hogar madrileño, habían ordenado una reforma a fondo del piso, que se llevó a cabo durante el verano anterior al crimen. Lo amueblaron y acondicionaron con exquisito gusto.
Los Gardner, con fama de buenas personas en todo el barrio, no tenían una vida social muy intensa, pese a que podrían habérselo permitido. Llevaban una existencia recogida, asistidos en todas las tareas domésticas por la sirvienta Benita Carretero Martínez, de 63 años. María Amelia era una mujer que se conservaba excelentemente para su edad y que, aunque no le gustaba prodigarse en actos sociales, se complacía en arreglarse y cuidarse; tanto como en lucir, cuando había motivo, sus valiosas joyas.
Los domingos por la mañana, no demasiado pronto, bajaban a la iglesia –a pocos metros de su casa– y asistían a misa; y solían comprar el periódico en el quiosco situado frente a su portal, junto al parque del Retiro. Tal hicieron la última vez que fueron vistos con vida, el domingo 24 de enero de 1988. Hacía sólo unos días que acababan de regresar de una estancia de dos meses en EEUU.
La noche del 26 de enero la portera de la fina, María Doñoro, muy preocupada porque había observado que hacía dos días que los Gardner no sacaban las bolsas de basura al descansillo de la escalera, como hacían siempre, revisó con detenimiento la puerta del segundo derecha y se dio cuenta de que, aunque nadie respondía a sus insistentes llamadas, había luz en el interior. Alarmada por esta situación tan irregular, bajó a comunicar sus sospechas de que algo grave podía haber sucedido a Mateo Carretero, conserje del número 33 de la misma calle, que, casualmente, era hermano de Benita, la sirvienta de los Gardner.
Mateo y Juliana, su mujer, disponían de un duplicado de llaves del piso en que trabajaba Benita. Se lo había confiado ésta por si se presentaba un caso de necesidad. Acompañados de los porteros de la finca, Mateo y su mujer acudieron a la vivienda de los Gardner y, después de abrir con notable nerviosismo, recorrieron la casa. Al llegar al pasillo que daba acceso a la cocina se encontraron con una escena dantesca: tendida en el suelo, boca arriba y descalza, estaba Benita, con el cuerpo cosido a cuchilladas y manchada de su propia sangre. Su posición revelaba que quizá estuviera intentando escapar cuando fue atacada por la espalda. Junto a ella, los asesinos habían abandonado un cuchillo de 23 centímetros de hoja y 12 de empuñadura con signos de haber sido utilizado en el crimen y, posteriormente, limpiado para borrar las huellas.
Completamente aterrados, los dos matrimonios prosiguieron inspeccionando la vivienda. Dieron con el cadáver de William Gardner en el salón, caído junto al sofá, en el centro de lo que parecía un campo de batalla: había algunos muebles derribados, y la alfombra estaba arrugada, como si Gardner hubiese luchado hasta el final. El cuerpo de María Amelia López del Moral estaba en el comedor, envuelto en su bata roja.
Al igual que Benita, María Amelia y William fueron repetidamente acuchillados. Presentaban heridas en el pecho, el vientre, el cuello y las manos.
En una de las habitaciones estaba encendida la luz, y en el cuarto de Benita sonaba un aparato de radio. En el fragadero, sucias, había tres tazas de café. Y en un cenicero, aplastadas, dos colillas de cigarrillos Bisonte.
Puesta al corriente la Policía, los agentes comprobaron que los asesinos debían de ser al menos dos, y que habían revuelto toda la casa en busca de alhajas, dinero y objetos valiosos. También concluyeron en seguida que debían de ser muy especiales, o haber actuado con enorme precipitación, porque despreciaron una parte importante del botín. Encima de la cama del dormitorio principal dejaron un lote de joyas que a primera vista parecía importante, y un poco más allá, esparcido por el suelo, otro lote igualmente valioso. Todo ello, seguramente, perteneciente a la colección de alhajas y objetos de auténtico capricho que María Amelia, que sólo cuatro días antes había regresado de Norteamérica con su esposo, no había tenido tiempo de llevar a donde las guardaba: la caja fuerte de su banco.
Los criminales se habían olvidado, asimismo, otro cuchillo, de 15 centímetros de hoja; lleno de sangre, pero, a diferencia del otro, no había sido lavado. Los agentes lo encontraron en el cuarto de baño.
La detenida observación de las personas que por uno u otro motivo tenían relación con los fallecidos llevó a la Policía a sospechar de María Ángeles Carretero, de 22 años, una sobrina de la sirvienta asesinada. Los investigadores manejaban dos datos esenciales: uno, tanto el matrimonio Gardner como Benita eran muy desconfiados; dos, la puerta de la vivienda no presentaba signos de haber sido violentada. Así pues, todo parecía indicar que debían haber dejado entrar a las personas que les asesinaron porque las conocían y confiaban en ellas.
Poco tiempo después de haberse ordenado el seguimiento de María Ángeles se supo que ésta era adicta a la heroína, al igual que su novio, Francisco Sánchez Medina, de 28 años; y que los dos, "que estaban muy pillados" por la droga, necesitaban inyectarse entre un gramo y un gramo y medio de caballo diario. Es decir, que necesitaban una enorme cantidad de dinero.
En el transcurso de la investigación se supo que la chica había empeñado algunas joyas en un local de compraventa llamado Comercial Castellana, en el barrio de Vallecas, y que recientemente había cambiado dólares por pesetas. Un dato extraño pero que no llegó a despistar a los agentes fue el descubrimiento de que María Ángeles acompañó a su padre y a otros familiares hasta el Instituto Anatómico Forense para formalizar el entierro de su tía; allí, se mostró muy afectada por lo ocurrido.
Cuando finalmente se procedió a la detención de María Ángeles y Francisco, ambos confesaron su participación en el triple crimen.
El día de autos María Ángeles y Francisco Sánchez, alias el Orejas, se presentaron en la vivienda del matrimonio Gardner sobre las 10.30 de la mañana, con el pretexto de ir a visitar a la sirvienta Benita. Ésta, al reconocer a su sobrina, abrió la puerta del portal y esperó en la escalera a que subieran al segundo, donde les franqueó la entrada al piso. Una vez en la cocina, les ofreció una taza de café. La pareja le explicó entonces que necesitaban urgentemente dinero para droga, pero Benita se negó a dárselo. La pareja renovó sus exigencias, pero la sirvienta de los Gardner se volvió a negar.
Finalmente, María Ángeles y el Orejas perdieron los nervios y entraron en una espiral de violencia. Primero forzaron a Benita a que pidiera el dinero a los Gardner; posteriormente, y como ésta seguía negándose, Francisco empuñó un cuchillo de cocina y María Ángeles extrajo de su bolso un machete con filo de dientes de sierra, y la obligaron a dirigirse a las habitaciones del matrimonio.
Al darse cuenta de lo que estaba sucediendo, William intentó llegar al teléfono para avisar a la policía. Fue entonces, según el relato de los inculpados, cuando el Orejas se lanzó tras él y comenzó a asestarle cuchilladas. Tanto María Amelia como su sirvienta contemplaron el asesinato llenas de pavor, abrazadas y sin saber qué hacer.
Pero la pareja de criminales no las dejó en paz: tal vez bajo el síndrome de abstinencia, o simplemente impulsados por un arrebato asesino, se dirigieron entonces contra ellas y las apuñalaron. A pesar del trance enloquecido en que estaban, uno de los criminales fue a la cocina para proveerse de otro cuchillo, porque el machete entraba en el cuerpo de las víctimas y, debido a su filo de sierra, costaba gran esfuerzo sacarlo.
Las tres víctimas fueron rematadas en el suelo sin piedad. Una vez se aseguraron de que éstas habían muerto, los dos asesinos recorrieron la casa, cuidadosamente protegidos con guantes de lana, en busca de objetos valiosos. Se apoderaron de un botín estimado en cuatro o cinco millones de pesetas, aunque dejaron abandonado otro tanto. Rápidamente, y ante el temor de ser descubiertos, escaparon vestidos con sus ropas vueltas del revés, para disimular las salpicaduras de sangre.