Cuando la mujer terminó de leer, hizo un comentario que el hombre le pidió precisara. Conversaron durante unos minutos acerca del papel que él le mostraba. Todo parecía normal. Cuando la mujer acabó de hablar se dio cuenta de que algo terrible y amenazador flotaba en el ambiente. El hombre no había prestado atención a sus palabras, a pesar de que su mirada miope se posaba en su rostro. Estaba muy serio, y parecía mentalmente ido. La mujer sintió miedo y trató de ponerse de pie para marcharse.
El hombre la detuvo con una mano, que se cerró en el hombro como una garra. Ella inició un suave movimiento hacia la puerta y mostró su intención de salir. El hombre entonces abandonó su expresión bobalicona y la miró fijamente, sin decir nada. Ella expresó su deseo de abandonar el apartamento, midiendo mucho sus palabras. El hombre le pidió algo, y ella dijo que no brevemente, como disculpándose. El hombre guardó silencio pero se acercó más, situándose ante la puerta. Ella no podía saber lo que pretendía, pero intuyó que era su última oportunidad. Volvió a decir que tenía que marcharse, esta vez con más fuerza que antes, pidiéndole que la dejara salir. En su rostro había una fuerte crispación, que reflejaba su miedo.
Fue entonces cuando el hombre, sin previo aviso, la abofeteó por primera vez. Acto seguido descargó sobre ella una lluvia de golpes. La mujer trastabilló y fue retrocediendo hacia atrás, hasta que tropezó con el sofá y cayó sobre él. El hombre agarró con fuerza una llave tubular de neumáticos, que descansaba sobre el mueble, y no dejó que ella se recuperase. La golpeó varias veces en el cráneo. Un segundo después, la mujer se desplomó sin vida. El hombre cesó en su ataque. El cuerpo quedó en el suelo, inerme y desmadejado.
En ese momento el hombre pareció despertar de una especie de trance. No había tomado drogas ni alcohol, pero se sentía aturdido. Se concedió unos momentos para aclarar sus ideas. Después, lo primero que hizo fue poner en orden las ropas de la mujer, que habían quedado en una posición que daban a la muerte un tinte obsceno. A la vez, sintió un estremecimiento y se preguntó cómo había sido capaz de golpearla.
En su mente se apiñaban pensamientos confusos. Pasó por un fuerte estado de excitación, y por un instante se dejó arrastrar por el pánico. Pensó que no había querido hacer aquello, que nunca quiso hacerla daño. Pensó que si lo confesaba en seguida el juez podría concederle el beneficio del arrepentimiento espontáneo. Pero decidió que no quería aparecer como culpable. Tuvo que sobreponerse y tranquilizarse.
Durante varios minutos no supo qué hacer. Luego reaccionó y fue trazando su plan. Primero llevó el cuerpo hasta el cuarto de baño, y lo metió en la bañera. Después trató de borrar todas las huellas de la presencia de la mujer. Recogió las bolsas de la compra que llevaba, el bolso, la chaqueta y el cuello de piel. Sacó del bolso el monedero con la documentación y lo guardó. El resto lo disimuló en el interior de una maleta plegable; bajó con ella a la calle, donde encontró de inmediato el coche de la víctima. Lo abrió con las llaves, que también había sacado del bolso, lo puso en marcha y condujo hasta las proximidades de un hotel. Allí vació la maleta; posteriormente se la llevó, junto a las llaves de contacto. Dejó el coche bien aparcado: sabía que era la mejor manera de que tardaran en encontrarlo.
Regresó al apartamento a pie, dando un paseo por la playa. Al llegar a la altura de un camping situado junto a una zona rocosa tiró las llaves del vehículo al mar. Cuando llegó al apartamento se dirigió sin perder un momento a la bañera, donde con una sierra procedió a trocear el cuerpo. Comenzó cortando los pantalones y el jersey con unas tijeras. Luego seccionó las piernas a la altura de las ingles, y después se decidió por el tronco, que partió por la cintura. Antes había lavado con la alcachofa de la ducha la parte superior del cadáver.
El cuerpo quedó dividido en cuatro grandes pedazos: el tórax –con la cabeza y los miembros superiores–, el tronco pelviano –seccionado a la altura del ombligo– y los dos miembros inferiores –separados–. Fue introduciendo los trozos en grandes bolsas de plástico, que ocultó en el interior de otras destinadas a guardar ropa. Tuvo que atar las manos del cadáver al cuello para que le fuera más fácil manejarlo. El cadáver troceado entró completamente en tres bolsas.
Una vez puso fin a su macabra tarea se apresuró a limpiar el baño y el resto de la casa. Recogió los restos que habían quedado en el fondo de la bañera e intentó deshacerse de ellos por el lavabo, para lo que tuvo que utilizar el desatascador. No pudo borrar por completo una mancha de sangre en el salón; la cubrió con cera y la ocultó poniendo encima la pata de un sillón. Cuando estimó que todo estaba limpio y en orden transportó las bolsas al maletero de su coche.
La víctima era María Teresa Mestre Guitó, de 44 años, esposa del industrial aceitero Enrique Salomó, que se encontraba procesado y en prisión por su supuesta responsabilidad en el famoso fraude del aceite de colza desnaturalizado, que sacudió España en la primavera de 1981.
Según la policía, el crimen se produjo el 9 de enero de 1984, el mismo día en que se había dado por desaparecida a María Teresa, en un apartamento de la urbanización Reus Mediterrani –en Cambrils (Tarragona)– situado en la primera planta del edificio donde, en el tercer piso, pasaban el verano la fallecida y su familia. El presunto autor de la muerte era Ángel Emilio Mayayo Pérez, íntimo amigo de los hijos de María Teresa. Pero hasta que la policía llegó a esa conclusión y Mayayo fue detenido pasaron dos meses y medio.
Catorce días después de la desaparición de María Teresa, el lunes 23, su cadáver troceado fue descubierto por tres trabajadores de recogida de basuras, a las dos menos diez de la madrugada, en un vertedero cercano a su domicilio, en Cambrils. Su cuerpo conservaba los pendientes, un anillo, el collar, guantes y calcetines. En el guante de la mano izquierda, dentro del espacio para el dedo pulgar, se encontraron siete monedas: aunque en principio parecía un número cabalístico, en realidad no era más que las vueltas de la compra, que sumaban ochenta y ocho pesetas.
El dato verdaderamente misterioso era otro: el cadáver fue hallado sin sangre y con un escaso grado de putrefacción. Los forenses estimaron, de forma errónea, que la muerte había ocurrido entre 48 y 72 horas antes, y que el cuerpo había sido congelado, o al menos conservado en un frigorífico, extremos que todavía hoy resultan incoherentes con el relato policial, que afirma que María Teresa fue asesinada el mismo 9 de enero en que desapareció, es decir, 14 días antes.
Los familiares de la víctima recibieron, mientras ésta se encontraba en paradero desconocido, una carta firmada con las siglas GADAC; en ella se les informaba de que María Teresa había sido objeto de un secuestro, por el que se pedía un rescate de 25 millones de pesetas.
Algunos detalles de la misiva dieron la clave a la policía. Los agentes encargados de la investigación realizaron una labor de descarte partiendo de una lista de sospechosos del círculo íntimo de la familia. El último de la lista era Ángel Emilio Mayayo.
El jefe del operativo policial, Víctor Cuñado, por entonces destinado en Barcelona, a fuerza de releer la carta tuvo la sensación de que había encontrado una pista. Llegó a la conclusión de que el autor era una persona joven, del entorno de la familia Salomó-Mestre, que no sabía escribir bien a máquina.
Le tocó comprobar si Mayayo tenía máquina de escribir. Cuando llegó a la casa de éste, en Reus, no estaba. Cuñado explicó a la madre de Mayayo que investigaba a jóvenes relacionados con la familia Salomó. Entonces la mujer sacó la agenda de su hijo y ofreció al policía que apuntara los nombres que quisiera. El inspector utilizó la argucia de preguntarle si disponía de máquina de escribir, para que sus anotaciones fueran más claras. La señora sacó una Hispano Olivetti y unos folios, que a Cuñado le parecieron muy semejantes a papel con que estaba escrita la supuesta carta de los secuestradores.
Cuñado sintió un nudo en el estómago. Cuando empezó a teclear no tuvo dudas: era la máquina que buscaba. Fue en ese momento cuando se presentó "Angelito".Con el fin de que todo fuera más fácil, el inspector le invitó a tomar un café en el cercano hotel Gaudí. Cuando sacó a relucir el crimen, la preocupación y el nerviosismo de Ángel Mayayo le movió a llevarle a comisaría.
Allí confesó. Contó cómo llevó en su coche los restos de María Teresa al lavadero de su casa de Reus, donde los ocultó hasta que decidió trasladarlos al vertedero en que fueron encontrados. Lo único que no quiso explicar fue el móvil del crimen. Afirmó que no lo declaraba porque le daba "vergüenza".