El almirante Luis Carrero Blanco tenía 60 años. Era un hombre severo, con un aspecto imponente. Nacido en Santoña (Santander) el 4 de marzo de 1903, en el seno de una familia de militares, ingresó en la Escuela Naval Militar. En 1923, ya oficial, fue destinado al acorazado Alfonso XIII, con el que intervino en la guerra de Marruecos. Como segundo comandante del guardacostas Arcila participó en el desembarco de Alhucemas; después pasó a comandar el remolcador Ferrolano. Tras cursar estudios preceptivos en la Escuela de Submarinos se embarcó como segundo comandante, y posteriormente recibió el mando del sumergible B-52.
El comienzo de la Guerra Civil le sorprendió en Madrid, que en el conflicto fue "zona roja". Se refugió primero en la embajada de México, y luego en la de Francia. En 1937 consiguió, tras varias peripecias, pasar al "bando nacional". Una vez allí actuó como enlace naval del Ejército del Norte. A las órdenes del general Dávila intervino en las operaciones del frente de Santander. Habría de ser comandante del destructor Huesca y del submarino Sanjurjo antes de que el general Franco le eligiera como jefe de la Sección de Operaciones del Estado Mayor de la Armada.
Corría el año 1939. Para Carrero, aquel era el principio de una larga y productiva relación directa con Franco. El siguiente peldaño en su imparable ascensión fue su designación como subsecretario de la Presidencia, que simultaneó con el cargo de consejero nacional de Falange. Carrero se convertiría en el colaborador del jefe del Estado que más tiempo permanecería en puestos relevantes, y gracias a ello alcanzaría las más altas responsabilidades.
Casado con Carmen Pichot Villa, tuvo cinco hijos, tres de ellos varones –que se hicieron marinos como su padre–. Había conocido a su esposa, en Ceuta, en 1928, y se casó con ella unos años más tarde. En 1945 fue nombrado vicepresidente segundo de las Cortes, pero a pesar de su absorbente trabajo no renunció a su vocación literaria, que llegó a su cénit en 1947, cuando obtuvo el Premio Nacional de Literatura José Antonio por su obra Victoria del Cristo de Lepanto. Incansable en todo, como hombre de letras se prodigaba en colaboraciones para periódicos y revistas bajo el seudónimo de Juan de la Cosa.
En 1966 se le concede el grado de almirante, con lo que su carrera militar se ve ampliamente recompensada. Al año siguiente es nombrado vicepresidente del Gobierno. Pero sería el 9 de julio de 1973 cuando protagonizaría un hito histórico, al hacerse cargo de la Presidencia del Consejo de Ministros: por primera vez desde la Guerra Civil, ésta quedaba radicalmente separada de la Jefatura del Estado. Eso por sí solo indicaba el altísimo grado de confianza depositado por el general Franco en Carrero Blanco, a la vez que destacaba al nuevo presidente del Gobierno como hombre clave en la continuidad del régimen. Por tanto, también le marcaba como objetivo.
La mañana del 20 de diciembre de 1973, un día lluvioso y frío, el almirante Carrero – como hacía todos los días, siempre por el mismo camino– había acudido a la iglesia de los jesuitas próxima a su domicilio, en el madrileño barrio de Salamanca, para escuchar misa y comulgar. A la salida le esperaba un coche, un Dodge Dart 3700 GT de color oscuro y sin ninguna clase de blindaje.
Casi eran las nueve y media cuando el automóvil, con el chófer, Carrero Blanco y el inspectos José Antonio Bueno a bordo, pasaba ante el número 104 de la calle Claudio Coello, semiesquina a Maldonado. Un vehículo Morris 1300, aparcado en doble fila, le obligaba a reducir la marcha y pegarse lo más posible a la derecha, junto al portal. En ese preciso instante resonó un horroroso estampido, y la tierra pareció abrirse como un volcán. La tremenda explosión rompió cristales y dejó cascotes por doquier. Donde estaba el vehículo del presidente ahora sólo quedaba un enorme socavón que se llenaba de agua; socavón que acabó por engullir un Seat 850 que estaba aparcado.
Una treintena de vehículos resultan afectados por la onda expansiva; entre ellos, el coche de escolta que seguía al del presidente. Los edificios vecinos también quedaron gravemente dañados. La portera del número 104 y su hija, de corta edad, resultan gravemente heridas. También recibe heridas de consideración un taxista.
El personal de escolta busca, sin encontrarlo, el coche de Carrero, que ha desaparecido de la escena. Saben que el presidente se dirigía a desayunar a su casa, en la cercana calle de Hermanos Bécquer, dando el pequeño rodeo al que obligan las direcciones prohibidas. Pero comprueban que no ha llegado. Todavía tardarán un rato en saber que, a consecuencia de la brutal explosión, el pesado Dodge Dart había saltado por los aires; que se había elevado más de 30 metros y había acabado cayendo en un pasillo-cornisa interior de la casa de los jesuitas.
La sorpresa y el aturdimiento impiden en los primeros momentos saber lo que ha pasado. Pero en seguida circula el rumor de que Carrero Blanco ha sufrido un atentado, aunque la prudencia hace que los medios de difusión informen tan sólo de que ha sido víctima de un accidente, del que se culpa al gas.
El presidente del Gobierno ingresa sin vida en el Hospital Francisco Franco. Su cuerpo presenta, entre otras lesiones, una fractura en el maxilar y aplastamiento torácico. También ingresa cadáver el inspector Bueno (aplastamiento craneal), y el chófer moría al poco: sufría rotura cardiaca y hepática, y tenía las dos piernas fracturadas.
Las investigaciones policiales permitieron descubrir que el explosivo que había terminado con la vida del presidente estaba enterrado en el subsuelo, casi en medio de la calle. Para ello había sido preciso realizar una excavación desde la finca 104 de Claudio Coello. Allí había comprado un local, dos meses antes, un individuo que se identificó como escultor. Desde entonces se escuchaban ruidos constantes, que los vecinos atribuían a la actividad artística del nuevo dueño.
El domingo anterior se escucharon golpes muy seguidos e intensos, que afectaban a las paredes de la finca. Posteriormente, el mismo jueves, se habían presentado dos individuos que portaban una escalera y vestidos con mono azul. Habían extendido un cable desde el interior del semisótano hasta la esquina de Diego de León. Seguramente uno de ellos fue el encargado de provocar la detonación.
El crimen se había ejecutado con una rara perfección. Por aquellos días en los cines madrileños se estaba pasando la película Chacal, inspirada en un atentado frustrado contra el general De Gaulle. Eso inspiró a algunos a decir que la muerte de Carrero había sido encargada a un mercenario, a un verdadero "chacal". Y lo cierto es que fue un atentado muy cinematográfico. Al menos cuatro individuos habían trabajado sin descanso en el angosto túnel, por el que apenas entraba el cuerpo de una persona. Abrieron el agujero con medios absolutamente artesanales, a mazo y cincel. Como colofón, situaron el Morris en doble fila y lo cargaron con una enorme cantidad de explosivos, que no llegaron a explotar.
La muerte de Carrero, a pesar de las interpretaciones sobre por qué Franco había dicho en su discurso de pésame que "no hay mal que por bien no venga" –o el corrosivo chiste que inmediatamente se contaba: "Mi general, han matado a Carrero". "Vaya, ya son las diez"–, supuso un golpe considerable. No obstante, se evitaron los desórdenes y la situación no llegó a ser ingobernable. Pero era cierto para todos que el franquismo había perdido la posibilidad de perpetuarse. Algo que extrañó sobremanera fue que Carlos Arias Navarro, ministro de la Gobernación, y máximo responsable por haber sido incapaz de prevenir el atentado, fuera nombrado presidente.
La policía atribuyó la autoría a la banda terrorista ETA. Casi inmediatamente facilitó una lista de presuntos implicados que contenía estos seis nombres: José Miguel Beñarán Ordeñana, alias Argala, Pedro Ignacio Pérez Beotegui (Wilson), Javier María Larreategui Cuadra (Atxulo), José Ignacio Abaitúa Gomeza (Josu) y Juan Bautista Eizaguirre (Zigor). Según las hipótesis policiales, cuatro de ellos participaron directamente en la excavación del túnel y en la colocación de los explosivos.