José Canalejas Méndez –de 58 años, hombre asequible y dialogante, político liberal, defensor de la democracia, a la sazón presidente del Consejo de Ministros; gran orador, escritor y jurisconsulto– se dirigía, en la mañana del 12 de noviembre de 1912, desde su casa –situada en la madrileña calle de Huertas– hasta el Ministerio de la Gobernación, dando un agradable paseo. No le dejaron terminarlo: a las 11.25 caía asesinado.
Los tres policías que le acompañaban se habían distanciado bastante de él, tal vez por exceso de confianza. Uno de ellos le había rebasado para comprobar que el trayecto al ministerio estaba despejado; los otros dos se habían quedado algo rezagados. En la Puerta del Sol no había demasiado movimiento, no se apreciaba nada anormal.
Canalejas, gran amante de los libros –no sólo por su pasado de profesor y catedrático, sino principalmente por su vocación literaria–, se detuvo un momento a mirar las portadas de las novedades expuestas en el escaparate de la librería San Martín, semiesquina a la calle Carretas.
Fue sólo un instante. Ya se marchaba cuando vio que se le echaba encima un individuo alto, barbilampiño, con un bigote escaso, vestido con un traje oscuro y una pelliza –también oscura–; llevaba en la mano un revólver. Antes de que pudiera hacer nada por evitarlo, el individuo aquel le disparó dos veces en la cabeza, a menos de treinta centímetros.
Una de las balas penetró por debajo del oído derecho –varios granos de pólvora quedaron incrustados en la carne–, atravesó el bulbo raquídeo y salió por el oído izquierdo. Canalejas se echó las manos a la cara y cayó al suelo, agonizante. Testigo privilegiado del crimen fue Roberto San Martín, hijo del librero y dueño de la tienda, que miraba hacia la calle desde el interior de ésta. Roberto se acercó a Canalejas después de que el asesino le descerrajara un segundo disparo; también lo hicieron otros dos individuos: uno vestido de levita y otro con apariencia de sirviente, según el relato del propio librero.
Varias personas se abalanzaron sobre el criminal. Víctor Galán, ordenanza de la Sociedad Filarmónica, intentó sujetarle por los hombros después de que el rebote de una bala le ocasionara daños en el rostro. No fue el único herido leve del atentado. Así, Carmen Sanz del Moral, una joven de veinte años que acababa de descender de un tranvía y se dirigía a la calle Carretas, recibió el impacto de un abejorro de plomo en la mejilla, de la que inmediatamente manó sangre.
Pero el agresor no se detuvo: dio un salto, rodeó la caja de un carruaje aparcado al borde de la acera y, sin que nadie pudiera impedirlo, cuando se podía esperar cualquier cosa menos eso, se descerrajó un tiro en la sien derecha. Acto seguido hizo una extraña pirueta, dio unos pasos y se derrumbó, a unos cuatro metros de la acera.
En este punto difiere la versión ofrecida por los policías encargados de dar escolta a Canalejas, los inspectores Borrego, Martínez y Benavides. Según la declaración de Borrego ante el juzgado especial, iba paseando junto a Martínez, a cierta distancia del presidente, cuando éste se paró delante de la librería. Los agentes hicieron lo propio. En ese momento, "un individuo que estaba junto a un grupo de tres personas, con las que indudablemente no tenía nada que ver, se dirigió hacia el señor Canalejas y, rápido como el pensamiento, sacó un arma y disparó". A continuación, Borrego se fue hacia el asesino, al que golpeó con el bastón que portaba. El criminal replicó abriendo fuego, pero sin conseguir herir al policía. Después se lanzó, huyendo, a la carretera; huida que interrumpió para, finalmente, suicidarse. El hijo del librero contradijo la versión de Borrego en lo que atañe al bastonazo; según, el asesino no recibió golpe alguno.
Sea como fuere, quienes recogieron a Canalejas del suelo apreciaron que éste estaba inconsciente, y que brotaba abundante sangre de dos agujeros abiertos en su cabeza. Lo trasladaron, envuelto en una manta, al Ministerio de la Gobernación. Allí falleció, pocos minutos después; en concreto, a las 11.35, según se refería en las crónicas periodísticas.
El ayuda de cámara del conde de Villagonzalo, un joven de muy claro entendimiento llamado José Matías Arizmendi, fue uno de los testigos del atentado. Iba a comprar comida y medicinas cuando tropezó con Canalejas en el momento en que éste se paraba a contemplar los libros de San Martín. Arizmendi, que había mantenido relaciones con una doncella del presidente, se disponía a saludarle cuando resonaron los disparos. Muy impresionado, aunque haciendo gala de una gran serenidad, se acercó a Canalejas, y fue uno de los que procedieron a trasladarlo a Gobernación.
Entre tanto, la policía se había hecho cargo del cuerpo del criminal y lo había depositado en la Casa de Socorro de la Plaza Mayor. De acuerdo con los documentos que llevaba encima, se llamaba Manuel Pardinas Serrato, contaba 26 años y había nacido en El Grado (Huesca). Era un viejo conocido de las fuerzas de seguridad, que lo tenían por un anarquista muy peligroso. De hecho, se le había seguido la pista por varios países –incluso al otro lado del Charco– hasta poco antes del atentado.
La voz de alarma sobre Pardinas la habían dado en Argentina, de donde fue expulsado. Desde allí se comunicó a Madrid que el sujeto había embarcado rumbo a España. El seguimiento que se le había hecho había sido tan intenso que, según se recoge en informaciones fidedignas, sólo una hora después del crimen se recibió en Gobernación una carta en la que un agente español destinado en Francia advertía de que Pardinas había conseguido burlar la vigilancia a que se le había sometido en París.
El asesino de Canalejas permaneció con vida hasta las 14.23, cuando expiró en la mesa de operaciones. Las razones por las que aquel pintor-revocador que había trabajado en las obras del hotel Palace se convirtió en magnicida nunca se aclararon.
La hipótesis más audaz sostiene que se había comprometido con otros anarquistas a asesinar al rey Alfonso XIII. De hecho, estaría esperándole; pero al ver a Canalejas solo, tan cerca y a su merced, decidió matarle y no seguir aguardando a Su Majestad, pues tanto le daba uno como otro.
Canalejas había expresado a un grupo de amigos, en el transcurso de una cena, sus temores a sufrir un atentado, por lo que seguramente disponía de buena información; lo cual, al mismo tiempo, descarta que fuera asesinado por pura casualidad.