Comprendan que de un Gobierno que ha convertido el Ejército en una ONG (Retiros Sin Fronteras) y que ha sufrido dos megamanifestaciones de policías y guardias civiles, que estudian una tercera en demanda de sus más elementales derechos (¡Rubalcaba, súbenos la paga!), no cabe esperar soluciones ni siquiera en casos desesperados.
El padre de Marta del Castillo ha asistido al totum revolutum del cribado de las aguas del Guadalquivir, con el resultado que nos temíamos, y aguanta a pie firme el paciente revisado de la carroña en el basurero de la ciudad de Sevilla. Le toca esperar como a los padres de Aurora Mancebo, Cristina Bergua, Amy Fitzpatrick, Sara Morales, Yeremi... Ya sé que son nombres que a los políticos no les dicen nada, pero por eso debemos recordarlos. Son los hijos de esas personas que creyeron en las promesas mientras pedían por las buenas la cadena perpetua para que casos como los suyos no volvieran a repetirse.
Entre tanto, todo el país puede ver cómo ni la policía ni la justicia tienen herramientas para sacarle media verdad a un presunto homicida confeso que, en el colmo de los colmos, incluso trama con éxito el paripé de colgarse del cordón de su chándal en el tigre del chabolo, que seguramente se rompería cien veces antes de estrangularle; pero ha logrado que un periodista chorra denuncie la "extrema presión" que aguanta el gachó en el trullo, mientras la familia de Marta hace, por boca del padre, unas declaraciones dolorosas: "Si quiere suicidarse, no seré yo quien se lo impida, pero que antes diga dónde está mi hija". Es que justamente ahí está la cuestión: no hay manera de sacarle la verdad.
La poli no le amilana, la justicia no le impone, el Gobierno no le llega, la investigación no le seduce y ya le ha dicho a Su Señoría, el juez, dos medias verdades y una mentira que juntas valen más de dos millones de euros en una busca sin fin. Miguelete, el matador del cenicero, único en su género, se pasa por la entrepierna el poder disuasorio de las normas y le escupe al mismísimo jefe superior la fabulación que le viene en gana. No es que no haya ley; es que la ley no sirve.
El tipo éste, parte de una trama, enseña la pata de cabra seduciendo a una antigua pareja y dejándola indefensa en el centro de una trampa mortal. A su alrededor, como marionetas sin hilo, bullen personajes menores, como su novia de catorce años, la madre de la susodicha, un vecino que le vio paseando con la silla de ruedas de su fallecida madre, en la que supuestamente podría llevar un cuerpo: el pequeño y suave cuerpo de Marta escondido bajo una manta...
Miguelete señala a sus amigos, enrolla a su hermano mayor, posa de caprichoso y esquivo, sin responsabilidad ni vergüenza. En otro tiempo iba a la casa de Marta a ver videos en el sofá del padre. Tuvo trato y acogida, pero eso nada significa para un tipo de la calle como él, desarraigado, antisocial, emancipado de la autoridad y del respeto. Con su actitud está demostrando la invalidez real de las fuerzas represoras. "Nosotros no podemos martirizarlo", se justifican los agentes, hartos de agua cenagosa y de bolsas de basura del vertedero.
Claro, a cualquiera se le ocurre que este nene debiera tener respeto a la fuerza pública, esa misma que en otro tiempo hacía temblar a los sospechosos. Ahora, el garantismo sin fronteras ha hecho que los bajos fondos sepan que nada puede pasarle a nadie si no se produce una catástrofe, como que te pillen in fraganti, y hay que ser muy tonto para que te pillen.
Por el camino que van las gestiones, podría suceder que el cuerpo de Marta tampoco apareciese en el vertedero (al menos, esta vez la poli ha tenido la habilidad de contratar una empresa especializada, salvándose así del baño de detritus, inevitable en otros marrones). Este final, no menos terrible por esperado, desvelaría que en numerosas ocasiones la fuerza pública se enfrenta en inferioridad de condiciones a una delincuencia organizada, ilustrada y con conciencia forense.
Quienes fueran, no sólo uno, rodearon a Marta, la hirieron, puesto que ha aparecido sangre en la casa del tipo del chándal, y luego se hizo humo. La falta de un protocolo firme y probado en desapariciones hizo que se empezara a buscar tarde y mal y que no se presionara al sospechoso número 1, el último en verla con vida, hasta semanas después de la desaparición de la chiquilla. Todos los imputados tuvieron tiempo de sobra para ponerse de acuerdo y ponerse a cubierto. Limpiaron la escena del crimen y prepararon la coartada. Tanto tiempo después, lo raro sería que alguno se derrumbase. La experiencia incluso da para estos alardes dramáticos del chico que se trata de ahorcar con un hilo dental.
Los delincuentes saben todo lo que la ley hace por ellos, que, por protegerles, hasta les permite que mientan para defenderse. Esos derechos, hijos de otro tiempo, han desnivelado tanto las fuerzas, que hoy los policías apenas pueden hacer otra cosa que rogar al presunto asesino que les deje encontrar el cadáver para que la familia deje de sufrir.
Esto es lo más difícil de explicar en La Moncloa cuando Zapatero recibe al padre de Mari Luz, o al de Marta: los delincuentes nos tienen comida la moral y no se puede hacer nada, excepto seguir buscando.
Pero ¿y si no está en el río? En algún lado tendrá que estar, y nosotros seguiremos rastreando, gastando, dando palos de ciego, para que no se note demasiado que nada más podemos hacer contra unos chicos que se las saben todas: delinquir y participar en el rastreo del cuerpo, raptar y callar.
FRANCISCO PÉREZ ABELLÁN, presentador del programa de LIBERTAD DIGITAL TV CASO ABIERTO.
El padre de Marta del Castillo ha asistido al totum revolutum del cribado de las aguas del Guadalquivir, con el resultado que nos temíamos, y aguanta a pie firme el paciente revisado de la carroña en el basurero de la ciudad de Sevilla. Le toca esperar como a los padres de Aurora Mancebo, Cristina Bergua, Amy Fitzpatrick, Sara Morales, Yeremi... Ya sé que son nombres que a los políticos no les dicen nada, pero por eso debemos recordarlos. Son los hijos de esas personas que creyeron en las promesas mientras pedían por las buenas la cadena perpetua para que casos como los suyos no volvieran a repetirse.
Entre tanto, todo el país puede ver cómo ni la policía ni la justicia tienen herramientas para sacarle media verdad a un presunto homicida confeso que, en el colmo de los colmos, incluso trama con éxito el paripé de colgarse del cordón de su chándal en el tigre del chabolo, que seguramente se rompería cien veces antes de estrangularle; pero ha logrado que un periodista chorra denuncie la "extrema presión" que aguanta el gachó en el trullo, mientras la familia de Marta hace, por boca del padre, unas declaraciones dolorosas: "Si quiere suicidarse, no seré yo quien se lo impida, pero que antes diga dónde está mi hija". Es que justamente ahí está la cuestión: no hay manera de sacarle la verdad.
La poli no le amilana, la justicia no le impone, el Gobierno no le llega, la investigación no le seduce y ya le ha dicho a Su Señoría, el juez, dos medias verdades y una mentira que juntas valen más de dos millones de euros en una busca sin fin. Miguelete, el matador del cenicero, único en su género, se pasa por la entrepierna el poder disuasorio de las normas y le escupe al mismísimo jefe superior la fabulación que le viene en gana. No es que no haya ley; es que la ley no sirve.
El tipo éste, parte de una trama, enseña la pata de cabra seduciendo a una antigua pareja y dejándola indefensa en el centro de una trampa mortal. A su alrededor, como marionetas sin hilo, bullen personajes menores, como su novia de catorce años, la madre de la susodicha, un vecino que le vio paseando con la silla de ruedas de su fallecida madre, en la que supuestamente podría llevar un cuerpo: el pequeño y suave cuerpo de Marta escondido bajo una manta...
Miguelete señala a sus amigos, enrolla a su hermano mayor, posa de caprichoso y esquivo, sin responsabilidad ni vergüenza. En otro tiempo iba a la casa de Marta a ver videos en el sofá del padre. Tuvo trato y acogida, pero eso nada significa para un tipo de la calle como él, desarraigado, antisocial, emancipado de la autoridad y del respeto. Con su actitud está demostrando la invalidez real de las fuerzas represoras. "Nosotros no podemos martirizarlo", se justifican los agentes, hartos de agua cenagosa y de bolsas de basura del vertedero.
Claro, a cualquiera se le ocurre que este nene debiera tener respeto a la fuerza pública, esa misma que en otro tiempo hacía temblar a los sospechosos. Ahora, el garantismo sin fronteras ha hecho que los bajos fondos sepan que nada puede pasarle a nadie si no se produce una catástrofe, como que te pillen in fraganti, y hay que ser muy tonto para que te pillen.
Por el camino que van las gestiones, podría suceder que el cuerpo de Marta tampoco apareciese en el vertedero (al menos, esta vez la poli ha tenido la habilidad de contratar una empresa especializada, salvándose así del baño de detritus, inevitable en otros marrones). Este final, no menos terrible por esperado, desvelaría que en numerosas ocasiones la fuerza pública se enfrenta en inferioridad de condiciones a una delincuencia organizada, ilustrada y con conciencia forense.
Quienes fueran, no sólo uno, rodearon a Marta, la hirieron, puesto que ha aparecido sangre en la casa del tipo del chándal, y luego se hizo humo. La falta de un protocolo firme y probado en desapariciones hizo que se empezara a buscar tarde y mal y que no se presionara al sospechoso número 1, el último en verla con vida, hasta semanas después de la desaparición de la chiquilla. Todos los imputados tuvieron tiempo de sobra para ponerse de acuerdo y ponerse a cubierto. Limpiaron la escena del crimen y prepararon la coartada. Tanto tiempo después, lo raro sería que alguno se derrumbase. La experiencia incluso da para estos alardes dramáticos del chico que se trata de ahorcar con un hilo dental.
Los delincuentes saben todo lo que la ley hace por ellos, que, por protegerles, hasta les permite que mientan para defenderse. Esos derechos, hijos de otro tiempo, han desnivelado tanto las fuerzas, que hoy los policías apenas pueden hacer otra cosa que rogar al presunto asesino que les deje encontrar el cadáver para que la familia deje de sufrir.
Esto es lo más difícil de explicar en La Moncloa cuando Zapatero recibe al padre de Mari Luz, o al de Marta: los delincuentes nos tienen comida la moral y no se puede hacer nada, excepto seguir buscando.
Pero ¿y si no está en el río? En algún lado tendrá que estar, y nosotros seguiremos rastreando, gastando, dando palos de ciego, para que no se note demasiado que nada más podemos hacer contra unos chicos que se las saben todas: delinquir y participar en el rastreo del cuerpo, raptar y callar.
FRANCISCO PÉREZ ABELLÁN, presentador del programa de LIBERTAD DIGITAL TV CASO ABIERTO.