El debate sobre la adopción de niños por parte de parejas homosexuales ha discurrido por muy amplios derroteros. Se han analizado aspectos sociales, psicológicos, religiosos, legales, políticos, fiscales, jurídicos… pero casi nadie ha puesto sobre la mesa una perspectiva ¡genética! Sí, aunque parezca mentira, también en este tema hay quien ha encontrado una implicación desde el punto de vista de la ciencia de los genes. En concreto, desde las técnicas de reproducción artificial.
Recientemente, una de las personas que ha abordado el tema desde esta perspectiva ha sido Fernando Abellán, máster en Derecho Sanitario de la Universidad Complutense de Madrid. Abellán se preguntaba hasta qué punto ciertos tipos de donantes, movidos por reparos religiosos o morales, podrían exigir que sus ovocitos o gametos no fueran a parar a una pareja de mujeres homosexuales invocando una suerte de objeción de conciencia prenatal.
La legislación vigente establece que las técnicas de reproducción asistida son una herramienta a la que tienen derecho las parejas casadas, las parejas de hecho y las mujeres solteras. Las únicas diferencias que se plantean en sendos casos se refieren a la garantía de que alguien asuma la paternidad en algunos casos. Cuando se trata de matrimonios es imprescindible el consentimiento del varón, y en las parejas de hecho este consentimiento sólo se requiere como prueba documental si fuere necesario inscribir la filiación paterna en el Registro Civil. Evidentemente, para una mujer soltera no se requiere consentimiento previo de su pareja.
La gran paradoja legal de este tipo de situaciones puede llegar cuando los cambios previstos en el Código Civil establezcan la posibilidad de adopción en matrimonios homosexuales. En el caso de las mujeres, si una de ellas decidiera someterse a una fertilización asistida mediante donación de semen o de embriones debería contar con el consentimiento de su cónyuge, que inmediatamente se convertiría también en madre legal de la criatura. Tendríamos un hijo con dos madres.
La cosa puede complicarse aún más. La mujer homosexual puede acceder a la fertilización artificial con su propio material biológico (sus óvulos fertilizados por semen de donante) o por un embrión congelado de otra pareja (hombre y mujer donante). En este último caso la criatura nacida tendrá tres madres (la que da a luz, su mujer legal y la donante del embrión) y un padre biológico (el hombre que donó el semen).
Muchos psicólogos han demostrado que algunos niños adoptados necesitan conocer a sus padres biológicos para favorecer el desarrollo de su identidad madura. Sobre esta idea se basa la legislación británica que citábamos la semana pasada y que permitirá a los hijos nacidos de material biológico donado trazar su origen cuando adquieran la mayoría de edad. Pero ¿llegar a conocer algún día que uno tiene tres madres y un padre favorece de verdad la creación de una identidad madura o la perjudica?
Desde el punto de vista de la ciencia reproductiva, el modelo final de familia no ha de suponer un demérito para la aplicación de estas valiosísimas técnicas que, día tras día, llenan de felicidad a parejas infértiles que ven cómo se puede cumplir su deseo de ser padres. Pero no cabe duda de que la legislación, por muy abierta y moderna que sea, nunca terminará de resolver la infinidad de variantes que pueden producirse.
A la hora de salvaguardar el bien jurídico superior, que a juicio de todos debería (y digo "debería" porque me temo que no siempre lo es) ser el menor, cualquier esfuerzo es insuficiente. Una vez más, la ley es incapaz de establecer controles que permitan calibrar que la verdadera motivación a la hora de acceder a la reproducción asistida no es otra que el deseo de ser padre o madre y de cuidar de una criatura amada.
Por desgracia, el legislador no puede entrar en los corazones de la gente y evaluar las dosis de amor, despecho, reivindicación o capricho en cada una de las decisiones que tomamos. Pero por ello precisamente se hace necesario que este tipo de normas no se dicten al capricho de los vaivenes políticos de turno. Primero, por la citada protección a los derechos del menor; después, por no incurrir en errores que pudieran devenir en perjuicios para los derechos que afectan a las otras partes: las parejas heterosexuales, las parejas homosexuales y los donantes.
Porque, como bien apunta el profesor Abellán, resulta impredecible la incidencia que la nueva realidad social de los matrimonios entre homosexuales pudiera tener en el número de donaciones para fertilización in vitro. ¿Cuántos hombres y mujeres considerarían ilícito donar su material biológico a una pareja de lesbianas? ¿Existen datos que afirmen que no se va a producir ningún tipo de discriminación al respecto por razón de identidad sexual?
La técnica científica descarta la discriminación racial o física a la hora de donar embriones. Nadie puede impedir que su material biológico sea implantado en una mujer por el mero hecho de pertenecer a otra raza o no guardar un parámetro físico determinado. Entre otras cosas, porque la praxis exige que el único baremo utilizado para la selección de la mujer receptora sea la idoneidad biológica y genética a través de la máxima similitud fenotípica e inmunológica posible. Pero nadie puede asegurar que no exista la tentación de discriminar a las parejas de mujeres homosexuales mediante el sutil e inevitable proceso de negarse a la donación ante la sospecha de que los receptores no sean del agrado de los donantes.
¿La ley de matrimonios homosexuales tendrá como efecto la disminución de donaciones? Es imposible saberlo. En cualquier caso, sería terrible que se produjera. A estas alturas, la única conclusión posible es que, una vez más, nuestras vidas se ven mucho más afectadas de lo que creemos por decisiones que tienen que ver con la ciencia pero que casi nunca toman los científicos.