Las técnicas de reproducción asistida han supuesto una de las mayores revoluciones científicas y sociales de la historia de la humanidad. Convertir el acto de la concepción en un objetivo deseable para un número cada vez mayor de hombres y mujeres antaño excluidos de él a causa de un déficit natural no sólo se antoja un avance, sino que parece corresponder al deseo de cualquier amante de las ciencias: que éstas sirvan en bandeja herramientas universales capaces de facilitar un acto tan enriquecedor y libérrimo como el de tener descendencia.
A lomos del entusiasmo científico, sin embargo, no es extraño que aparezcan ciertas perversiones en el fin primero del mismo. A menudo los seres humanos tenemos la tentación de utilizar las herramientas de las que nos dotamos para fines muy distintos a los que fueron diseñadas. Pero lo cierto es que la herramienta en sí, aséptica y deshumanizada, lo permite, y somos nosotros los que debemos dotarla del espíritu del que carece.
Hoy, el concepto de reproducción asistida pensado como técnica de apoyo a la fertilidad en parejas infértiles parece obsoleto. La manipulación y congelación de gametos, la conservación de células sexuales masculinas y femeninas, la capacidad de indagar en el material genético embrionario… facilitan nuevas aplicaciones. Hablamos, así, en estos días, de uso de embriones para la ciencia, de selección de embriones antes de su implantación pensando en futuros transplantes entre hermanos, de donación de embriones congelados para terceras personas…
Y resulta que todas estas aplicaciones, legisladas de modo más o menos eficaz, con mayor o menor control según países, no aparecen aisladas, sino que caen a plomo sobre una sociedad en constante replanteamiento de sus modelos de familia, de ciudadanía, de tributación, de legislación hereditaria… Dos recientes debates han puesto de manifiesto lo enmarañado que puede llegar a ser el asunto.
El mes que viene entrará en vigor en el Reino Unido una ley que permite a los hijos nacidos de embriones donados rastrear su pasado genético con el fin de conocer a sus padres biológicos. La norma pretende equiparar los derechos de estos hijos a los de los hijos adoptados, que a partir de los 18 años pueden acceder a los registros civiles para conocer a sus verdaderos progenitores.
Mediante esta decisión el legislador británico interpreta que los "niños del frío", como diría Sánchez Ocaña, no son hijos biológicos de sus padres y tutores, sino que son poco menos que adoptados. En realidad, no han de serlo plenamente. La casuística es varia y compleja. Puede darse el caso de que estos niños sean nacidos a partir de la fertilización de un óvulo de su madre legal inseminado con semen de un donante que no es su padre legal. Puede darse el caso contrario: que sea el padre legal el que aporta su semen para fertilizar un óvulo donado de otra mujer que, a su vez, se implanta en la madre legal. Y puede suceder que tanto el padre como la madre legales sean infértiles y decidan implantar en el útero de la mujer un embrión procedente de un hombre y una mujer donantes.
Como se ve, el galimatías permite todo tipo de combinaciones, y cada una de ellas ofrece un concepto matizado de la paternidad y la maternidad. Acostumbrados como estamos a diferenciar entre padre biológico, padre legal, tutor, padre de adopción, padre de acogida… ahora deberíamos empezar a añadir nuevos conceptos, como el de "hijo de donante".
Y la legislación, fría y lenta, siempre llegará tarde. El caso británico lo demuestra. Lo que parece a priori una ley destinada a favorecer el derecho de los hijos a conocer su procedencia biológica podría convertirse en una bomba en las raíces del propio sistema de donación.
Algunos expertos han alertado del efecto que esta ley podría tener sobre los donantes. Tanto en el caso británico como en el sueco, el austriaco y el holandés, que prevén medidas similares, se ha tenido en cuenta, como no podría ser de otro modo, la primacía del derecho del hijo sobre el de los padres. Siguiendo la legislación internacional sobre adopciones (que protege especialmente al menor), también en este caso se ha protegido la importancia que puede tener para el desarrollo de la identidad del adolescente conocer a sus verdaderos orígenes.
Pero el legislador no ha tenido prácticamente en cuenta la naturaleza del donante. De hecho, varias asociaciones de clínicas de fertilidad se han quejado por no haber existido apenas consulta en este sentido.
Una de las peculiaridades de la donación de células reproductivas es que se realiza en el más estricto anonimato si así lo desea el donante. Algunos estudios realizados en Inglaterra sugieren que hasta el 40 por 100 de los donantes no habría accedido a la donación si no se le hubiera asegurado el anonimato.
Los expertos contrarios a esta nueva ley advierten de que podría hacer descender dramáticamente el número de donaciones, incluso favorecer un mercado negro de células sexuales, al que se accedería a cambio de que se garantizase el anonimato. Por otra parte, 9 de cada 10 parejas que se someten a esta técnica de donación jamás se lo dicen a sus hijos. Muchas de ellas consideran la infertilidad un estigma, otras creen que forma parte de su intimidad más recóndita. ¿La nueva legislación británica favorecerá que estas parejas viajen al extranjero en busca de países donde el anonimato sigue estando garantizado?
Como se ve, las preguntas son demasiadas y demasiado complicadas como para ser resueltas de un plumazo. No es más que un ejemplo de las muchas puertas que pueden abrirse cada vez que creemos haber cerrado una. Y, entre tal marea de dudas, a uno se le antoja que, de nuevo, lo fundamental queda relegado.
¿Qué motivos reales tiene una pareja para someterse a una fertilización mediante células donadas? ¿Qué lugar ocupa el futuro niño en esta decisión? ¿A qué estamos dispuestos a renunciar a cambio de lograr el glorioso sueño natural de tener hijos? ¿Cuáles son los motivos por los que un hombre o una mujer donan su material fértil? ¿Es que acaso ser padre o madre, fuera cual fuere el camino recorrido para ello, no es un acto tan pleno que debería estar por encima de cualquier otra consideración íntima?
Nada más lejos de la intención de quien les escribe que juzgar situaciones personales. Pero ¿no da la sensación de que en todo esto, como en otras muchas ocasiones, el que menos importa es el menor?
La ciencia no deja de lograr avances que han de hacernos sentir orgullosos del género humano. Pero su aplicación, en demasiadas ocasiones, dista mucho de ser idílica.
Quizás la única conclusión posible de todo esto sea que en ningún caso las legislaciones sobre reproducción asistida deben ser moneda de cambio político. La frivolidad con que, en ocasiones, las fuerzas de uno y otro signo se arrogan la autoridad para decidir el sentido en el que la sociedad ha de aplicar sus avances genéticos da escalofríos. Pocos actos deberían estar más libres de ideología y más cargados de ética que la benefactora ayuda a la reproducción humana.