Vuela entre los aviones con la misma altanería con que lo haría en un parque natural, buscando incansablemente las corrientes térmicas para elevarse hasta casi perderse de vista. Desde allí arriba, marca el territorio con su suave vuelo a vela, advirtiendo al resto de las aves silvestres de que ése no es un buen camino para atravesar la meseta madrileña.
A diario, esta exhibición de cetrería forma parte del protocolo de seguridad del aeropuerto: gracias a ella se mantiene controlada la avifauna, con el objeto de evitar, por ejemplo, que un pájaro choque con un avión en pleno despegue y se produzca una catástrofe.
En medio de una de las obras civiles de mayor impacto ambiental que puedan imaginarse (un aeropuerto internacional) habita un centenar de aves rapaces, criadas, cuidadas y entrenadas con el rigor de la más pura cetrería. Hay aquí, claro, caperuzas, criaderos, muebles castellanos, botas de cuero, chimeneas, alcándaras… Uno se diría en mitad de los Montes de Toledo, pero no, se encuentra en pleno Madrid: ahí está, para atestiguarlo, la boina gris de contaminación, que nos vigila desde el horizonte.
Me cuentan que Barajas tiene una masa arbórea similar a la del Parque del Retiro. La proximidad del Jarama dota al entorno de una riqueza vegetal, con humedales y lagunas, especialmente sensible. Los 40.000 empleados del aeropuerto están obligados a guardar unas estrictas medidas de protección ambiental: se han habilitado sistemas integrados de recogida de residuos, procesos de autogeneración de energía, redes de piezosensores para evitar vertidos de hidrocarburos al río y mecanismos de reducción del impacto visual y sonoro.
No, no van a convencerme de que un aeropuerto sea un prodigio de defensa de la naturaleza, pero sí que merece la pena lanzar al aire algunas preguntas impertinentes: ¿es posible en Barajas haya más flora autóctona que en la mayoría de las plazas públicas de cualquier ayuntamiento?; ¿saben que la cantidad de decibelios a la que está sometida una persona en el aeropuerto es mucho menor que la que ha de soportar un ciudadano normal y corriente al pasar por la Gran Vía en hora punta?; ¿no es sorprendente que la fauna silvestre prefiera entrar en el perímetro del aeropuerto porque se siente más segura allí que en otras partes? (por eso es necesario el trabajo del halcón del principio de esta historia).
Bombardeados como estamos por la sabia propaganda ecologista, terminamos por creernos todos los mitos del ideario verde y por asumir un montón de lugares comunes. No dudamos de que vivir en las ciudades, viajar en avión, construir carreteras, cultivar transgénicos, encender la luz, usar el aire acondicionado, pintar telas, hacer radiografías, hablar por el teléfono móvil, tener un coche de gasolina es siempre, siempre, siempre malo. Pero ¿y si resulta que muchas de estas acciones son, en realidad, mejores para la naturaleza?
Una autovía a tiempo puede ser mejor, en términos de impacto ambiental, que una carretera comarcal con tráfico lento, pesado y contaminante durante años. El etiquetado que llevan obligatoriamente los productos transgénicos hace que sea mucho más improbable que éstos estén intoxicados o adulterados que los alimentos biológicos. El uso del biodiésel a gran escala acabaría generando graves problemas de abastecimiento de alimentos en países no desarrollados. Vivir en la gran ciudad empieza a demostrarse como una estrategia ecológicamente más rentable que llenar el territorio de incontables urbes pequeñas e ineficaces, que ocupan mucho más suelo y requieren más recursos.
Cada vez que uno mete la mano en un mito ecologista salta el escorpión del escepticismo. Ahora resulta que el petróleo no se está acabando. Richard Pike, miembro de la Real Sociedad Británica de Química y antiguo empresario en el sector de la energía, acaba de declarar que las reservas probadas de petróleo son el doble de lo que proclama la mayoría de los productores dicen. Es decir, que los 1,2 billones de barriles que dice la industria que quedan podrían ser 2,4 billones.
Las implicaciones de este dato podrían ser dramáticas. Es evidente que la industria está acostumbrada a aprovecharse de la escasez para aumentar los precios. Ello debería ser conocido tanto por los gobernantes, a la hora de tomar decisiones políticas, como por los ecologistas, a la hora de planificar sus campañas mediáticas. En un entorno de escasez, todos se benefician... menos el ciudadano de a pie: los precios suben, las autoridades ganan argumentos para aplicar nuevos gravámenes, y los lobbies ambientalistas se sienten más autorizados para elaborar estrategias catastrofistas y reclamar cambios drásticos de modelo energético.
Pero, si Pike tiene razón, el patrón petróleo tiene cuerda para rato. No debería extrañarnos que siguiera dominando el panorama energético aun bien entrado el siglo XXII. ¿Tiene sentido, entonces, embarcarse en estrategias cortoplacistas y sucumbir a los temores ecoalarmistas, limitar la capacidad de desarrollo de muchos países en virtud de una escasez que no es tal? Ante las amenazas eco, habría que aplicar siempre un principio de duda razonable, como la que experimentas al ver volar un halcón peregrino 70 metros por encima de tu cabeza en medio de dos de las pistas de mayor tráfico aéreo del mundo. ¿Estaré de verdad en un infierno medioambiental?
JORGE ALCALDE dirige y presenta en LDTV el programa VIVE LA CIENCIA.